Creo que tenía veintidós años. Seguía viviendo en Virginia, en Estados Unidos, el estado al que llamé «mi hogar» durante varios años. Me encontraba en casa con dos de mis mejores amigos, Eddy y Scott. De repente a Scott se le iluminó la bombilla, y Eddy y yo reaccionamos como de costumbre, con una ceja subida y otra bajada, conscientes de que iba a ser otra idea de bombero. Su «brillante» idea consistía en lanzarnos el reto a los tres de nada menos que correr en la nieve todas las mañanas a las 7.30. La pregunta era «¿hay narices para atreverse?». Y la respuesta nuestra no era una, sino dos. La interior que decía «ni de coña», y la exterior que acabó diciendo «por supuesto que hay narices» (otro de los defectos de ser hombre demostrando quién es más gallo en el gallinero).
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«No trabajes ni por dinero ni por reconocimiento; trabaja por realización»
El primer día pensé que me moría de la pereza. El despertador sonó a las 6.45. Me peleé con él durante media hora hasta que a las 7.15 no me quedaba más remedio que ponerme en marcha. Me puse la ropa de deporte con los ojos medio cerrados y llenos de legañas, me lavé la cara y los dientes de forma completamente autómata, y al pisar la calle experimenté la sensación más desagradable del día: era como un tornado que te engancha, te envuelve y te lanza a varios metros de distancia como resultado del impacto del shock inicial, excepto que lo hacía con tal elegancia, que no necesitaba ni moverse, ni moverte. Bastaba con bajar el termómetro a temperaturas intempestivas. Así de poderoso es algo tan simple como el frío.
Sentí primero en mi oreja derecha y luego en mi izquierda esa sensación que te queda cuando te han dado un tortazo con la mano abierta. Primero notas aturdimiento, luego notas somnolencia y al final directamente no notas nada. Sin embargo, nadie me había golpeado. Las temperaturas eran tan bajas que en cuestión de minutos había dejado de sentir las orejas y la nariz. La densidad de la nube que formaba delante de mi cara mi propia respiración era tal que me dificultaba la visión. Las manos, que yo pensaba que estaban protegidas por el hecho de llevar guantes no sólo no lo estaban, sino que también empecé a dejar de sentirlas pasados unos minutos. Por si fuera poco, la nieve empezó a colarse en mi zapatilla, mojándome los calcetines y empezando a empaparme los pies. Yo agitaba mi cabeza incrédulo, y acto seguido empezó a hablarme mi querida voz interior:
Pero ¿cómo puedes ser tan idiota? ¿Para qué diablos has aceptado el reto? ¿Tan difícil era decir que no? ¿Tan planos sois los hombres que siempre tenéis que ir de machitos? Tan sólo tenías que decir: «Scott, yo creo que sería mejor hacerlo por la tarde y un día a la semana». Y ahora, gracias a ese envalentonamiento aquí estás como un imbécil, a las 7.30 de la mañana, haciendo turismo en una cámara frigorífica. Y todo esto ¿para qué? Obviamente para nada. No hay un solo motivo que justifique todas las penurias que estás pasando. Nada de esto vale la pena.
La verdad es que fue francamente desagradable y por más que aumentaban los días de ejercicio no parecía que aumentara mi adaptación al clima. Me daba la impresión de pasarlo tan mal el día 15 como el primero. Por tanto, por mucho que me pesara, no me quedaba más remedio que reconocer que mi voz interior te gradable del día: era como un tornado que te engancha, te envuelve y te lanza a varios metros de distancia como resultado del impacto del shock inicial, excepto que lo hacía con tal elegancia, que no necesitaba ni moverse, ni moverte. Bastaba con bajar el termómetro a temperaturas intempestivas. Así de poderoso es algo tan simple como el frío.
3, 2, 1…
El motivo es que…
Lo estoy contando hoy y tú lo estás leyendo.
—Anxo, ¿lo dices en serio?
Yes, Ja, Oui, Duì, Da…
Completamente en serio.
Adivina qué hubiera pasado si me hubiera quedado en la cama.
Absolutamente nada. Y de la «nada» no se habla. Cuando no sucede nada, nada es contado, nada pasa a la historia, nada se queda grabado en tu mente, nada trasciende. Si no hubiéramos corrido en la nieve a esas horas tan poco amigables y con un clima tan adverso, esos días hubieran sido iguales al resto, y eso es equivalente a que su existencia fuese tremendamente similar a su inexistencia. Que hubieran existido es casi igual a que no lo hubieran hecho, ya que
la rutina fomenta el olvido. Lo diferente fomenta el recuerdo.@Anxo, #LaInteligenciadelÉxito
¿Significa esto que todo el mundo debería ponerse a correr sobre la nieve a primera hora de la mañana? En absoluto. Lo que significa es que lo peor que te puede pasar es tener una vida tan predecible y tan rutinaria y monótona que nunca te permitiese hacer algo así de loco al menos una vez en la vida.