Vinicius, una historia de excesos

Hay futbolistas que logran lo impensable: estar por encima de rivalidades históricas, despertar simpatías inconfesables y provocarnos un tímido Síndrome de Estocolmo. Hay casos bastante claros como en su momento Puyol o ahora Modric. Son los jugadores que se parecen menos a los aficionados de un campo de fútbol. A veces ni siquiera parecen humanos. Reaccionan con elegancia a las provocaciones, se contienen cuando reciben faltas y son capaces de celebrar el gol de sus vidas con discreción.

No es el caso de futbolistas como Vinicius, delantero de excesos, que compite sin filtro y encuentra el motor de su juego en la rivalidad. En el Barça recordamos un caso muy parecido con Neymar. Son futbolistas que desquician a sus rivales porque compiten sin códigos. Su naturaleza al disfrute (un regate, una celebración poco corriente) hace más atractivo el fútbol, pero en la elección del momento hay también un mensaje. No es lo mismo un regate para adornarse que uno con un propósito. Y tampoco un baile con el rival goleado que en un momento decisivo.

Es probable que Vinicius haya crecido con otra cultura, pero también hay algo de empatía en respetar las convenciones de la cultura del país donde juegas. Todo ello contribuye a un trato visceral, no siempre justo, al delantero del Madrid, que también ha tenido que sufrir cánticos racistas.

Muchas veces el propio Vinicius está siendo el gran perjudicado. En su empeño por no ceder un milímetro acaba siendo uno de los jugadores más castigado por las faltas y más expuesto a lesionarse. Una situación que termina dando un vuelco perverso: el debate apunta más hacia el futbolista que recibe la falta que a quien comete la acción violenta.

 

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