Envuelta en la oscuridad de una habitación aislada del frío por abrigos de pelo que cuelgan de percheros portátiles, Oksana espera a la primera clienta del día en una calle sin luz de la Ucrania que resiste. En la misma acera, un rumor constante e inquieto rompe el silencio de una capital de retaguardia acostumbrada los últimos nueve meses a las incesantes sirenas antiaéreas. Ahora el ruido es otro y proviene de los generadores que no descansan ni de noche ni de día en las avenidas de Lviv.
Es lo que algunos mandatarios occidentales han calificado como segunda línea de batalla, desde que Vladímir Putin decidió doblegar al pueblo ucraniano haciéndolo sufrir. La realidad de un país que decide su destino en las trincheras, pero también en las urbes de una geografía golpeada a base de misiles y drones desde el mes de octubre con la intención de hacer sentir a la población los estragos del invierno bajo cero.
El riesgo de un desastre humanitario es alto si el país no es capaz de reparar las instalaciones –y defenderlas—mientras bajan las temperaturas. Un temor que transmitió el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, en un reciente discurso, pidiendo al pueblo “hacer cualquier cosa para sobrevivir este invierno“.
“Putin puede quitarnos la luz y matarnos, pero no ganará la guerra“, suspira Oksana con frío en las manos por la falta de calefacción. Una carencia abordada en Bucarest por los principales socios de la OTAN y que se ha buscado resolver con el envío de generadores y nuevas medidas económicas. La Administración estadounidense asegura haber presupuestado 1.100 millones para reforzar la red de energía ucraniana y la UE se ha comprometido a enviar otros 40 generadores capaces de abastecer a un centro hospitalario cada uno.
Sin aranceles y con subvenciones
Sin embargo, este tipo de paquetes, en los que España también ha participado con el compromiso de 14 nuevos aparatos, no llegan a los ciudadanos de a pie de un país de 40 millones de habitantes que entienden vital su resistencia para no forzar a Kiev a sentarse a negociar.
A Andrii le toca llenar con agua botellas de Coca-Cola en Ternópil para ducharse antes de ir a trabajar. Oleksandr se muda de Kiev con su mujer, su hija, el gato y dos loros para instalarse en la casa de sus padres en un pueblo a las afueras de la capital mucho más fácil de calentar que su piso kievita. Viktor y Alla apuran encender las velas por la tarde en Shevchenkove, confiando en que la luz volverá.
Alternativas adoptadas simultáneamente a las pequeñas medidas del Gobierno que buscan favorecer la reducción de consumo en la red nacional. La más evidente: eliminar los aranceles para la importación de generadores y financiar un porcentaje de la compra.
Sin embargo, no existe una regla común para el país y mientras que en regiones del norte, como Sumy, la subvención alcanza el 50% del coste de los generadores con un precio de hasta 50.000 grivnas (alrededor de 1.250 euros), en Lviv se mantiene el porcentaje, pero se fija el precio máximo en 30.000 (750 euros, aproximadamente).
El dinero tarda dos meses en llegar y las compras necesitan cumplir con una burocracia que no entiende de temperaturas. Pero la posibilidad de que el Gobierno acabe no pagando, no frena las ventas (multiplicadas por diez en las últimas semanas), especialmente cuando arrecia la nieve y las temperaturas bajo cero que marcan los termómetros en gran parte de Ucrania.
“En nuestra farmacia compramos el generador por 500 euros y la mitad los financió el Ayuntamiento, pero los costes se multiplican por la gasolina y nadie paga eso”, explica Maksym, un farmacéutico de una calle céntrica de Lviv.
Dennis, dependiente de un reseller de Apple, tiene una opinión similar. En su caso, utilizar tres horas el generador le supone un coste extra de cinco dólares diarios. “Los márgenes se reducen, pero sin electricidad no puedo vender”.
Imposible no odiar
Viktor no tuvo tanta suerte y a mediados de marzo la artillería rusa sepultó bajo las llamas su negocio de carpintería. Nacido en 1966, la nota que pedía a su abuela “cuidar de los más pequeños” es el único recuerdo vivo de un abuelo –purgado por la URSS— que no conoció. Creció en la pobre Ucrania rural y ahora reza por un hijo y yerno que se juegan la vida en las trincheras del Donbás.
Una vida condicionada de principio a fin por los deseos de un país vecino al que nunca llegó a perdonar y que necesitó varias décadas para dejar de odiar. Ahora, con un futuro desconocido, dice que “no hay ninguna manera de reparar el daño”, y ansía con fuerza una victoria que jamás aceptará parcial.
Y aunque los aliados han prometido continuar fielmente a su lado, la ayuda que necesita Ucrania excede lo armamentístico. Según el Instituto por la Paz de Estados Unidos, Ucrania acumula un déficit de 5.000 millones mensuales en los presupuestos, sin incluir lo militar. Para final de año se espera ya que la deuda pública ascienda del 50% al 95% del PIB.
Conscientes de un posible abandono, el pueblo empuja a unas fuerzas armadas que aspiran a avanzar en invierno y Putin fracasa al confiar en el agotamiento de una sociedad que comprendió hace tiempo que luchar es la única salida.
Son muchas mentiras rusas desde 2014, muchos muertos. Demasiados entierros cantando el himno nacional que confía en el cambio de fortuna. “A veces nos quejamos del frío”, confiesa Kateryna Kondratenko, de 71 años, “entonces mi hija me recuerda que peor están en el frente”. Soldados sin uniforme en una Ucrania con muchos frentes alejados de la trinchera.