Recién llegado del verano austral (en Uruguay le dieron el premio Mario Benedetti, el poeta al que cantó El sur también existe), Joan Manuel Serrat aterrizó este miércoles por la noche en el Wizink Center de Madrid como si estuviera en un estadio de antiguos compañeros de noches y olvidos. Agradecido de que le hubieran esperado otras veces y ahora se resignen a que ésta sea la última (en Madrid le quedan tres sesiones, en Barcelona dos, en diciembre) vez que lo ven cantando en un escenario, cantó todo lo que esperaba el auditorio, entregado desde el primer minuto, que fue exactamente a las nueve de la noche.
Había gente de su edad (a punto de los 79 años, que caen a finales de este mes), embarazadas, jóvenes, ministros, profesionales, todos ayudándole a interpretar canciones que parecen ahora la historia natural de un tiempo y de un país. Algunos con sus abuelos o con sus padres buscaban en la voz de Serrat la afirmación de que gracias al Noi del Poble Sec compartían no edad sino canciones o lo que éstas les explican del pasado perfecto de una voz que no tiene olvido.
Los aplausos fueron como bendiciones compartidas que, de su mano, devolvieron figuras como las de Antonio Machado o Miguel Hernández o la de su propio abuelo, El Furo, asesinado por Franco y perdido su rastro en un barranco que ya no tiene ni hierba. La escarcha del poeta de Orihuela sonó en el Wizink como si Serrat la hubiera sacado por primera vez a la superficie de un país en el que abuelo fue parte de un porvenir destrozado que aun tiene fulgores tristes en las cunetas.
Con camisa marrón, acompañado de sus músicos de siempre (Ricard Miralles, al piano, con sus manos que no envejecen, y lleva toda la vida con Serrat), sonó el Nano con una precisión entusiasta. Parecía que reverdecía canciones para que nadie se olvidara, en las noches y los días que les quedan a las distintas generaciones de sus oyentes, de que alguna vez con él “fuimos felices”, como dicen sus propios versos. Se presentó anunciando besos y abrazos, “los labios repartiendo besos”. No hubo otra reivindicación que la de las palabras y la música, que le abrieron el alma a una canción que la gente esperaba, de nuevo, como si fuera nueva, Para la libertad… “Como las azucenas”.
Puntual, la luz sobre los músicos, el mito mayor de la canción de autor de las lenguas españolas, tuvo tiempo para el humor y el cotilleo, la picardía, que comenzó “despidiéndome de una ciudad que tanto amor y complicidad” le ha regalado. “¡Te queremos!”, le respondió la voz del graderío, que volvió a responderle así cuando él evocó su infancia marinera en el Poble Sec. La autobiografía abundó, la madre, el padre, aquel abuelo asesinado… Sus personajes (“los personajes no envejecen”) que siguen tan vivos como el Mediterráneo que le dio carta de navegación en un historial de canciones que tienen su centro estético y poético más potente en esa melodía que parece un certificado de nacimiento de una legión de seguidores: “Por la mañana rocío, al mediodía calor…”.
Ningún titubeo en un recital que parecía más que un testamento un estreno, en la que el amor (“la mujer que yo quiero no necesita”) y otras confidencias rejuvenecen una memoria que ha querido despedirse antes de que lo que ocurrió, y ocurre, sea una reliquia. Rejuvenecen a Serrat sus oyentes, y esa sensación de novedad estaba anoche en las voces que lo siguieron con los labios quedos, musitando canciones que ahora, cuando se asoman al pasado, parecen recién sacadas de la imaginación del poeta.
Cantó e hizo chistes, el Noi del Poble Sec parecía un chico de barrio trayendo a colación a reyes recientes (la Reina de Inglaterra, el antiguo Rey de España) y a sus descendientes; fue chistoso y sentimental, como si estuviera en una mesa de amigos en los que estuvieran presentes mitos de su tiempo, como Rafael Azcona o Manuel Vicent, subiéndose a un carrusel o desmintiendo que algunas de sus canciones (Tablao flamenco) tuvieran una raíz real, o al menos tan real como la soledad que queda en el manojito de escarchas… “Ay mi amor, sin ti no entiendo el despertar”.
El público estaba entregado. Al lado del periodista estaba el actor Jacobo Dicenta, cincuenta años, ahora del elenco de Los Santos Inocentes en el teatro, con su compañero de reparto Fernando Huesca; detrás, la periodista Almudena Ariza (¡se sabe y canta todas las canciones!); por allí andaban poetas como Rozalén, Luis García Montero o Chus Visor; ministros, como el de Agricultura, Luis Planas, o el de Presidencia, Félix Bolaños, otras personalidades como Gregorio Marañón, y un sinfín de otros rostros que hicieron multitud…
Descendientes de la Nova Cançó, de la generación del 68 o colegas que ahora peinan menos de treinta años, escuchando a un inmortal cuyas letras parecen parte de una parranda que no tiene fin, aunque esta noche el parrandero mayor empezara a decir, definitivamente, adiós. “Tu nombre”, claro, “me sabe a hierba”. Esa fue una apoteosis.