Navidades trágicas: una historia digna de la reina del misterio, Agatha Christie

Primera parte

(22 de diciembre)

I

Stephen se levantó el cuello de su abrigo mientras avanzaba apresuradamente por el andén. Una tenue niebla llenaba la estación. Enormes locomotoras resoplaban lanzando al aire nubes de vapor. Todo estaba sucio y humoso.

Stephen pensó con repugnancia:

«¡Qué país más asqueroso! ¡Qué ciudad más sucia!»

Habíase desvanecido su primera impresión ante las tiendas de Londres, ante sus restaurantes, sus bien vestidas y atractivas mujeres. Ahora lo veía como una reluciente aguamarina engarzada en un aro de plomo.

Si ahora estuviese en África del Sur… Le invadió una súbita e intensa añoranza. Sol, cielos azules, jardines de flores azules, blancas, amarillas, creciendo profusamente por todos los lados.

En cambio, aquí, barro, suciedad y masas inacabables de gente en continuo movimiento y lucha. Atareadas hormigas moviéndose afanosas alrededor de su hormiguero.

Por un momento pensó:

«¡Ojalá no hubiese venido!»

Luego recordó sus propósitos y sus labios se cerraron en una fina línea. No. Tenía que seguir adelante. Durante años había proyectado aquello. Siempre pensó hacer lo que iba a realizar ahora. ¡Sí, tenía forzosamente que seguir adelante!

Aquella súbita indecisión, aquel preguntarse: «¿Para qué?

¿Vale realmente la pena? ¿Por qué escarbar en el pasado? ¿Por qué no dejarlo correr?», todo eso era solamente debilidad. No era ya un hombre para desechar sus propósitos por el capricho de un momento. Tenía cuarenta años, se sentía seguro de sí mismo. Llegaría hasta el fin. Realizaría aquello que le hizo venir expresamente a Inglaterra.

Subió al tren y avanzó por el pasillo en busca de un asiento.

Había rechazado la ayuda de un mozo y llevaba él mismo su maleta de piel. Fue recorriendo vagón tras vagón. El tren estaba lleno. Faltaban sólo tres días para Navidad. Stephen Farr contemplaba, disgustado, los rebosantes vagones.

¡Gente! ¡Gente por doquier! Y todo el mundo con un aspecto igual, horriblemente igual. Los que no tenían cara de cordero tenían cara de conejo, pensó. Algunos runruneaban y resoplaban. Otros, sobre todo hombres de mediana edad, gruñían como cerdos. Hasta en las muchachas delgadas, rostros ovalados, labios rojos, había una depresiva uniformidad.

Con súbita añoranza recordó el amplio edlt, tostado por el sol, vacío de gente…

Y de pronto contuvo el aliento. Acababa de entrar en otro vagón. Aquella muchacha era distinta. Cabello negro, marfileña palidez, ojos con la profundidad y las tinieblas de la noche en ellos. Los tristes y orgullosos ojos del sur… El que aquella mujercita estuviera sentada en aquel tren, entre aquella gente opaca e impersonal, obedecía a algún inexplicable error. No podía ser que viajará en dirección a las Midlands. Su puesto estaba en un balcón, jugueteando con una rosa o un clavel, y a su alrededor el ambiente debía estar cargado de polvo, de calor y olor de sangre y de arena. Tenía que estar en algún sitio espléndido, no hundida en un vagón de tercera clase.

Era un hombre observador. Por ello no dejó de notar el mal estado del negro abrigo de la joven, lo barato de sus guantes, los sencillos zapatos y la chillona nota de un bolso rojo llama. Y, sin embargo, en aquella muchacha había esplendor, finura, exotismo.

¿Qué diablos hacía en aquella tierra de nieblas, frías e industriosas y presurosas hormigas?

«Tengo que enterarme de quién es y de lo que hace aquí –pensó––. Tengo que enterarme.»

“Navidades Trágicas”, de Agatha Christie, integra la nueva biblioteca que Planeta publica de la reina del misterio en un sello Booket

II

Pilar estaba sentada junto a la ventanilla pensando qué extraño huelen los ingleses… La diferencia de olores fue lo que más le sorprendió de Inglaterra. No se notaba olor a polvo ni a flores. En aquel vagón los olores eran fríos. Olor a azufre y sulfuro, propio del tren. El olor a jabón y a otra cosa desagradable provenía del cuello de pieles de una mujer que se sentaba cerca de ella.

Sonó un silbato y una voz estentórea gritó algo. El tren se puso en movimiento, saliendo lentamente de la estación. Ya se habían puesto en marcha. Pilar estaba en camino…

El corazón le latió algo más deprisa. ¿Saldría todo bien? ¿Podría realizar lo que había decidido hacer? Seguramente. Lo tenía todo muy bien proyectado.

Pilar curvó hacia arriba sus rojos labios que, de pronto, reflejaban una fría crueldad.

Miró a su alrededor con la curiosidad de un niño. Había siete personas en su mismo compartimiento. ¡Qué extraños eran los ingleses! Todos parecían ricos, prósperos, en sus ropas, sus zapatos. Indudablemente, Inglaterra era una nación rica. Pero en cambio, allí nadie parecía contento.

De pie en el pasillo se veía a un hombre bastante atractivo. A Pilar le pareció muy atractivo. Le atraía su rostro bronceado, su nariz aguileña y sus amplios hombros. Más rápida de comprensión que cualquier muchacha inglesa, Pilar se había dado cuenta de que aquel hombre la admiraba. No la había mirado fijamente, pero sabía muy bien las veces que él le había dirigido la vista y cómo la había mirado…

Anotó este hecho sin gran interés ni emoción. Venía de un país donde los hombres miraban a las mujeres como la cosa más natural del mundo y no tratan de disimularlo. Le preguntó si era un inglés y decidió que no.

«Está demasiado lleno de vida para ser un inglés ––se dijo––.

Y, sin embargo, es rubio. Puede que sea estadounidense.» Un empleado del tren pasó por el pasillo anunciando:

––El almuerzo está servido. Los que tengan sus puestos reservados que se sirvan pasar al coche restaurante.

Los siete ocupantes del compartimiento de Pilar tenían boletos para el primer turno. Se levantaron a la vez y el compartimiento quedó, de súbito, vacío y apacible.

Pilar se apresuró a cerrar del todo la ventanilla, que una dama de aspecto belicoso había abierto un par de centímetros. Luego se recostó cómodamente en su asiento y dejó vagar la mirada por el paisaje, compuesto por los suburbios del norte de Londres. Al oír que se cerraba la puerta del compartimiento no volvió la cabeza. Era el hombre del pasillo, y Pilar sabía perfectamente que entraba para hablar con ella.

––¿Quiere que abra la ventanilla? ––preguntó Stephen Farr.

––Al contrario. He sido yo quien la ha cerrado. Durante la pausa que siguió, Stephen pensó: «Una voz cálida, llena de sol… Es cálida como una noche de verano…»

Pilar pensó:

«Me gusta su voz. Es llena y fuerte. Es atractivo, sí, muy atractivo.»

Stephen dijo:

––El tren va muy lleno.

––¡Oh, sí! La gente huye de Londres. Debe de ser porque allí todo es negro.

A Pilar no se la había educado con la convicción de que es un crimen hablar con desconocidos. Sabía cuidar de sí misma tan bien o mejor que cualquier otra muchacha, y no tenía ningún rígido tabú.

Si Stephen se hubiera educado en Inglaterra, se habría sentido confuso al hablar con una joven a quien no había sido presentado. Pero Stephen era un hombre sencillo y creía que no era pecado hablar con aquellos que le resultaban simpáticos.

Sonrió sin ningún orgullo y dijo:

––Londres es un lugar terrible, ¿no?

––¡Oh, sí! No me gusta nada.

––Ni a mí.

––Usted no es inglés, ¿verdad? ––preguntó Pilar.

––Soy súbdito británico, pero vengo de África del Sur.

––Eso lo explica todo.

––¿Y usted viene del extranjero?

––Sí, de España.

––¿De España? ¿Es usted española?

––Medio española nada más. Mi madre era inglesa. Por eso hablo tan bien el inglés.

––¿Y qué hay de la guerra?

––¡Es horrible! Se ha destrozado mucho y ha muerto un sinfín de gente.

––¿Ha estado cerca de alguna batalla?

––No, pero al marchar hacia la frontera fuimos bombardeados por un avión. Mataron al chofer del auto en que yo iba.

Stephen la observaba atentamente.

––¿Se asustó mucho?

Pilar levantó hacia él los ojos.

––Todos tenemos que morir, ¿no es eso? Por lo tanto igual da que baje silbando del cielo como que llegue de la tierra. Se vive algún tiempo, pero después hay que morir forzosamente. Siempre ha ocurrido así en este mundo.

Stephen Farr se echó a reír.

––Usted no debe de perdonar a sus enemigos, ¿verdad, señorita?

––No tengo enemigos, pero si los tuviera…

––¿Qué haría usted?

––Pues si tuviera un enemigo ––respondió serenamente Pilar––, si alguien me odiara y yo le odiase…, pues le mataría.

La respuesta fue pronunciada con tal dureza que Stephen Farr quedó desconcertado.

––Es usted una muchacha muy sanguinaria, señorita.

––¿Qué es lo que le haría usted a un enemigo? ––preguntó a su vez Pilar.

––No sé. En realidad no lo sé.

––Tiene usted que saberlo.

Stephen contuvo la risa y en voz muy baja contestó:

––Sí, en realidad sí lo sé.

Luego, cambiando apresuradamente de tema, inquirió:

––¿Cómo es que ha venido usted a Inglaterra?

––He venido a quedarme con mis parientes ingleses.

––Ya comprendo ––replicó Stephen, echándose hacia atrás, preguntándose cuál sería la impresión de los parientes de la joven cuando la vieran llegar para Navidad.

––¿Es bonito África del Sur? ––inquirió Pilar.

Stephen se puso a hablarle de su país. La joven le escuchaba con la atención de una chiquilla a la que le narran un cuento bonito.

El regreso de los ocupantes del compartimiento puso fin a la conversación. Stephen se puso en pie y despidiéndose con una amplia sonrisa encaminose hacia el pasillo. Al llegar a la puerta tuvo que detenerse un momento para dejar paso a una anciana. Su mirada se posó entonces en el equipaje de Pilar. Leyó con interés el nombre de Pilar Estravados. Pero al fijarse en la dirección, sus ojos se desorbitaron incrédulamente: «Gorston Hall, Longdale, Ardlesfield».

Se volvió a medias, mirando a la muchacha con una nueva expresión: desconcierto, resentimiento, sospecha… Salió al pasillo y permaneció allí fumando un cigarrillo con el ceño fruncido.

Agatha Christie (CC/)

III

En el enorme salón azul y oro de Gorston Hall, Alfred Lee y Lydia, su esposa, estaban haciendo proyectos para Navidad. Alfred era de estatura más bien baja, casi cuadrado, de mediana

edad, rostro amable y ojos castaño claro. Al hablar levantaba poco la voz y procuraba modular con la mayor claridad. Tenía la cabeza hundida entre los hombros y daba una curiosa impresión de inercia… Lydia, su esposa, era una mujer muy enérgica. Estaba asombrosamente delgada y se movía con centelleante agilidad. Su rostro carecía de belleza, pero tenía distinción. Su voz era encantadora.

Alfred decía:

––¡Papá insiste en ello! No puede hacerse otra cosa. Lydia dominó un ademán de impaciencia.

––¿Es que siempre has de hacer lo que él quiera?

––Es muy viejo…

––¡Ya lo sé, ya lo sé!

––Quiere que todo se haga como a él le gusta.

––Es natural, puesto que siempre ha sido así ––replicó con sequedad Lydia––. Pero un día u otro tendrás que imponerte, Alfred.

––¿Qué quieres decir, Lydia?

La miró tan evidentemente inquieto y sobresaltado que, por un momento, Lydia se mordió los labios y pareció dudar de si debía seguir hablando.

Alfred Lee repitió:

––¿Qué quieres decir, Lydia?

La mujer se encogió de hombros y eligiendo cuidadosamente las palabras dijo:

––Tu padre se siente muy inclinado a la tiranía.

––Es viejo.

––Y se hará cada vez más. Y por lo tanto más tiránico. ¿Cómo acabaremos? Por ahora gobierna según le place nuestras vidas. No podemos forjar ningún plan a nuestro gusto. Si lo hacemos, se enferma.

––Piensa que es muy bueno con nosotros.

––¿Bueno con nosotros?

––Sí, muy bueno, recuérdalo ––declaró con cierta dureza Alfred.

––¿Quieres decir monetariamente?

–-Sí. Sus necesidades son muy reducidas y sencillas. Sin embargo, nunca nos ha regateado ni un céntimo. Puedes gastar lo que quieras en trajes y en esta casa, y todas las facturas son pagadas sin protesta alguna. Sin ir más lejos, la semana pasada nos regaló un auto nuevo.

––Reconozco que en lo que hace referencia al dinero, tu padre es muy generoso ––declaró Lydia––. Pero en cambio quiere que seamos como esclavos suyos sin ninguna réplica.

––¿Esclavos?

––Sí, ésa es la palabra. Tú eres su esclavo, Alfred. Si hemos decidido salir y a tu padre se le ocurre de pronto desear que no nos marchemos, anulas la salida y te quedas en casa sin la menor protesta… No tenemos vida propia…

Alfred Lee replicó, muy disgustado:

––Quisiera que no hablases así, Lydia. Te muestras muy ingrata. Mi padre ha hecho siempre mucho por nosotros.

Lydia tuvo que morderse los labios para retener la respuesta que estaba a punto de soltar. Encogiose de nuevo de hombros.

––Sabes muy bien que mi padre siente una gran simpatía hacia ti, Lydia.

––Pues yo no puedo decir lo mismo respecto de él ––replicó claramente la mujer.

––Me duele oírte hablar así. Es de lamentar escuchar esas palabras en tus labios.

––Es posible, pero a veces una tiene la necesidad de decir la verdad.

––Si papá sospechara…

––Tu padre sabe muy bien que yo no le quiero. Creo que eso le divierte.

––Realmente, Lydia, creo que en eso estás equivocada. Muchas veces me ha hablado de lo bien que te portas con él.

––Es natural. Siempre he procurado ser cortés. Y lo seguiré siendo. Ahora sólo se trata de que sepas cuál es mi manera de pensar y sentir con respecto a tu padre. Me es antipático. Lo considero un tirano. Te trata como a un muñeco y luego se ríe de tu cariño hacia él. Ya debieras haberte impuesto hace años.

––Está bien, Lydia, no hables más. La mujer suspiró.

–-Lo siento. Puede que me equivoque… Hablemos de los invitados de Navidad. ¿Crees que tu hermano David querrá venir?

––¿Por qué no?

Lydia movió dubitativamente la cabeza.

––David es un chico muy raro. Hace años que no ha entrado en esta casa. Quería mucho a su madre y no le gusta visitar esta casa.

––David siempre atacó los nervios de papá con su música y sus sueños. A veces puede que papá fuera un poco duro con él. De todas formas, creo que David e Hilda no se negarán a venir. Será Navidad.

––Paz y buena voluntad ––declaró Lydia, curvando irónica-

mente los labios––. Ya veremos, George y Magdalene vendrán. Puede que lleguen mañana. Me temo que Magdalene se aburra mucho.

Alfred declaró con cierto disgusto:

––Nunca he podido comprender por qué mi hermano George se casó con una mujer veinte años más joven que él. Claro que siempre fue un loco.

––Pues en su carrera ha tenido mucho éxito ––declaró Lyia––. Sus electores le aprecian. Creo que Magdalene le ayuda mucho en su carrera política.

––No me es nada simpática ––murmuró Alfred––. Es muy guapa, pero nunca me he fiado mucho de las apariencias. Es como una de esas perras que parecen de cera…

––Y por dentro son malas, ¿no? ––sonrió Lydia––. ¡Resulta cómico que hables así, Alfred!

––¿Por qué?

––Porque generalmente eres un hombre muy bueno. No dices nada malo de nadie. A veces hasta siento rabia de que no seas desconfiado. El mundo es malo.

––Siempre he creído que el mundo es tal como uno lo hace ––sonrió Alfred.

––No. El mal no está sólo en nuestro pensamiento. El mal existe… Tú pareces no darte cuenta de su realidad. Yo sí. Siempre lo he notado en esta casa… ––Lydia se mordió los labios y se alejó.

––¡Lydia! ––la llamó su marido.

Pero ella levantó una mano y sus ojos señalaron algo que estaba detrás de Alfred.

Éste se volvió, descubriendo a un hombre moreno, de rostro bondadoso, que estaba de pie junto a la puerta, deferentemente inclinado.

––¿Qué pasa, Horbury? ––preguntó Lydia.

––Míster Lee, madame ––replicó en voz baja Horbury––. Me ha encargado que le avise a usted de que habrá dos invitados más para Navidad. Desea que usted haga preparar sus habitaciones.

––¿Dos individuos más? ––replicó Lydia.

––Sí, señora. Otro caballero y una joven.

––¿Una joven? ––preguntó, extrañado, Alfred.

––Sí, señor. Eso fue lo que dijo míster Lee.

––Subiré a verle… ––empezó Lydia.

Horbury hizo un ligerísimo movimiento, pero fue suficiente para detener a Lydia.

––Perdone la señora, pero mister Lee está durmiendo la siesta. Encargó que no se le molestase.

––Perfectamente ––dijo Alfred––. No le despertaremos.

––Muchas gracias, señor. ––Y Horbury se retiró.

––¡Cómo odio a ese hombre! ––exclamó Lydia––. Va de un lado a otro de la casa como un gato. Una nunca le oye llegar o marcharse.

––A mí tampoco me es simpático. Pero sabe bien su oficio. No es fácil conseguir un buen ayuda de cámara. Y lo más importante es que a papá le gusta.

––Sí, es verdad, eso es lo más importante, Alfred. Y, a propósito, ¿qué joven es ésa?

––No lo sé. No recuerdo a ninguna.

Los esposos se miraron. Luego Lydia dijo, con una leve contracción de su expresiva boca:

––¿Sabes lo que estoy pensando, Alfred?

––¿Qué?

––Creo que últimamente tu padre se ha estado aburriendo. Me imagino que se está preparando una divertida fiesta de Navidad.

––¿Presentando a dos desconocidos al círculo de la familia?

––No conozco los detalles, pero me parece que tu padre prepara algo para divertirse.

––Ojalá encuentre algún placer en hacerlo ––declaró gravemente Alfred––. Comprendo lo que debe sufrir el pobre, con una pierna inmovilizada, después de la vida tan agitada que ha llevado.

––Sí, muy agitada ––repitió Lydia, dando una oscura significación a las palabras.

Alfred debió de entenderla, pues enrojeció intensamente.

––¡No comprendo cómo ha podido tener un hijo como tú!

––exclamó Lydia––. Sois los dos polos opuestos. Y él te domina… y tú le adoras.

––Me parece que vas demasiado lejos, Lydia ––dijo Alfred, algo vejado––. Me parece muy natural que un hijo quiera a su padre. Lo extraño sería que no lo quisiera.

––En ese caso, la mayoría de los miembros de esta familia son extraordinarios ––sonrió Lydia––. ¡Oh, no discutamos! Perdóna me. Ya sé que he herido tus sentimientos. Créeme, Alfred, no pensaba decir eso. Te admiro enormemente por tu fidelidad. La lealtad es una virtud muy rara en estos tiempos. Puede que esté celosa. Si las mujeres sienten celos de sus suegras, ¿por qué no han de tenerlos de sus suegros?

––Te domina la lengua, Lydia. No tienes ningún motivo para estar celosa.

Lydia le dio un beso en la oreja.

––Ya lo sé, Alfred. Además, no creo que hubiese sentido celos de tu madre. Me gustaría haberla conocido.

––Fue una pobre criatura ––dijo. Su mujer le miró extrañada.

––¿Es ésa la manera más natural de mencionarla? ¿Una pobre criatura? Muy interesante…

Con la mirada vaga, Alfred siguió:

––Siempre estaba enferma… A veces recuerdo que lloraba…

––Movió la cabeza––. No tenía espíritu.

––Qué raro…

Pero cuando Alfred se volvió para inquirir el significado de estas palabras, Lydia movió la cabeza y, cambiando de conversación, dijo:

––Puesto que no tenemos derecho a saber quiénes son esos inesperados huéspedes, iré a terminar con mi jardín.

––Hace mucho frío. El viento es helado…

––Ya me abrigaré.

Lydia salió del cuarto. Al quedarse solo, Alfred Lee permaneció un momento inmóvil, frunciendo el ceño. Luego se dirigió a la gran ventana del final de la estancia. Fuera, una terraza rodeaba casi toda la casa. Al cabo de unos minutos vio salir por ella a Lydia con un cesto plano. Llevaba un grueso abrigo. Dejó el cesto en el suelo y se puso a trabajar en un sumidero de piedra, cuyos bordes sobresalían ligeramente del suelo.

Su marido la observó durante algún tiempo. Por fin abandonó la habitación, se puso un abrigo y salió a la terraza por una puerta lateral. Mientras avanzaba por allí pasó junto a otros sumideros convertidos en minúsculos jardines, producto todo ello de los ágiles dedos de Lydia.

Uno figuraba una escena de desierto con amarillenta arena, un pequeño macizo de palmeras de hojalata pintada, y una procesión de camellos con dos o tres figurillas árabes. Algunas chozas de barro, estilo primitivo, habían sido hechas de plastilina. Había también un jardín italiano, con terrazas y muchas flores de cera. Otro de los jardincitos era un paisaje ártico, con trozos de grueso cristal verde, que hacían las veces de iceberg, y un grupo de pingüinos. A continuación venía un jardín japonés, con unos arbolillos floridos, un espejo que servía de agua, sobre el cual veíanse extendidos unos puentes de plastilina.

Por fin llegó al sumidero donde estaba trabajando su esposa. Lydia había extendido una hoja de papel azul que cubría con un vidrio. Alrededor se amontonaban las rocas En aquel momento, Lydia estaba sacando piedrecillas de una bolsa y colocándolas de forma que pareciesen la arena de una playa. Entre las piedras había pequeños cactos.

––Eso es ––decía Lydia––. Así me lo imagino…

––¿Cuál es tu última obra de arte? ––preguntó Alfred. Lydia se sobresaltó, pues no le había oído llegar.

––¿Esto? Es el mar Muerto. ¿Te gusta?

––Un poco árido, ¿no? Tendría que haber algo más de vegetación.

Su mujer movió negativamente la cabeza.

––Ésa es la idea que me he forjado del mar Muerto. Está muerto, ¿comprendes?

––No es bonito como los otros.

––No pretendo que sea bonito.

Se oyeron pasos en la terraza. Un viejo criado de cabellos blancos, ligeramente inclinado hacia delante, avanzaba hacia ellos.

––La esposa de míster George Lee está al teléfono, señora. Pregunta si hay algún inconveniente en que ella y míster George lleguen mañana a las cinco y veinte.

––Ninguno. Dígale que pueden venir a esa hora.

––Muy bien, señora.

El criado se alejó. Lydia le vio alejarse. La expresión de su rostro se había suavizado.

––El bueno de Tressilian. ¡Qué ayuda es para nosotros! No sé lo que haríamos sin él.

Alfred se mostró de acuerdo.

––Pertenece a la vieja escuela. Hace casi cuarenta años que está con nosotros. Nos profesa verdadera y desinteresada devoción.

––Sí, es como los fieles mayordomos de las novelas. Creo que se dejaría matar con tal de poder proteger a la familia.

––Sí, creo que sí ––murmuró Alfred. Lydia terminó de arreglar el jardín.

––¡Ya está todo preparado! ––dijo.

––¿Preparado? ––Alfred no pareció comprender.

––Para Navidad, tonto. Para esa sentimental Navidad familiar que vamos a disfrutar.

Por corrección política, le cambian el título a la novela más vendida de Agatha Christie

IV

David estaba leyendo la carta. Al fin hizo una bola con ella y la tiró lejos de sí. Después, alcanzándola, la alisó y volvió a leerla.

Inmóvil, sin pronunciar ni una sola palabra, Hilda, su mujer, le observaba. Había notado el temblor de los músculos faciales de su marido y los movimientos espasmódicos de todo su cuerpo. Cuando David hubo apartado de la frente el mechón de cabellos que siempre tendía a caer sobre ella, y levantando la cabeza la miró, la mujer estaba ya preparada.

––¿Qué debemos hacer, Hilda?

Hilda vaciló un momento antes de contestar. Había notado la súplica que vibraba en su voz. Sabía lo mucho que él confiaba en ella. Siempre había dependido de ella, desde su matrimonio. Sabía que podría influir de una manera decisiva en la determinación que tomara. Pero, por eso mismo, procuró no decir nada definitivo.

Con voz serena y tranquilizadora, como la de una madre, replicó:

––Todo depende de tus sentimientos, David.

Hilda era más bien gruesa. No era hermosa, pero poseía cierto don magnético. Había en ella algo de cuadro holandés. Su voz era cálida y alentadora. Su vitalidad era intensa… Esa vitalidad que tanto atrae a los débiles. Una mujer gorda, de mediana edad, no muy lista ni muy inteligente, pero con algo que no podía pasar inadvertido. ¡Fuerza! ¡Hilda Lee tenía fuerza! ¡Sí, completa!

David se levantó y comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación. En su cabellera casi no se advertía ninguna hebra gris. Su aspecto era extraordinariamente juvenil. Su rostro recordaba el de los caballeros de Bourne Jones. Tenía algo de irreal.

––Ya debías de conocer mis sentimientos, Hilda ––replicó al fin.

––No estoy segura.

––Pero te lo he dicho… ¡Te lo he dicho muchas veces! ¡Sabes cómo los odio a todos, a la casa, al campo de los alrededores… a todo! Sólo me recuerda dolores. ¡Odio hasta el último momento que pasé allí! ¡Cuando pienso en ello, en todo lo que llegó a sufrir mi madre…!

Hilda sonrió tristemente.

––Era tan buena y tan paciente, Hilda. Siempre en la cama, tan paciente… Pero soportándolo todo, aguantando… ¡Y cuando pienso en mi padre! ––Su rostro se ensombreció––. Él fue el

causante de tanto dolor. La humilló, vanagloriándose ante ella de sus líos amorosos, siéndole siempre infiel y siempre ocupándose de no ocultarlo.

––No debía haberlo soportado ––dijo Hilda––. Debió abandonarlo.

––Era demasiado buena para hacer eso ––replicó con acento de reproche David––. Creía que su deber era seguir allí. Además, era su hogar. ¿Adónde hubiese ido?

––Pudo haberse forjado una nueva vida.

––En aquellos tiempos no podía hacerse una cosa así. Tú no comprendes. Las mujeres no se portaban de esa forma. Soportaban la infidelidad. Tenía que pensar en nosotros. Si se hubiera divorciado de mi padre, ¿qué hubiese sucedido? Probablemente él se hubiera vuelto a casar. Hubiera habido una segunda familia. Nuestros intereses se hubieran ido al diablo. Tenía que pensar en todo ello.

Hilda no replicó, y David siguió:

––No; hizo bien. Era una santa. Aguantó hasta el fin sin quejarse.

––No tan sin quejarse, pues entonces tú no hubieras sabido tanto de lo que pasaba, David ––dijo Hilda.

––Sí, me contó algo… sabía lo mucho que yo la quería. Cuándo murió…

Se interrumpió, pasándose las manos por los cabellos.

––¡Hilda, fue horrible! ¡Qué desolación! Era aún joven. No tenía que haber muerto. ¡Mi padre la mató! Él fue el responsable de su muerte. Le destrozó el corazón. Decidí no vivir más bajo el mismo techo que él. Me marché. Huí de todo ello.

––Hiciste muy bien ––aprobó Hilda––. Era lo que debías hacer.

––Mi padre quería que trabajase con él ––siguió David––. Eso hubiera significado vivir en su casa. No lo habría soportado. No comprendo cómo Alfred lo aguanta… cómo lo ha aguantado tanto tiempo.

––¿No se ha rebelado nunca contra él? –preguntó con interés Hilda––. Creo que me explicaste algo acerca de que dejé otra carrera.

David movió afirmativamente la cabeza.

––Alfred tenía que ingresar en el Ejército. Mi padre lo arregló todo. Alfred, el mayor de los hermanos, debía ingresar en un regimiento de caballería. Harry y yo teníamos que trabajar en la oficina. George tenía que dedicarse a la política.

––¿Y no fue así?

David movió negativamente la cabeza.

––Harry lo estropeó todo. Tenía un temperamento salvaje. Se metió en deudas y en toda clase de disgustos. Por fin, un día se escapó con varios centenares de libras que no le pertenecían, dejando una nota en la que afirmaba que el trabajar en una oficina no había sido hecho para él y que se iba a correr mundo.

––¿Y no habéis vuelto a saber de él? David se echó a reír.

––¡Ya lo creo! ¡Y muy a menudo! Siempre estaba cablegrafiando pedidos de dinero desde todos los puntos del globo. Corrientemente lo conseguía.

––¿Y Alfred?

––Mi padre le hizo abandonar el Ejército y meterse en la oficina.

––¿Le disgustó?

–-Al principio, mucho. Odiaba aquel trabajo. Pero papá siempre ha podido hacer con Alfred lo que le ha dado la gana. Supongo que debe de seguir siendo su muñeco.

––¡Y tú te escapaste! ––sonrió Hilda.

–-Sí. Fui a Londres y estudié pintura. Mi padre me dijo claramente que si cometía una locura semejante me otorgaría una renta mientras él viviera y luego, al morir, no me dejaría nada. Le contesté que no me importaba. Me llamó idiota y muchas cosas más. No le he vuelto a ver desde entonces.

––¿Y no te has arrepentido?

––No. Comprendo que con mi arte no llegaré nunca a ningún sitio. Jamás seré un gran artista, pero en esta casita somos felices, no nos falta lo necesario. Y si muero tengo para ti un seguro de vida.

Hizo una pausa, y añadió, golpeando la carta con la mano.

––¡Y ahora esto!

––Lamento que tu padre te haya escrito, puesto que te trastorna tanto.

David continuó, como si no la hubiera oído:

––Pidiéndome que lleve a mi mujer a pasar con ellos la Navidad; y expresando su esperanza de que estemos todos reunidos, formando una familia bien unida. ¿Qué pretenderá? No lo entiendo.

––¿Es que no está claro? ––inquirió Hilda––. Tu padre se hace viejo. Empieza a ponerse sentimental con respecto a la familia. Eso les pasa a muchos.

––Puede que sí.

––Es viejo y está solo.

––Quieres que vaya, ¿verdad, Hilda?

––Sería cruel no acudir a su llamada ––replicó con lentitud Hilda––. Tal vez sea una mujer anticuada, mas ¿por qué no tener paz y buena voluntad en las Navidades?

––¿Después de todo cuanto te he contado?

––Ya lo sé. Pero eso pertenece al pasado. Pasó hace mucho tiempo. Se ha olvidado ya.

––Yo no.

––Porque tú no quieres que se olvide. Mantienes el pasado vivo en tu imaginación.

––No puedo olvidar.

––No quieres.

––Los Lee somos así. Recordamos las cosas durante años enteros, meditamos sobre ellas, mantenemos latentes los recuerdos.

Algo impaciente, Hilda replicó:

––¿Y eso es algo digno de orgullo? ¡Yo no lo creo! David miró pensativamente a su mujer.

––Por lo visto, tú no conceden gran valor a la lealtad… a la lealtad de un recuerdo.

––Creo en el presente ––contestó Hilda––. No en el pasado. El pasado debe olvidarse. Si tratamos de mantener vivo el pasado, acabamos desfigurándolo. Lo vemos en términos exagerados, desde una falsa perspectiva.

––Puedo recordar perfectamente todos los incidentes y palabras de aquellos días ––declaró David con pasión.

––Sí, pero no debieras recordarlos. No es natural. Estás aplicando a aquellos días el juicio de un niño, en vez de mirarlos con los ojos de un hombre.

––¿Y qué diferencia puede haber? ––preguntó David.

Hilda vaciló. Se daba cuenta de que sería un error seguir adelante y, sin embargo, había cosas que deseaba con toda su alma decir.

––Creo que ves a tu padre como a un ser diabólico ––dijo––. Le conviertes en la personificación del mal. Probablemente, si le vieras ahora te darías cuenta de que es un hombre como los demás; un hombre que tal vez se dejó arrastrar por sus pasiones, un hombre cuya vida no está libre de crítica, pero, al fin y al cabo, un hombre…, no una especie de monstruo inhumano.

––Tú no puedes comprender esto. La manera que tuvo de tratar a mi madre…

Gravemente, Hilda replicó:

––Hay ciertas debilidades, renunciamiento o sumisión, que

generan todo lo malo en el hombre. En cambio, ese mismo hombre, teniendo ella un carácter decidido, se habría portado de una forma muy distinta.

––¿Es que quieres decir que fue culpa de mi madre?

––No, no quiero decir eso. No me cabe la menor duda de que tu padre trató muy mal a tu madre, pero el matrimonio es algo muy extraordinario, y dudo mucho de que un extraño, aunque sea hijo de la pareja en cuestión, tenga derecho a juzgar ese asunto. Además, todo tu resentimiento actual no puede servir de nada a tu madre. Todo ha pasado ya… todo quedó atrás… Lo único que ahora queda es un hombre débil y enfermo que pide a su hijo que vaya a pasar las Navidades en casa.

––¿Y tú quieres que yo vaya?

Hilda vaciló un instante y luego, tomando súbitamente una decisión, dijo:

––Sí, quiero que vayas y abandones para siempre ese rencor.

Agatha Christie escribió 66 novelas, que fueron traducidas a 103 idiomas

V

George Lee, miembro del Parlamento por Westeringham, era un corpulento caballero de cuarenta y un años. Sus ojos, algo saltones, eran de un azul pálido y suspicaz expresión. Su barbilla era bastante ancha y hablaba con pedantería.

Como el que pronuncia una sentencia, dijo:

––Ya te he dicho, Magdalene, que creo que mi deber es ir. Su mujer encogiose, impaciente, de hombros.

Era delgada, rubia platino, cejas en arco y rostro ovalado. En algunos momentos sabía quitar a aquel rostro toda expresión. En aquellos instantes, así era.

––Será muy aburrido, te lo aseguro.

––Además ––y el rostro de George Lee se iluminó al ocurrírsele una brillante idea––, nos ahorramos unos cuantos gastos. Navidad origina siempre un sinfín de gastos.

––Está bien. Al fin y al cabo, la Navidad es siempre aburrida

––suspiró Magdalene.

––Podemos dar fiesta a los criados. Ellos esperarán un pavo y una cena muy abundante…

––¡Por Dios, siempre estás preocupado por el dinero!

––Alguien tiene que preocuparse, ¿no?

––Sí, pero es absurdo pretender esos insignificantes ahorros.

¿Por qué no haces que tu padre te dé más dinero?

––Ya me da mucho.

––Es horrible tener que depender así de tu padre. Debiera poner algún dinero a tu nombre.

––Ya sabes que no le gusta hacer las cosas así.

Magdalene miró a su marido. De pronto, el pálido e inexpresivo rostro se iluminó.

––Es enormemente rico, ¿verdad, George? Magdalene lanzó un suspiro.

––Dos o tres veces millonario, creo.

––¿Cómo lo ganó todo? En África del Sur, ¿verdad?

––Sí, al principio de la colonización hizo una gran fortuna.

Casi todo en diamantes.

––¡Qué emocionante!

––Luego vino a Inglaterra y se metió en grandes negocios que le permitieron doblar o triplicar su fortuna.

––¿Qué ocurrirá cuando muera?

––Papá no ha hablado nunca acerca de ese asunto. Como es natural, no se le puede preguntar. Supongo que la parte más importante de su dinero la heredaremos Alfred y yo. Alfred será el principal beneficiado.

––Tienes otros hermanos, ¿verdad?

––Sí; está David. No creo que le toque mucho. Se marchó para dedicarse al arte o a alguna de esas tonterías. Creo que papá le advirtió que si se marchaba le desheredaría. David contestó que no le importaba.

––¡Qué idiota! ––exclamó despectivamente Magdalene.

––También estaba mi hermana Jennifer. Se marchó con un extranjero. Un artista español. Uno de los amigos de David. Murió hace un año. Creo que dejó una hija. Puede que papá le legue algo, pero no mucho. Y luego, claro está, tenemos a Harry.

Se interrumpió, un poco embarazado.

––¿Harry? ––inquirió Magdalene––. ¿Quién es Harry?

––Pues…, mi hermano.

––No sabía que tuvieses otro hermano.

––No ha sido ninguna honra para la familia. Nunca se le nombra. Hace algunos años que no sabemos nada de él. Probablemente estará muerto.

Magdalene se echó a reír.

––¿Qué te pasa? ¿De qué te ríes?

––Estaba pensando en lo cómico que es que tú tengas un hermano así. ¡Tú, un hombre tan respetable! Por más que me parece que tu padre no lo es mucho.

––¡Magdalene!

––A veces dice cosas que hacen ruborizar.

––Magdalene, me sorprende oírte. ¿Lydia piensa igual?

––A Lydia no le dice las mismas cosas. ––Y Magdalene añadió, irritada––: No, a ella nunca se las dice. No comprendo por qué.

George dirigió una rápida mirada a su esposa y luego volvió la cabeza.

––En parte se comprende. Papá es muy viejo y necesita alguien con quien simpatizar.

––¿Está muy enfermo… de veras? ––dijo Magdalene.

––Es muy fuerte. De todas formas, puesto que por Navidad quiere tener a su alrededor a toda la familia, creo que debemos ir. Puede ser la última Navidad.

––Tú dices eso, George, pero a mí me parece que vivirá muchos años.

Algo desconcertado, el marido contestó:

––No tengo la menor duda.

––Bueno, creo que haremos bien en ir ––murmuró Magdalene, volviéndose––. ¡Pero me indigna! Alfred es muy aburrido y Lydia me ataca los nervios.

––Eso son tonterías.

––No lo son. Y el criado aquel…

––¿Tressilian?

––No. Horbury. Va de un lado a otro como un gato.

––Realmente, Magdalene, no comprendo que Horbury pueda molestarte.

––Me ataca los nervios, eso es todo. Pero no nos preocupemos. Iremos a pasar las Navidades con tu padre. No es cosa de ofenderle.

––Claro… Y en cuanto a la cena de la servidumbre…

––Déjalo para otro momento, George. Voy a telefonear a Lydia y a decirle que llegaremos a las cinco y veinte de mañana.

Magdalene salió precipitadamente del cuarto. Después de telefonear subió a su habitación y se sentó frente a su escritorio. Bajó la tapa y rebuscó en sus numerosos compartimientos. De ellos brotó una cascada de facturas. Magdalene intentó ordenarlas un poco. Por fin, con un impaciente suspiro, las volvió a colocar en los sitios de donde habían salido. Se pasó una mano por su platinada cabellera y murmuró:

––¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer?

VI

En el primer piso de Gorston Hall, un largo pasadizo conducía a una amplia habitación, desde la cual se dominaba el paseo principal. Era una estancia amueblada con el más llamativo de los estilos anticuados. Las paredes estaban cubiertas de papel brocado, había sillones de cuero, jarros decorados con dragones, esculturas de bronce… Todo en ella era magnífico y sólido.

En el amplio sillón de alto respaldo se sentaba un hombre delgado y consumido. Sus engarfiadas manos reposaban sobre los brazos del sillón. Llevaba una vieja bata azul. Calzaba zapatillas de fieltro. Tenía el cabello blanco y el cutis amarillo.

Cualquiera hubiese creído que se trataba de una figurilla insignificante. Pero la aguileña nariz y los ojos oscuros e intensamente vivos hubieran hecho variar de opinión al observador. Había allí vida y vigor.

De cuando en cuando, el viejo Simeon Lee soltaba una risita.

––¿Entregó mi mensaje a Alfred? ––preguntó.

Horbury estaba de pie junto al sillón. Con voz suave y humilde replicó:

––Sí, señor.

––¿Le dijo exactamente lo que yo le encargué? ¿Las mismas palabras?

––Sí, señor. No cometí errores.

––Y es mejor que no los cometa, pues tendría que lamentarlo. ¿Y qué dijo, Horbury? ¿Qué contestó Alfred?

Con voz lenta y apagada, Horbury explicó lo ocurrido. El viejo volvió a reír, frotándose las manos.

––¡Magnífico! ¡Estupendo! Deben de haber pasado toda la tarde haciendo cábalas. ¡Magnífico! Ahora hablaré con ellos. Hágalos subir.

––Perfectamente, señor.

Con paso silencioso, Horbury salió de la habitación.

El anciano permaneció inmóvil en su sillón, acariciándose la barbilla, hasta que se oyó una llamada en la puerta. Lydia y Alfred entraron en la habitación.

––¡Ah, ya estáis aquí! Querida Lydia, siéntate a mi lado. ¡Qué hermosos colores tienes!

––He estado fuera. El frío hace enrojecer.

––¿Cómo estás, papá? ––inquirió Alfred––. ¿Has descansado bien esta tarde?

––Estupendamente. He estado soñando con los tiempos pasados. Antes de que me hiciera rico y me convirtiese en uno de los pilares de la sociedad.

Soltó una risa seca.

Su nuera permanecía inmóvil, sonriendo con cortés atención. Alfred preguntó:

––¿Quiénes son esos dos invitados que no conocemos?

––¡Ah, sí! Tengo que hablaros de ello. Vamos a celebrar unas Navidades magníficas este año. Sobre todo para mí. A ver… Vendrán George y Magdalene… ¿Lo sabéis?

––Sí, llegan mañana a las cinco y veinte ––dijo Lydia.

––Pobre George ––murmuró el viejo––. No es más que un globo hinchado. Sin embargo, es mi hijo.

––Sus electores le aprecian ––intervino Alfred. Simeon se echó a reír.

––Porque creen que es honrado, seguramente. ¡Honrado! Jamás ha existido un Lee honrado.

––¡Oh, papá!

––A ti hay que descontarte, hijo.

––¿Y David? ––preguntó Lydia.

––David… Tengo curiosidad por verle después de tantos años. Era un chiquillo un poco loco. ¿Cómo será su mujer? Por lo menos no se ha casado con una mujer veinte años más joven que él, como ese idiota de George.

––Hilda escribió una carta muy amable ––explicó Lydia––. He recibido un telegrama, confirmándola y diciendo que llegarán mañana.

Su suegro le dirigió una penetrante mirada. Luego se echó a reír.

––Lydia nunca cambia ––dijo––. Lo digo en tu honor, Lydia. Eres de pura sangre. Se nota tu buena educación y tu buena familia. Es curioso eso de las cualidades y defectos hereditarios. De todos vosotros, sólo uno ha salido a mí. De todos los cachorros, sólo uno ––le danzaron los ojos––. Ahora adivinad quién viene a pasar las Navidades aquí. Podéis contestar tres veces y apuesto cinco peniques a que no acertáis.

Miró a su hijo y a su nuera, sonriendo astutamente. Por fin, Alfred dijo:

––Horbury nos comentó que esperabas a una joven.

––Y estoy segurísimo de que eso te intrigó. Pues sí. Pilar está a punto de llegar. He dado órdenes al chófer para que vaya a recogerla.

––¿Pilar? ––murmuró Alfred.

––Pilar Estravados ––contestó Simeon––. La hija de Jennifer.

Mi nieta. Me gustaría saber cómo es.

––¡Pero si nunca me habías dicho…! ––exclamó Alfred. El viejo seguía riendo.

––No; quise guardarlo en secreto. Hice que Carlton escribiera y arreglase las cosas.

Con acento herido y de reproche, Alfred repitió:

––¡Nunca me habías dicho…!

––Hubiera echado a perder la sorpresa ––replicó su padre––.

¿Te das cuenta de lo que significará tener otra vez sangre joven bajo este techo? No llegué a conocer a Estravados. Me gustaría saber si la chica ha salido al padre o a la madre.

––¿De veras crees que es prudente? ––empezó Alfred––. Teniéndolo todo en cuenta…

El viejo le interrumpió.

––La seguridad… la seguridad… Te preocupa demasiado la seguridad, hijo mío. Yo no he sido así. Vive como quieras y haz lo que te dé la gana sin preocuparte de las consecuencias. Éste ha sido mi lema. La chica es mi nieta. La única nieta o nieto de la familia. No me importa quién fuera su padre ni lo que hizo. Es carne de mi carne y sangre de mi sangre. Y va a venir a vivir a esta casa.

––¿Se quedará a vivir aquí? ––preguntó Lydia. El viejo dirigió una rápida mirada a su nuera.

––¿Tienes algún inconveniente? Lydia movió negativamente la cabeza.

––No creo ser yo la persona más indicada para poner reparos a que una nieta de usted venga a vivir a su casa, ¿no? Sólo estaba preguntándome cómo será esa joven, y preocupándome…

––¿De qué te preocupas?

––Pensaba en que no sé si será feliz aquí. El viejo irguió la cabeza.

––No tiene ni un céntimo. Deberá estar agradecida. Lydia encogióse de hombros.

Simeon se volvió hacia Alfred.

––¿Lo ves? Vamos a pasar unas Navidades magníficas. Todos mis hijos reunidos a mi alrededor. ¡Todos mis hijos! Ahí tienes la clave para el resto del misterio, Alfred. Adivina quién es el otro visitante.

Alfred miró boquiabierto a su padre.

––¡Todos mis hijos! ¡Adivina, muchacho! ¡Pues, claro, Harry!

¡Tu hermano Harry!

Alfred se había puesto muy pálido.

––¿Harry? ––tartamudeó––. ¿Harry…?

––El mismo.

––Pero… si creíamos que estaba muerto.

––No era él.

––¿Y le haces volver después de… de todo…?

––El hijo pródigo, ¿eh? ¡Tienes razón! El carnero más rollizo. Tenemos que matar el cordero mejor cebado, Alfred. Tenemos que hacerle un gran recibimiento.

––Te trató… a ti y… a todos… muy desconsideradamente ––dijo Alfred.

––No es necesario que saquéis a relucir sus crímenes. La lista es larga. Pero debes recordar que en Navidad se perdonan todas las culpas. Debemos celebrar el retorno a casa del hijo pródigo.

––Ha sido… una sorpresa ––murmuró Alfred––. Nunca soñé que Harry volviera a hallarse bajo este techo.

Simeon se inclinó hacia delante.

––Tú nunca has apreciado a Harry, ¿verdad? ––preguntó con voz suave.

––Después de cómo se portó contigo… Simeon se echó a reír.

––El pasado, pasado está… Éste es el espíritu del cristianismo, ¿no, Lydia?

Ésta había palidecido. Con voz seca, replicó:

––Veo que este año se ha preocupado mucho por las fiestas de Navidad.

––Quiero estar rodeado de mi familia. Paz y buena voluntad. Soy un viejo. ¿Te vas, hijo?

Alfred había salido apresuradamente de la habitación. Lydia se detuvo un momento antes de seguirle.

––La noticia le ha trastornado. Él y Harry nunca se llevaron bien. Harry se burlaba de Alfred. Le llamaba: «Lento y Seguro».

Lydia abrió la boca. Estaba a punto de hablar; luego, al notar la anhelante expresión del viejo, se contuvo. Comprendió que aquel dominio de sí misma decepcionaba a su suegro. El notar esto le permitió añadir:

––La liebre y la tortuga, ¿no? De todas formas, la tortuga gana la carrera.

––No siempre ––replicó Simeon––. No siempre, mi querida Lydia.

––Perdone que vaya a acompañar a Alfred ––sonrió Lydia––. Las emociones inesperadas siempre lo trastornan.

El anciano rió de nuevo.

––Sí, a Alfred no le gustan los cambios.

––Pero Alfred le quiere a usted mucho.

––Y eso te extraña, ¿verdad, Lydia?

––A veces sí.

Cuando la mujer salió de la estancia, Simeon quedose mirando hacia la puerta por donde había salido. Rió suavemente y se frotó las manos.

––Nos vamos a divertir mucho, mucho ––dijo––. Estas Navidades van a ser algo fantástico.

Haciendo un esfuerzo se puso en pie y, con ayuda de su bastón, cruzó la habitación. Llegó hasta una gran caja de caudales que se hallaba en un extremo de la estancia. Hizo girar la combinación. La puerta se abrió y el viejo rebuscó con mano temblorosa en su interior. Sacó un maletín de cuero y, abriéndolo, jugueteó con un montón de diamantes sin tallar.

––Bien, hermosos, bien. Siempre iguales. Siempre mis viejos amigos. Aquellos tiempos eran buenos. A vosotros, amigos míos, no os cortarán ni pulirán. No colgaréis del cuello de ninguna mujer, ni de sus orejas, ni os ostentarán en sus dedos. ¡Sois míos!

¡Mis viejos amigos! Nosotros sabemos bastantes cosas secretas, ¿verdad? Dicen que soy viejo y estoy enfermo, pero aún no estoy acabado. Aún le queda mucha vida al viejo perro. Y la vida tiene, todavía, muchas cosas divertidas. Podremos divertirnos.

 

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