Mr. Netflix. Reed Hastings vendió aspiradoras puerta a puerta, enseñó matemática en África y un día cometió un error que cambiaría el cine para siempre

Hace más de 40 años que hago reportajes. Entre los primeros, conducidos con la torpeza del principiante, y que tal vez por eso inspiraron una química muy especial con los entrevistados, están los que les hice a Jorge Luis Borges, a Ernesto Acher –que además de todo fue pionero de la música MIDI y me hizo escuchar el mismo cuarteto de Borodin ejecutado por personas y por máquinas, cuando todo esto sonaba a ciencia ficción– y a Path Metheny, con quien nos fuimos a charlar a un café, y me costaba creer que uno de mis ídolos me permitiera hablar con él así, sin mayor trámite.

Con el tiempo, sin que te des cuenta, las entrevistas pasan de unas pocas decenas a varios cientos, e inevitablemente (así funciona la memoria) ciertos nombres quedan grabados con más claridad. Uno de esos nombres destacados en mi memoria es el de Reed Hastings, el cofundador de Netflix, con quien hablamos en ocasión de la llegada de esta plataforma de streaming a la Argentina, junto con Ricardo Sametband, en 2011.

En general, un individuo con semejante poder –lo quiera o no, lo busque o no, adrede o involuntariamente– mantiene una distancia prudencial con el periodista. Ahí es donde hay que tener el coraje para hacer las preguntas incómodas y para repreguntar, cuando intentan imponer una respuesta prefabricada que no dice nada. El casete, como la llamamos en el ambiente.

Pues bien, Reed Hastings es todo lo contrario de eso. Pese a ser uno de los protagonistas más significativos de la cultura actual, inventor de una marca indeleble (una de las ocho marcas de medios mejor valuadas del mundo) y a todas luces un hombre de una inteligencia superlativa, recuerdo claramente que su trato fue de una cordialidad tan sincera que me habría quedado charlando toda la tarde con él; sus respuestas fueron argumentadas, honradas y sólidas. Es muy cierto aquello de que siempre recordaremos cómo nos hizo sentir alguien. Hastings nos hizo sentir pares, sin artificio, sin fabricaciones y sin ese mudo, pero elocuente lenguaje corporal que traza un línea infranqueable entre el periodista y el entrevistado.

Cae Goliat

Aunque ahora las plataformas de cine por streaming abundan, hubo una época, no hace mucho, en que para ver películas tenías que ir a un videoclub y llevarte varios videocasetes. Sí, esos que tienen el tamaño de un libro grande y cuya cinta, de tanto usarse, podía cortarse, y en ese caso te hacían pagar el precio de la película nueva. Eso me pasó con Doce monos, que alquilé en Blockbuster hace casi treinta años, y no hubo manera de hacerle entender al empleado del local que a) solo le estaba avisando para que otro cliente no se quedara sin poder ver la película y b) que no existía modo de probar que la cinta se me había cortado a mí (e incluso en ese caso, no tenía por qué ser mi responsabilidad). La tuve que pagar de todos modos. Una lección de cómo no atender a un cliente.

Blockbuster terminó quebrando en 2010 (un año antes de que Netflix llegara a la Argentina) por un número de motivos. Pero, sobre todo, porque su modelo había quedado obsoleto. Netflix, en su primera reencarnación, fue uno de los últimos clavos en el ataúd de Blockbuster, aunque de ninguna manera puede decirse que el recién llegado destronó al gigante. Fue más complicado. Enseguida volveré sobre esto.

Lo gracioso es que Hastings (según cuenta Hastings) también tuvo un problema con un videoclub. “Fue todo culpa mía”, admitió, cuando le preguntamos cómo se le había ocurrido la idea del Netflix original. Se había olvidado de devolver una película y tuvo que pagar un punitorio de 40 dólares; hoy serían USD 74. Imaginate desembolsar unos 20.000 pesos porque te olvidaste de devolver una película. Un poco en serio, un poco en broma, Hastings solía contar que el asunto por poco no puso en riesgo su matrimonio. Marc Randolph, que fue el primer CEO de Netflix y que cofundó la compañía con Hastings, desmiente esta anécdota y dice que la idea se les ocurrió charlando cuando compartían auto para ir a trabajar; eso fue mucho tiempo antes de Uber.

En todo caso, la lógica de ir al videoclub se había convertido, con la llegada de un par de nuevas tecnologías, en un disparate, y con Randolph empezaron un negocio nuevo, llamado Netflix, que se proponía limar todas esas asperezas antediluvianas. El nombre hoy está instalado como marca, pero tiene su etimología: Net es una de las maneras de decir Internet en inglés, y flix es una forma de escribir flicks, que es a su vez una palabra en slang para referirse a películas; flix era un término inmensamente popular en los inicios de la Internet pública.

Al principio, Netflix empezó cobrando por el alquiler de cada película, aunque este modelo muy pronto fue reemplazado por uno que conocemos bien: tarifa plana, y ves todo lo que quieras. Netflix nació en 1997. Y en 1997 no había ni por asomo la capacidad de cómputo y el ancho de banda necesarios para hacer streaming. Pero los DVD hacían furor.

Sí, sí, los DVD. Ahora suenan a tricerátopo, pero en el momento eran más livianos y, sobre todo, más robustos que los videocasetes. Podían mandarlos por correo y, llegado el caso, olvidarte también de las fechas de devolución, los punitorios y todo eso que cada día olía más a naftalina. Para esa época escribí una columna donde imaginaba un videoclub online con todas las películas que se han estrenado, a un clic y a un precio razonable. La historia me demostró que, como suele ocurrir, nada es tan sencillo, y hoy sufrimos este síndrome en el que no importa si pagás siete plataformas de streaming, igual terminás sin encontrar nada decente para ver.

Pero esa es otra cuestión. El caso es que el modelo Netflix, que el mismo Hastings confiesa que no sabía si iba a funcionar, resultó un éxito. Por ejemplo, en lugar de ir al videoclub, usabas una página web para alquilar las películas, que a su vez te llegaban por correo y los podías devolver en cualquier local. Tiene lógica, ¿no?

Reed Hastings, a la izquierda, y Marc Randolph celebran en un avión después de la salida a bolsa de Netflix el 23 de mayo de 2002; la salida a Bolsa debió ser aplazada por la implosión de la burbuja puntcom (Marc Randolph/)

Netflix estuvo a punto de pasar a manos de Amazon, pero Hastings terminó rechazando la oferta. Durante la implosión de la burbuja puntocom, a principios del siglo, le hicieron una oferta de venta a Blockbuster, que tampoco prosperó. Ese fue, en rigor, el error fatal de Blockbuster, porque por solo 50 millones de dólares (uno 90 millones de ahora; Mark Zuckerberg pagó 22.000 millones por WhatsApp y Elon Musk, 44.000 millones por Twitter) Blockbuster podría haber comprado Netflix y adaptar su negocio rápidamente a las nuevas tecnologías, gracias a su vasta presencia planetaria, y así quedarse con todo. Al menos, hasta que los demás (Amazon, Disney, HBO, etcétera) se despertaran de la siesta. Pero pasó lo que ocurre con mucha frecuencia. Pensaron que las cosas no cambian. Y todo cambia. Sobre todo en estas tecnologías.

¿Dijo usted streaming?

Tras el desastre puntocom, depurado el escenario de las inversiones en Internet, el dinero fluyó en el sentido adecuado (mayormente, digamos) y empezaron a mejorar un serie de técnicas que permitirían transmitir video por la Red. No fue solo el ancho de banda, vale aclarar. Hubo un número bastante grande de factores que convergieron para que puedas ver cine en 4K en un televisor inteligente en tu living por Internet: desde conexiones más rápidas hasta chips más potentes y algoritmos más eficientes. Incluso el éxito fenomenal del iPod y su esquema (brillante) de integrar hardware con una tienda de música tuvo que ver con el hecho de que en 2007 (el mismo año en que lanzan el iPhone) Netflix diera el paso clave del alquiler de películas al streaming.

Desde entonces transcurrieron solo 15 años, pero como suele ocurrir en esta industria, parecen 100. Como también es usual en este negocio, Netflix pegó primero y al principio se quedó con todo. Tuvo y seguirá teniendo momentos de mucha turbulencia, ganó con la pandemia, perdió con el final de la pandemia, volvió a repuntar con títulos taquilleros, se atrevió a la creación y distribución de contenido (incluidos videogames), obtuvo varios Oscars, Grammies y Emmies, y hoy se encuentra compitiendo con un número de colosos: Amazon, Apple, Google, HBO, Disney y Paramount, entre otros.

Reed Hastings y Ted Sarandos, los dos CEO de Netflix (timetoast/)

El señor Hastings, matemático y científico de la computación con pujanza de emprendedor, pero que aprendió a gestionar a los golpes y, tal vez por eso, creó una cultura corporativa muy particular, consiguió dos cosas extraordinarias. Primero, una marca que, no importa lo que haga la competencia, quedó instalada en el imaginario colectivo como sinónimo de ver películas y series. Segundo, dio origen a una industria. Esto en general es lo que no vemos de los pioneros.

Cierto, un pionero es el que por primera vez se atreve a entrar en territorio desconocido. Pero si esas travesías son exitosas, dan origen a nuevas industrias; desde Marco Polo a Magallanes ha sido así. Llevaría varios volúmenes explicar la enormidad de tecnologías que se ponen en juego para que en un par de segundos arranque un largometraje en tu tele, desde las redes de distribución de contenidos hasta el software que permite que no se corte la reproducción cuando el ancho de banda tropieza (y eso pasa a menudo). Cierto, Reed Hastings fue el primero que dejó de quejarse de la pesadilla de los videoclubes y los cambió para siempre, pero también construyó un ecosistema. Y encima le encontró a su negocio un nombre de lo más pegadizo.

ADN de innovador

Reed Hastings nació en Boston, Estados Unidos. Su bisabuelo fue Alfred Lee Loomis, el inventor del sistema de navegación Loran, así que en sus venas corre la sangre del innovador y del pensamiento científico. Vendió aspiradoras puerta a puerta, fue marine, aunque no completó el entrenamiento y prefirió unirse al Cuerpo de Paz, con el que enseñó matemática en Suazilandia a principios de la década del ‘80, y al volver se graduó en Stanford. En la época en la que lanzó el servicio de streaming de Netflix (fue un período de un enorme riesgo para la compañía), le dijo a CNN Money: “Una vez que hiciste dedo a través de África con solo 10 dólares en el bolsillo, emprender una startup no parece demasiado intimidante”.

Mbabane, capital administrativa de Suazilandia (SHUTTERSTOCK/)

Quizá de esa experiencia le viene también su humildad y su cercanía en el momento de sentarse a hablar con el resto de nosotros, que ni fundamos una mega corporación ni enseñamos matemática a 800 alumnos en un diminuto país mediterráneo en el sureste de África. O quizá es exactamente al revés, y ese don de gentes lo llevó a hacer docencia en el continente más castigado del mundo. Hoy, desde otro lugar, sigue con su misión filantrópica. Netflix, como toda organización enorme, no está libre de críticas. Pero Wilmot Reed Hastings Jr. es sin duda un pionero; y si lo de aquel punitorio de 40 dólares es verdad, uno de los más inesperados de todos.

 

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