Premisa
El objetivo de este texto es proponer argumentos en favor de que los líderes políticos rehabiliten un espíritu de reconciliación entre las principales fuerzas políticas e impulsen la formación de una gran coalición que consiga sacar al país del pantano.
Avatares de una historia política dividida en dos
La historia política de la Argentina contemporánea se divide en dos: antes y después del surgimiento del peronismo. Al constituirse como movimiento político en 1945, desplazó la confrontación entre radicales y conservadores que había pautado las luchas políticas desde la cruzada por la libertad del sufragio. En lugar de ella emergió una nueva, tributaria de los conflictos suscitados por cómo se procesó la integración política y social del mundo del trabajo. A partir de 1945 se modificaron tanto los términos como la fuente del conflicto que habría de organizar la vida política.
Sin embargo, no cambió demasiado la intensidad con la que vivieron sus contrastes quienes quedaron a ambos lados de la escisión política. La hostilidad que enfrentó a radicales y conservadores en tiempos de Yrigoyen se prolongó en la hostilidad entre peronistas y antiperonistas durante la gestión de Perón. Así, pues, dos momentos claves de la formación de la Argentina contemporánea –la apertura del sistema político a las reglas de la competencia electoral y la institucionalización de las realidades propias de una sociedad más industrial– estuvieron atravesados por profundos desgarramientos del consenso nacional.
Este estado de cosas tuvo un corolario previsible: la gestación de una crisis de legitimidad que incidió negativamente sobre la consolidación de cada avance hecho en la construcción de una nación más democrática y más igualitaria. Como fue primero en el caso de los radicales, también los peronistas habrían de conocer, a su turno, los avatares del golpe de Estado y las proscripciones. Y la vida pública del país se desenvolvió en el marco de una lucha crecientemente facciosa; una lucha que, como tal, no tenía un lugar reservado para el reconocimiento y, en consecuencia, para la convivencia entre los polos políticos en pugna.
Si, como tantos otros , afirmamos que 1945 dividió en dos la trayectoria política del país, es para destacar, también con otros, que ella cobró forma sobre las huellas todavía frescas de pasados desencuentros. Con una palabra del vocabulario político de hoy, diríamos que la grieta parece haber sido un desenlace recurrente de la dinámica política en la Argentina. Este es un veredicto que cuenta entre nosotros con una gran aceptación, sea para ver en él, con impotencia, la manifestación de un destino inexorable, sea para extraer de él, con determinación, el llamado a suprimir de una vez por todas uno de los bordes de la grieta.
Sin embargo, victoriosa en el tribunal de la opinión, la visión de la Argentina presentada hasta aquí no hace, a mi juicio, cabal justicia a todas las formas de hacer política que conocimos en nuestra historia. Hubo, en efecto, momentos en los que figuras principales de la vida pública, apartándose del libreto canónico, convocaron a enterrar el hacha de la discordia y a tender puentes. Menciono dos de ellos.
El primero tuvo lugar a comienzos de la década de 1940 en el contexto del impacto de la Segunda Guerra sobre los alineamientos políticos del país. Congruente con la postura argentina en la Gran Guerra de 1914, el gobierno de entonces, con la presidencia del conservador Ramón Castillo, escogió la neutralidad entre los países aliados de Europa y los países del Eje Roma-Berlín. La entrada de los Estados Unidos en la guerra en 1942 modificó el contexto de la disputa y dio un fuerte respaldo a la causa antifascista en el país. En esas circunstancias, el general Agustín Justo, retirado del Ejército pero gran influyente del régimen conservador, rompió con Castillo y proclamó abiertamente su apoyo a los países aliados. Ese gesto lo acercó a la corriente de opinión enrolada en el antifascismo, en la que sobresalía el partido radical unificado a la sazón en el liderazgo de Marcelo T. de Alvear. Esa convergencia era históricamente significativa. El general Justo había sido un actor clave en el golpe que derrocó a Yrigoyen en 1930 y luego en el veto a la candidatura de Alvear en las elecciones de 1931 que, fraude mediante, lo entronizaron en la presidencia. Las repercusiones del conflicto bélico condujeron a una aproximación de estas dos figuras expresivas de la división entre radicales y antirradicales. A partir de ella se iniciaron conversaciones informales para impulsar una fórmula común en los comicios presidenciales previstos para 1943. Pero los frutos eventuales de esa iniciativa no pudieron conocerse porque sus promotores salieron abruptamente de la escena: Alvear murió en marzo de 1942 y Justo lo hizo en enero de 1943. Después, el golpe de Estado de 1943 franqueó el paso a una trayectoria que, en poco tiempo, recreó bajo un nuevo formato la fractura de la convivencia política del país
El segundo momento ocurrió entre fines de 1972 y mediados de 1974, durante el regreso de Perón al cabo de un largo exilio. Este fue una pieza de la operación de salvataje ensayada por el jefe de la dictadura militar de la época, el general Alejandro Agustín Lanusse, con el fin de poner freno a la formidable ola de conflictos sociales y de violencia política que mantenía en vilo al país. Despojado del poder por la fuerza en 1955, proscripto de la vida política, el objetivo dominante de Perón había sido desestabilizar las fórmulas de gobierno que armaban sus adversarios. Con ese objetivo en la mira, uno de sus últimos recursos fue el respaldo a los sectores juveniles que, invocando su nombre, abogaban con hechos audaces en favor de la lucha armada. Una vez en la Argentina y con el retorno al poder a su alcance, rompió con ellos; esa ruptura se extendió luego a todo el arco de la izquierda social y política. Al tiempo que activaba un conflicto de graves consecuencias, Perón tomó una decisión de gran porte: cruzó el foso político que separaba a peronistas y antiperonistas y se estrechó en un abrazo en público con Ricardo Balbín, máximo dirigente del partido radical y figura emblemática de todos cuantos lo habían combatido en el pasado. Ese gesto de reconciliación dio crédito a la hipótesis de que ambos compartieran la misma fórmula con vistas a las elecciones presidenciales de septiembre de 1973. Así formulada, la hipótesis no se verificó: Perón eligió la compañía de su esposa, fue electo presidente con casi 62% de los votos pero, cabe destacar, al asumir el cargo señaló que Balbín sería un hombre de consulta en su gobierno. También aquí la muerte canceló esa auspiciosa trayectoria política porque Perón falleció en julio de 1974; para entonces, sin embargo, su fracaso ya estaba a la vista de todos en un país convulsionado por la radicalización de sus conflictos.
Perón y Balbín en el histórico abrazo del 19 de noviembre de 1972, en la residencia de Gaspar Campos (AGN/)
Desde 1983: de la polarización competitiva a la polarización perniciosa
Con un legado tan poco prometedor, a la sombra de antagonismos de larga data, en 1983 los argentinos apostaron por la democracia, y lo hicieron dentro de un formato bipartidario: UCR y PJ. Con la perspectiva que nos brinda el tiempo transcurrido, estimo que esa apuesta tuvo un desenlace razonablemente positivo durante una primera temporada, para cambiar de signo un tiempo después. A fin de justificar esta evaluación voy a recurrir a la idea de polarización política. Como tal, esta es una idea inherente a la vida política en democracia. En efecto, la democracia descansa sobre la competencia por acceder a los cargos públicos y en ella los competidores buscan, de cara al electorado, diferenciarse entre sí. Queda, así, delineado el fenómeno característico del juego democrático, la polarización política, visible en particular en las campañas electorales, que ponen en escena la disputa entre ofertas distintas acerca de qué hacer en el gobierno. Hablamos aquí de polarización política competitiva. Esta es una polarización en la que los líderes políticos se reconocen entre sí como competidores legítimos; por consiguiente, ninguno de ellos se arroga la verdadera representación del pueblo o la nación y todos coinciden en colocarla en las manos del resultado siempre contingente de las urnas.
Juzgada a partir de estas claves, considero que la vida política argentina durante los veinte años posteriores a 1983 se desenvolvió razonablemente bien en los marcos de una polarización competitiva. Con la expresión “razonablemente bien” quiero tomar distancia respecto de un punto de vista muy condicionado por las pasiones políticas del momento, a fin de ganar algo más de perspectiva para evaluar esos años. Mientras tenía lugar esa primera temporada asistimos por cierto a comportamientos impropios del casillero adonde queremos ubicar a la Argentina; más concretamente, los arrebatos hegemónicos estuvieron más de una vez a la orden del día. Si al momento de extraer una conclusión éstos no son toda la historia que cuenta, es porque no impidieron que, en circunstancias críticas, los principales líderes políticos eligieran la vía de la cooperación y buscaran acercar posiciones. En una lista seguramente incompleta y, lo admito, también sesgada, tenemos en 1987 el acuerdo de Alfonsín y Cafiero para aprobar la ley de coparticipación federal, el Pacto de Olivos entre Alfonsín y Menem por la reforma de la Constitución en 1994, el auxilio brindado en 2001 por Alfonsín al gobierno de emergencia presidido por Eduardo Duhalde.
Esos episodios de cooperación tuvieron por eje cuestiones de la agenda pública y no avanzaron más allá, esto es, no alteraron el perfil de los dos grandes bloques de la política argentina. Con el paso del tiempo hubo un cambio de guardia en el liderazgo del bloque que reúne a los adversarios del peronismo por el eclipse de la UCR en favor del PRO. También el peronismo experimentó un viraje con el ascenso del matrimonio Kirchner a su conducción. Pero la transformación más significativa de los últimos 15 años tuvo lugar en la dinámica de la polarización política. Según lo ha destacado Ana María Mustapic en una nota reciente en la nacion, la vida política del país abandonó los marcos de la polarización competitiva para deslizarse hacia lo que se ha dado en llamar la polarización perniciosa. Con esta expresión se nombra a aquella polarización en la que el mundo político se divide en dos campos mutuamente excluyentes y estos a su vez descansan en dos identidades igualmente incompatibles, concebidas con frecuencia en términos morales, a un lado el pueblo digno y virtuoso y al otro las fuerzas del mal.
Las consecuencias de una polarización con estas características son perniciosas porque deterioran el debate público, perjudican la adopción concertada de políticas, corroen la sujeción a las reglas de convivencia. Esas consecuencias no son, hay que subrayarlo, el punto de llegada de una avenida de mano única. Frente a la estrategia hostil –nosotros versus ellos– orquestada por uno de los polos en pugna tenemos la reacción previsible de sus oponentes que, con un discurso no menos denigratorio y deslegitimador, entablan un contrapunto que espiraliza la polarización.
Este es el paisaje que se recorta en la Argentina actual bajo la conducción de las dos coaliciones, el Frente de Todos y Juntos por el Cambio. Con una dinámica política como la que hemos delineado no sorprende una constatación: la voz cantante en la vida pública la tienen los duros de una coalición y los duros de la otra, por ser ellos quienes mantienen más viva la confrontación amigo/enemigo que nutre a la polarización perniciosa. Amplificadas por los medios, esas voces estridentes hacen un patrullaje militante sobre los foros de opinión en busca de los que, desde sus propias filas, abogan por el diálogo o el compromiso para etiquetarlos como faltos de convicción, como traidores en potencia.
Hacia la despolarización
Con este telón de fondo resulta imposible que el país salga airoso del problema político clave del presente: superar los daños producidos por la polarización perniciosa. Para conjurar esos daños hay solo una estrategia: la despolarización. Quienes tienen un papel de primer orden en esta estrategia son los líderes políticos. Tienen esa responsabilidad como consecuencia del estatus que ocupan en la vida pública: con sus discursos y su conducta los líderes políticos autorizan ciertos cursos de acción y excluyen otros; hay, pues, en lo que hacen o dejan de hacer, un modelo a seguir por todos cuantos se identifican con ellos y les ofrecen lealtad.
Partiendo de este encuadre, creo que se puede coincidir con un dictamen: el clima de crispación política en el que estamos es el resultado de decisiones que han tomado líderes políticos. Para cancelarlo, el primer movimiento debe ser hecho por decisiones de otros tantos líderes políticos. La suerte de la estrategia de despolarización se juega, pues, en el vértice de los dos grandes bloques de la política argentina y depende de una tarea urgente y complicada: neutralizar a las corrientes más radicalizadas del Frente de Todos y Juntos por el Cambio. Esta movida en el tablero de la política tiene un objetivo: allanar el camino a una dirigencia dispuesta a acordar –y, por lo tanto, a sustraer de la competencia– políticas públicas que pongan freno al deterioro institucional y a la regresión social en curso.
Como decía, se trata de una tarea complicada. Quienes decidan encararla tienen por delante dos obstáculos. Por un lado, el costo de romper con lazos y solidaridades forjadas a lo largo de una carrera política. Por otro, vencer el escepticismo que campea entre los interlocutores de la vida política como producto de la visión en blanco y negro que ha alimentado la larga temporada de la polarización perniciosa.
Atreverse a caminar sobre los propios pies y abrirse a nuevos compromisos son desafíos que ponen a prueba el talante de los líderes políticos. En estos momentos el hecho importante es que esta hoja de ruta pueda ser concebida como un camino a seguir y despierte en ellos la convicción de que vale la pena transitarlo. Hasta aquí llego desde mi puesto de observador comprometido. Cómo llevarla a la práctica, en qué tiempos, bajo qué condiciones queda, ciertamente, a cargo de los que el juego de la democracia coloca en el lugar crítico de la responsabilidad política.
Por una gran coalición
Para terminar y con la vista puesta en los años por venir, permítanme un atrevimiento, parafrasear a Martin Luther King cuando proclamó “I have a dream”, y contarles el mío: ver que se retoma el espíritu de reconciliación plasmado en el abrazo entre Perón y Balbín y se sale a la busca de comunes denominadores entre el campo no peronista y el campo peronista con el fin de construir a partir de ellos una coalición de gobierno. Aislada de sus facciones extremas y con el respaldo de sus corrientes moderadas, una concertación entre los dos polos tiene, en principio, tres ventajas a la hora de sacar al país del pantano. Primero, genera la confianza política y los apoyos necesarios para sostener políticas a lo largo del tiempo; segundo, reduce la incertidumbre sobre el futuro al contrarrestar la tendencia a cambiar de rumbo con cada gobierno y, tercero, pone paños fríos al factor “enemistad política” que complica la gestión de conflictos en el terreno. Además de estas ventajas, una política de acuerdos como la que aquí se alienta cuenta hoy con un recurso invalorable a explotar en su favor: el creciente malestar social provocado por la persistencia de un estado de confrontación que juega en contra de los proyectos individuales de franjas importantes de la población e incrementa la abstención electoral.
Reconozco que una propuesta de concertación no abre las puertas al porvenir luminoso que prometen los llamados en boga a cortar de cuajo y de un día para el otro las raíces estructurales de los problemas del país. Si, no obstante, considero que habría que intentarla es porque los proyectos de corte voluntarista terminan con demasiada frecuencia en un callejón sin salida y colapsan. Antes que hecha de gestos decisionistas y fulminantes, concibo la empresa del cambio como un laborioso proceso de reformas del statu quo y también de compensaciones, comandado por el arte de la negociación política. Para llevar a la práctica este libreto la coalición de gobierno transversal me parece el marco más apropiado. Si la crisis argentina es tan grave y terminal, ¿no es acaso un buen incentivo para explorar una salida innovadora que nos evite asistir a un episodio más de lo que Pablo Gerchunoff y Lucas Llach han llamado el ciclo de la ilusión y el desencanto?
Juan Carlos Torre es doctor en Sociología; profesor emérito de la UTDT, su último libro es Diario de una temporada en el quinto piso (Edhasa).