She sells seashells on the seashore
The shells she sells are seashells, I’m sure
So if she sells seashells on the seashore
Then I’m sure she sells seashore shells.
Puede que fuera del ámbito hispanoparlante esta poesía de Charles Dickens resulte desconocida. De su primera estrofa nació, no obstante, uno de los trabalenguas más terribles que ha dado lengua de Shakespeare: “She sells seashells on the seashore”, que en su traducción al castellano viene a decir algo así como: “Ella vende conchas marinas en la orilla del mar”.
Más desconocido aún, es quizá la figura que inspiró a Dickens a dejar constancia de semejante galimatías: no es otra que la de Mary Anning, la protagonista de algunos de los descubrimientos paleontológicos más relevantes del siglo XIX.
Mary Anning nació en 1799 en la localidad inglesa de Lyme Regis, en el condado de Dorset, en Inglaterra, una zona en la que se asienta la conocida Costa Jurásica, una línea litoral de unos 153 kilómetros donde el tiempo ha dejado al descubierto los vestigios de lo sucedido hace unos 180 millones de años.
Anning procedía de una familia muy pobre y, por su condición de protestante, también muy marginada en la Inglaterra de la época. De sus 10 hermanos, solo llegaron a la adultez la propia Mary y uno de ellos, Joseph, a los que su padre trataba de mantener con un trabajo como ebanista que complementaba con la venta a los turistas de los fósiles que hallaba en los famosos acantilados locales.
De él, a quien acompañaba junto a su hermano en la recolección, fue que Anning heredó su pasión por los fósiles. El negocio familiar, no obstante, se convirtió en una necesidad que atender al fallecer este en el año 1810, cuando la paleontóloga en ciernes apenas tenía 10 años y su madre la instó a vender aquellos tesoros fósiles para contribuir económicamente a la familia.
Los descubrimientos de Mary Anning que revolucionaron la paleontología
A finales del siglo XVIII y principios del XIX el coleccionismo de fósiles se encontraba en auge: se trataba de un pasatiempo que pronto se convertiría en ciencia al que Mary y su hermano decidieron sacar partido. La suerte llamaría a su puerta un año después del fallecimiento de su padre, cuando en 1811, Joseph descubrió en los acantilados de Dorset una calavera de 1,20 metros de longitud de la que Anning se empeño en encontrar el cuerpo.
El esqueleto pertenecía a un monstruo con una apariencia de entre un pez y un cocodrilo con el que algunos científicos solo habían teorizado hasta el momento: un ictiosaurio. No fue él único hallado por Anning, y así sus descubrimientos se prologaron durante los años siguientes hasta que en 1818 atrajo la curiosidad de un afamado coleccionista a quien vendió su primera gran pieza, la de otro ictiosaurio que le permitió gozar de una cierta holgura económica.
Pese a ello, quizá por su condición de mujer, quizá por la de protestante, o tal vez debido a ambas, durante los años siguientes los artículos científicos sobre el que posiblemente era unos de los descubrimientos paleontológicos más importantes hasta el momento, obviaron la figura de Anning.
Sin embargo, esto no sería motivo de desánimo para la joven paleontóloga, quien solo 5 años más tarde, en 1823, realizaría el descubrimiento de otra de las criaturas más representativas del jurásico, un plesiosaurio que pronto llamaría la atención de uno de los científicos más respetados de la época, el zoólogo Georges Cuvier. Dícese que el fósil era tan extraño y el hallazgo se difundió tan rápidamente que algunos, incluido el propio Cuvier, llegaron a dudar de su autenticidad. El descubrimiento de Anning, no obstante, suscitó una reunión especial de la misma Sociedad Geológica de Londres, a la que la paleontóloga no fue invitada, pero en la que muchos científicos, tras un intenso debate, aceptaron haber contradicho erróneamente a Anning.
Pasados apenas 3 años, tras ahorrar el dinero suficiente, Anning abrió su negocio propio, una tienda de fósiles a la que llamó “Almacén de Fósiles Anning”. Sus años venideros estarían marcados por el descubrimientos de nuevas especies de reptiles extintos, entre los cuales quizá el más destacado fue el de un pterosaurio datado en 251 millones de años.
Descubrimientos, por otra parte, de los que se aprovecharon muchos científicos del momento, y de los cuales se servían para hacer sus publicaciones científicas sin tan siquiera la obligación de mencionar el protagonismo de Anning en sus trabajos, de quien se podía presumir tener unos conocimientos en materia de fósiles más profundos que cualquier paleontólogo de la época.
Pese a ello, hubo quien supo reconocer el talento y el buen hacer de Anning. Entre ellos cabe citar los nombres del anatomista y paleontólogo Richard Owen, quien en el año 1942 acuñaría por primera vez el término dinosaurio, “lagarto terrible”; el del también geólogo y paleontólogo William Buckland, quien escribió la primera descripción completa de un dinosaurio o el del geólogo y amigo de la infancia de Anning, Henry De la Beche, a quien los descubrimientos de la paleontóloga inspiraron a pintar un cuadro llamado“Duria Antiquior – A More Ancient Dorset”, la primera representación de la vida prehistórica basada en evidencias fósiles, la cual sembró la semilla de lo que hoy conocemos como paleoarte.
Con el paso del tiempo y gracias a sus propios méritos, Anning contó al menos con el apoyo de un círculo cercano de paleontólogos y científicos con los que en algunas ocasiones mantuvo una correspondencia por correo. Quizá, con el paso de los años hubiera logrado hacerse un sitio en el lugar que merecía si no fuera por que en 1847 un cáncer de mama acabó con su vida. Con motivo de su fallecimiento, De la Beche, su amigo y entonces presidente de la Sociedad Geológica de Londres escribió un obituario que fue publicado en las actas de la Sociedad, como la mayor parte de los reconocimientos públicos, entonces un honor solo reservado a los hombres. En el 2010, no obstante, Mary Anning fue reconocida por la Royal Society como una de las diez científicas británicas más influyentes de todos los tiempos.