Hoy se cumplen diez años de la muerte de Onofre Lovero, un prócer de los escenarios argentinos. Un hombre que “se contentaría con que lo reconocieran como un luchador del teatro a través de su profesión de actor y director, y al mismo tiempo por su empeño en valorar y revalorar una actividad que tuvo sus vaivenes”, aseguraba el inicio de la nota que lo despedía en aquel diciembre de 2012. “Fue un baluarte de la escena nacional y un artífice del teatro independiente, actividad que rubricó cuando, con el martillo en mano, construyó la sala Los Independientes”.
La argentina María Lovero lleva doce años en el Ballet de Santiago, en Chile, su “casa artística”
Al revés que las emociones, el calendario es absolutamente preciso y predecible. Por eso hace algunas semanas, cuando su hija menor, María Lovero, advirtió que se acercaba la fecha, pensó en rendirle tributo. Pasó ya una década sin decirle “hola”, algo bien sencillo y que extraña mucho, pero todos los días lo recuerda. Le viene a la memoria, por ejemplo, la imagen de su papá yéndose a trabajar con el diario y la agenda debajo del brazo. “Quiero poder homenajearlo de alguna manera. Él fue una gran persona y un gran artista, y le estoy agradecida por ambas cosas. Ha sido mi inspiración desde muy chiquitita”, grababa un mensaje desde Chile. “LA NACION era el diario que recibíamos en casa todos los días, el que lo vi leer por tantos años. Su diario preferido”.
Hablar de Onofre Lovero, de lo importante que fue no solo para su hija bailarina sino para la cultura en el país, parece entonces una ocasión justa. Por eso esta entrevista por videollamada entre Chile y la Argentina se lee como la celebración de un grande. “En esta construcción de volverme artista, la comunicación sigue existiendo con él cada vez que estoy en el escenario. Sé que estaría orgulloso de mi camino por este mundo que tanto amaba”.
Con el Ballet del Teatro Municipal de Santiago, elenco que integra hace doce años, hasta el fin de semana María Lovero estará presentando una Trilogía conformada por el clásico Paquita, en versión de otro argentino, Luis Ortigoza, director de la compañía; Réquiem para una rosa, obra de la destacada creadora belga-colombiana Anabelle López-Ochoa, que volverá la próxima temporada a trabajar con el team chileno un estreno para conmemorar el centenario de Maria Callas; y Petite mort, primera obra del gran Jirí Kylián que transita el elenco trasandino.
A los 32 años, María habla hoy como una joven mucho más madura que aquella que por primera vez salía en estas páginas a los dieciséis años, exactamente la mitad de su vida, cuando formaba en las filas del Ballet Concierto de Iñaki Urlezaga. Ya entonces estaba convencida del rumbo que tomaría. “En esa época estrenaba mi vida profesional. Tengo el recuerdo de una etapa muy feliz en la compañía de Iñaki, de mucho crecimiento, bailando roles importantes al lado de una figura gigante de la danza argentina. Él fue un gran maestro, además de mi director, el primer bailarín; ahora en cambio somos muy amigos. Siempre le expreso mi gratitud. Y tenemos muchas inquietudes en común”.
-¿Por ejemplo?
-Iñaki tomó un camino que tiene que ver con la autorreflexión, no sé si él lo ve con este nombre, pero leemos autores similares, como Thich Nhat Hanh, el monje budista zen que trajo el mindfulness a Occidente. Yo siempre fui muy inquieta, proactiva -ahora estoy más tranquila, aunque sigo con la misma pasión por la vida y el arte-, pero en la pandemia me vino algo muy fuerte con la meditación y se me despertó el deseo de traspasar la danza a los niños de la mano del cuidado personal y del cuerpo. Esta carrera es muy hermosa, pero a veces se descuida lo emocional y físico, se cruzan muchos límites; es verdad que hay que empujar, pero la línea es delgada, mil veces la sobrepasé, por eso sé que hay que aprender a encontrar el equilibrio. Entonces en esos meses, cuando solo podíamos hacer una clase por Zoom, necesitaba ocupar mi tiempo en algo creativo. Así encontré una profesora de yoga para niños, con la que hice el instructorado, un curso para adultos también, y me formé como monitora de meditación. Son herramientas y filosofías que te invitan a hacer una revisión. La pandemia fue muy dura para todos; yo no vi por dos años a mamá, que está divina, con la misma energía de siempre, pero tiene 72 años.
Laura Vila, la mamá de María, hizo en el taller del maestro Leo Vinci un busto en homenaje a su marido, Onofre Lovero; la escultura está emplazada en el Paseo de las Esculturas de Boedo
-Me comentaban que Laura [Vila, su madre] hace esculturas con el maestro Leonardo Vinci.
-Tengo una gran admiración, será que a los treinta pasan cosas y una se vuelve más consciente. Siento cada día que tuve unos papás atómicos. Mamá, que antes había sido actriz, se jubiló como psicóloga forense cuando papá todavía vivía; estaba grande ya él, con internaciones por su condición cardíaca, y ella siempre con mucha entrega (algo que le agradecí como hija). Entonces empezó de nuevo Bellas Artes, la escuela de cerámica; hizo, por ejemplo, un busto de papá que está emplazado en el Paseo de los Escultores. En el taller de Leo Vinci se formó una comunidad muy linda, hacen el mate cocido y se generan unas charlas filosóficas profundas. Leo quería mucho a papá, eran muy amigos. Y yo viví así, desde que nací, rodeada de grandes artistas muy humildes, pero enormes.
-¿Quiénes estaban entre ellos por ejemplo?
-Vicky Lago, Héctor Gióvine, Antonio Pujía… Salir a comer después del teatro con esos gigantes y quedarme dormida en la silla para mí era lo normal, así fue mi vida. Nací literalmente en un dúplex frente al Teatro Colón. Mamá parió en casa, con un neonatólogo amigo y un sistema de emergencias; papá cortó el cordón al mediodía y a la noche estaba en el estreno de Yo no soy Rappaport, dirigido por Manuel Iedvabni. Después de la función vino todo el elenco, a horas del nacimiento, y mamá repartiendo empanadas. Si ese fue mi primer día de vida, imagínate todo lo que siguió.
Este año María Lovero debutó en el Teatro Municipal de Santiago con el protagónico en “Giselle”, título romántico por antonomasia y gran desafío en la carrera de toda bailarina clásica
-¿Cómo siguió?
-Hay una carta muy hermosa que me escribió papá cuando yo tenía ocho años, que decía: “No voy a olvidar cómo fuiste quedándote dormida recitando los versos de Locos de verano”. En esa obra actuaba un Joaquín Furriel muy jovencito. De ¡Bravo, Caruso! sabía de memoria los monólogos. Alejandra Boero también era una gran amiga de papá. Yo era una nena, pero mamé esas conversaciones y siento que de alguna manera conformaron la mujer y la artista que soy. La danza me construyó, pero primero estuvo toda esta historia de vida que te cuento. Soy una afortunada.
-¿En dónde quedaba exactamente esa casa de la infancia?
-En Carlos Pellegrini y Lavalle. Fueron solamente unos meses ahí, porque nos mudamos a un departamento donde pasamos toda la vida como familia, en Boedo -todavía vive mi mamá allí-. A los años el lugar empezó a quedar chico, porque mis papás, muy amantes del arte y de la lectura, tenían una biblioteca importante, sobre todo él que además era 25 años mayor. Había libros en los pasillos, en el living, en el escritorio, en todas las paredes de ese edificio francés, precioso, de techos altos. Era como vivir en una biblioteca, algo maravilloso, pero también un poco abrumador. Con el tiempo pudieron comprar el departamento de abajo y nos ampliamos.
La pequeña María y su padre, Onofre Lovero, luego de una función
-¿Cuántos años tenía tu papá cuando naciste?
-Cuando nací papá tenía 65 y cuando falleció, yo tenía 22. Es muy curioso, por esto que te contaba que yo creo mucho en la vida, en que estamos siendo cuidados por una energía, Dios, universo, como cada uno quiera llamarlo. ¿Y sabés qué? A los 77, papá tuvo un infarto, estuvo grave, muchos días por morirse. Hubo noches cruciales; yo tenía 12, fue muy duro. Hubiera sido difícil para mí que él se fuera entonces. Mamá me contó que en esa oportunidad, una vez que pudo ingresar en la terapia intensiva le dijo que respetaba mucho si era su momento de partir, pero que si él podía y quería que se quedara un tiempo más, porque yo estaba muy chiquita. La magia es que empezó a recuperarse y vivió diez años más. Cuando me fui a Chile, él ya estaba grande, con problemas cardíacos, y uno de mis mayores temores (uno de los motivos por los que decidí migrar cerca) era que quería estar, porque la muerte es impredecible, pero la de él un poco menos. De ese fin de semana [el último de noviembre de 2012] me acuerdo claro que habíamos compartido un día muy lindo en familia, que comimos medialunas (yo dulces y él de grasa), jugamos al ahorcado y a otras cosas como los compositores preferidos: él decía todos los de ópera y yo todos los de ballet. Fuimos a comer afuera y lo grabé haciendo un hechizo que el usaba cuando a mí me dolía algo y se me pasaba: me lo llevé en un video por si lo necesitaba cuando estuviera en Chile. Al otro día, cuando nos despertamos, lo vi sentado al borde de su cama y sentí una vulnerabilidad especial, algo más allá de lo físico. Siempre lo percibí como a un roble, hasta sus últimos días. Entonces entré en su cuarto, me puse junto a él y le dije que lo amaba muchísimo, que le agradecía todo lo que me había dado y que podía estar tranquilo conmigo. Me miró, sonrió y se fue a almorzar con los amigos del Nacional Buenos Aires, que festejaban 60 años de egresados. Cuando volvía de la comida, se subió a un taxi, le dio la dirección de casa al conductor y murió con la plata en la mano. Papá era muy querido y muy querible. Un tipo tan lindo. Hasta el taxista con su mujer vino a despedirlo en la Legislatura. Era ciudadano ilustre.
-¿Tenés hermanos?
-Sí, tengo una hermana que quiero mucho, Mónica, del primer matrimonio de papá. Moni tiene la misma edad de mamá.
En el escenario del Teatro Municipal de Santiago coinciden varios argentinos: María Lovero bailó muchas veces con su compañero de la escuela del Colón Emmanuel Vázquez
-Tu papá llegó a verte bailar, ¿qué te decía?
-Sí, me vio mucho con Iñaki, aunque bailábamos más afuera que en la Argentina; me vio hacer Paquita, Symphonic variations de Ashton, el pas paysan de Giselle en el Luna Park, Cuentos de Chopin, los tangos… Qué lindo recordarlo, ¡es verdad, me vio bastante! Después, cuando estuve un año en la compañía de Julio [Bocca ya se había retirado], con el Ballet Argentino hice Bésame mucho de Ana María Stekelman, Nine Sinatra Songs -en la que bailaba “Something Stupid”-. Después, no pudo viajar a Chile los primeros años porque estaba con su corazoncito delicado, pero cuando lo autorizaron me vio en El pájaro azul y otras variaciones de solista… todavía yo no hacía roles de primera bailarina. Recuerdo sus “¡bravo!”
María con su mamá Laura y su papá, el actor y director de teatro Onofre Lovero; “Tengo una gran admiración -dice-. Siento cada día que tuve unos papás atómicos”
-Onofre era un apasionado de la ópera, ¿no?
-Era un apasionado del arte, su gran amor era el teatro, pero le encantaba la ópera, y luego la danza. Un día estábamos sentados en mi departamento, acá, en Santiago, y él miraba la cordillera. Se emocionó. Me decía: “soy afortunado de poder conmoverme”. Heredé eso.
-¿En qué momento de tu carrera estás?
-El Ballet de Santiago es mi casa artística por 12 años y construí una carrera que empezó a formarse antes, por supuesto en el Teatro Colón primero y a nivel profesional con las compañías de Iñaki y Julio. Tuve diez años como directora a Marcia Haydée, tuve el honor de trabajar roles muy importantes para mi desarrollo, como Julieta, que John Cranko creó para ella. Nunca me voy a olvidar la escena del veneno, que tanto me costaba al principio. Como bailarina clásica, a veces desestructurarse cuesta. Yo concibo la danza desde un lugar artístico; es muy importante agarrarse todos los días de la barra y trabajar la técnica, es el medio, pero el fin es otro. Marcia es una gran obrera de la danza, de laburar para construir la entrega artística, que es lo fundamental. Ella, me dijo: “soltate el rodete, sacate las puntas que acá no sos bailarina”. Y así, descalza, con el pelo suelto, me agarró de la mano e hizo toda la escena del veneno conmigo, y lo que era redifícil, de repente…
-¿Quién era tu Romeo?
–Emmanuel Vázquez, gran amigo, mi compañero desde la escuela del Colón. Chile me dio la oportunidad de cumplir muchos sueños y bailar roles hermosos, además de tener maestros enormes. Este año hice Giselle. Estoy en un hermoso momento. Siento que esta carrera te hace madurar a pasos agigantados, sobre todo si empezás a trabajar a los 15 años viajando por el mundo. En otros aspectos uno va creciendo a medida que la vida te va a invitando. A esta edad, con una nueva década, vivo mi danza desde otro lugar. Iñaki me decía siempre que los treinta eran la etapa más linda: cuando sos muy joven el cuerpo te acompaña bien, pero ves la danza con otros ojos.
-¿Y añorás bailar en tu país?
-Me gustaría mucho, sí. Amo la Argentina. Iba a haber un intercambio de bailarines con el Teatro Colón, para mí sería una alegría enorme. La verdad es que si no hubiera sido por las dificultades que pasaba el país en su momento, no sé si me hubiese ido. Hay gente que sueña con migrar, mi deseo era desarrollarme como bailarina en un lugar sin tanto conflicto, y el Teatro Municipal y el Ballet de Santiago en Chile me dieron esa posibilidad en una carrera que es tan corta. Siempre desee que el Colón, una casa artística tan importante a nivel internacional, y la Argentina pudieran encontrar estabilidad y armonía. El desarraigo fue muy difícil, pero empecé a sacar raíces y aunque me siento reargentina he construido un hogar aquí.