Los sinsabores de compartir piso a la fuerza: “Nos llevábamos casi 40 años y uno todo el día fumaba porros”

Lorena M. tiene 44 años y recuerda con una sonrisa nostálgica los tiempos en que compartió piso de estudiantes en Barcelona. “Fue una de las mejores etapas de mi vida, llegamos a ser cuatro personas en el piso, pero casi siempre era entre amigas. Vivir solas era emocionante entonces”, rememora. Luego se graduó, comenzó a trabajar y se fue a vivir en pareja, sintetizando, hasta que hace menos de un año se separó y descubrió que su sueldo de 1.650 euros no le daba para vivir sola en la ciudad. Y mucho menos para quedarse en Gràcia. Así que tras mucho pensarlo y ver un sinfín de pisos en barrios más asequibles –“auténticas birrias a 800 euros más suministros que no me dejarían margen para ningún capricho”– tomó la determinación de alquilar temporalmente una habitación. “Mi objetivo es ahorrar y comprar algo de propiedad cuando bajen los precios”, cuenta, así que se ha quedado en su barrio favorito, en una habitación por la que paga 625 euros con gastos incluidos.

Es uno de los nuevos perfiles de inquilino de vivienda compartida. “Muchas agencias no te alquilan un piso si tu sueldo no es muy superior al alquiler“, se queja. Pero ni siquiera arrendar una habitación, de 12 metros cuadrados, ha sido fácil. Visitó no pocos hogares: “Los más asequibles estaban llenos de veinteañeros, y yo buscaba algo tranquilo. O los pisos tenían poca luz, o se veían muy tronados, y no me apetecía un grupo mixto de desconocidos”. Así que ahora vive con otras dos mujeres, de 32 y de 39, con el pacto de no llevar visitas a casa ni hacer fiestas y otras normas. Sus horarios laborales son distintos, lo que permite “algo de intimidad”, que es lo que más valora, aunque no recuerda haber hecho nunca tanta vida fuera de ‘casa’. “No es una situación ideal, pero no quería volver a mi ciudad natal”, agrega.

Los hogares compartidos entre amigos pueden ser un bálsamo de camaradería, pero lo cada vez más habitual es que la convivencia sea aleatoria y fruto de un anuncio. De pronto toca compartir WC, nevera y televisor con varios desconocidos. Para los más jóvenes es una aventura. Pero a más edad, más probables son los roces.

Víctimas de la hipoteca o separados

Con 36 años y tras malvender su primera vivienda al no poder asumir la hipoteca por estar en ERTE durante muchos meses de pandemia, Roger L. se vio forzado a vivir en una habitación en 2022. “Nunca lo había hecho y lo más chocante era cruzarme por la mañana con los otros dos, que acababa de conocer, en pijama o calzoncillos. Me parecía violentísimo”, explica. Duró tres meses, hasta que una vez notó que alguien había tocado sus cosas. “Uno llevaba años en la casa, pero la otra habitación era más de paso, no me sentía seguro ni a gusto”. Prefirió regresar al hogar materno hasta recuperar su economía.

Peor lo ha tenido Eduardo, de 55 años y profesor de guitarra, quien tras un divorcio descubrió hace poco que era “imposible” volver a vivir solo en Barcelona con su sueldo. “No hay nada de 700 euros, ni de 30 metros, es desesperante y no puedo irme fuera porque tengo todas las clases aquí”. También llamó a muchos anuncios y perdió varias habitaciones. “Tenían tantos candidatos que me decían que ya me llamarían cuando acaben de elegir”. Él primaba la ubicación, así que cuando logró alquilar una habitación por 600 en el centro de Sants sabía que la apuesta era complicada por la disparidad generacional entre ocupantes.

Con el ‘compañero’ de 18 años, familiar del propietario, enseguida hubo roces de convivencia. “Todo el tiempo fumaba porros, yo casi no podía ni salir de la habitación”, relata. El primer fin de semana el piso se llenó de amigos y fiesta, que dejaron el único baño de la vivienda hecho un cristo. “Me daba asco hasta lavarme los dientes”, lamenta. Así que en apenas unos días optó por marcharse, pese a haber pagado el mes y una fianza, que ahora lucha por recuperar, e incluso haber pintado la habitación. Se ha refugiado en casa de un primo en L’Hospitalet y confiesa que no tiene ánimos de volver a buscar hogar compartido. No descarta mudarse de ciudad.

Cuando la convivencia es entre amigos, resulta mucho más asumible. Gerard C., ingeniero de 29 años con trabajo estable, comparte con otros dos amigos de su quinta, un historiador y un fotógrafo, ambos con empleo. “Tengo claro que no quiero destinar más del 30% de mis ingresos a un alquiler”, subraya. Así que optó por una habitación en un sexto sin ascensor en la Antiga Esquerra de l’Eixample, con una renta mensual de 1.075 euros a dividir entre tres. Está a gusto con sus compañeros y la buena ubicación, así que ironiza con su mejora de vida: “He compartido cua

 

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