La revolución permanente de La tierra baldía

En una época solo interesada en el presente continuo, resulta desconcertante recapitular las lentas revoluciones literarias del pasado. Si se echa la mirada atrás, se sufre el espejismo de suponer que La tierra baldía (The Waste Land), el libro con que T.S. Eliot trastocó la poesía del siglo XX, fue un fenómeno inmediato. Su incidencia derivó en realidad del entusiasta trabajo de zapa de la internacional literaria europea de entonces, siempre atenta a la vanguardia. De ese mismo empuje participó Ulises, la novela de James Joyce, estricta contemporánea de La tierra baldía.

El poema de Eliot tiene –dato curioso– un centenario en etapas. Se publicó primero en la revista The Criterion (que dirigía el propio autor) en octubre de 1922. En noviembre, la reprodujo la estadounidense The Dial. En diciembre, hace casi un siglo, apareció en Nueva York en forma de libro y tardó un año en publicarse así en Inglaterra (en la editorial que timoneaban Virginia y Leonard Woolf).

¿Cuál fue el quiebre que propuso? Divido en cinco partes, La tierra baldía habla de la esterilidad en todas sus variantes (a eso alude el adjetivo del título, ese amplio waste). Aunque el autor negó haber buscado reflejar el desaliento de una época, la primera posguerra, y pusiera el acento en su desesperación íntima, el efecto de impersonalidad de los versos, construido sobre la base de permanentes citas y alusiones, tuvo consecuencias radicales. La primera clave fue su espíritu mítico: una de sus inspiraciones fue La rama dorada, del antropólogo James G. Frazer, pero no es extraño que a Eliot le haya llamado la atención el trabajo, en modo narrativo, que en ese mismo terreno venía anunciando el propio Joyce. Así, en relación a la esterilidad, hay referencias al Santo Grial, al Parsifal de Wagner y muchas otras intertextualidades que –en parte y para deshacer un poco su oscuridad– Eliot reveló en un anexo. El Inferno de Dante es decisivo. También Baudelaire, con su mirada frontal al mundo urbano y el usufructo estético de su falta de belleza. Pero el poema cuenta con otra estrategia sorprendente: avanza por medio de una serie de voces que, como un collage, se sobreimprimen a su discurrir. La coralidad es, se diría, el reflejo de una única voz secreta, marcada por un miedo existencial.

La tierra baldía

En una flamante edición de La Tierra baldía (El Cuenco de Plata), Pablo Ingberg propone, además de una nueva traducción, un acercamiento minucioso al poema, sus fuentes y sus conexiones internas. Un hallazgo entre muchos: su sospecha de ecos de Kavafis en los vínculos con el mundo antiguo (el poeta griego había sido dado a conocer por esos años por E.M. Forster) y de “Zona”, el poema de Apollinaire, ese otro palimpsesto de voces.

Como Ulises, el libro de Eliot también obliga, en su revolución permanente, a la relectura. Pongamos como ejemplo, apoyándonos en las precisas notas de Ingberg, la primera parte, “El entierro de los muertos”. El inicio del primer verso “April is the cruellest month” (en busca de musicalidad, el traductor opta por un bienvenido “Abril es el más cruel de los meses”) ya contradice la tradición. Abril, mes de la primavera en el hemisferio norte, había sido santificado por Geoffrey Chaucer en tiempos medievales como símbolo de fertilidad. Para el lector tal vez no haga falta el dato erudito: la primavera como estación deprimente también contradice el sentido común. A la descripción de la naturaleza turbia de raíces, le suceden intromisiones ajenas. Aparece luego una vidente (Madame Sosostris), que tira las cartas. Hablan de un marino fenicio que se ahogó: la imagen repiqueteará a lo largo de todo el poema. Y luego, el verso sesenta, final de esa sección, inicia con la formidable escena de la “ciudad irreal”. Las personas se dirigen como zombis dantescos a sus puestos en la City londinense (donde, para recuperar la clave personal, trabajaba Eliot). Como salida de tiempos míticos una primera persona del singular le pregunta a un tal Stetson si empezó a brotar (viejo rito de fertilidad) el cadáver que plantó en el jardín. Que la última línea de esa primera parte sea ajena, el irrebatible “hypocrite lecteur! –mon semblable, -mon frère” de Baudelaire, prueba que algo había cambiado de manera abrupta: para ser original en poesía y confrontar al lector, ese semejante, ni siquiera era necesario valerse de un verso propio.

 

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