La donación de Lionel Messi y la brecha alarmante entre sociedad y autoridad política

Decenas de propulsores de oxígeno donados por Lionel Messi en la pandemia se mantienen arrumbados en la Aduana de Rosario. En la municipalidad rosarina reconocen que nunca llegaron a los hospitales donde debían usarse para enfrentar las trincheras de la peste, cuando los respiradores eran insuficientes frente a la marea de enfermos que se agolpaban en las guardias. Jorge Messi, el padre del jugador, alquiló un avión privado para transportarlos en el primer invierno de la pandemia y bajarlos en el aeropuerto rosarino. La intermediación de la donación había corrido por cuenta de Diego Schwarzstein. En Rosario, el nombre de Schwarzstein es legendario porque se asocia a la historia del deportista más extraordinario que entregó la ciudad. Fue el médico que en enero de 1997 vio llegar a la mamá de Messi y le explicó que su hijo quería ser futbolista, pero tenía un problema de crecimiento. Schwarzstein encaró estudios, pruebas, y confirmó que el problema era el faltante de una hormona. El tratamiento era costoso y exigía inyectarse una vez por día en forma subcutánea una hormona reproducida genéticamente. Aquel diagnóstico de Schwarzstein fue el origen de la travesía que terminó con el pequeño Lionel Messi jugando en el club Barcelona. Fue también el primer tramo internacional de una odisea que tuvo en su capítulo más reciente la consagración de Messi como campeón del mundo. Es fácil imaginar que una donación precedida por los nombres de Schwarstein y Messi, en medio de las carencias sanitarias de la pandemia, tenía avales suficientes para destrabar cualquier candado gubernamental o burocracia estatal. No fue así.

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Los aparatos donados habían sido desarrollados por la empresa automotriz SEAT junto a la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) en España como sustituto de urgencia para la atención primaria. No eran respiradores para salas de internación. Se trataba de un prototipo de nombre OxyGEN que servía para asistir a los enfermos de COVID que llegaban con insuficiencias respiratorias, hasta tanto se liberara un respirador. Pero cuando quisieron retirarlos del aeropuerto, la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnologia Medica (ANMAT) lo impidió. No encajaban en las categorías que tenía el organismo. Se requirieron más papeles. Todo se trabó en la hiedra burocrática, la misma que en cambio se perfora fácilmente con sobornos en los caminos paralelos de los despachantes de aduana. En Rosario reconocen que, dos años después, los equipos siguen sin llegar. No hubo apellido ilustre que pudiera ganarle a los obstáculos.

El relato forma parte del historial de la relación de la familia Messi con el Estado argentino y se entrelaza como un eslabón más a la cadena de fracasos que alimentan la disociación entre la sociedad argentina y la autoridad política. Esa separación se ensanchó en las últimas décadas a fuerza de expectativas insatisfechas, donde la historia de los equipos OxyGEN donados para la pandemia es solo una anécdota. Alrededor se abre un océano vasto de ejemplos más profundos, retrocesos económicos, aumento de la pobreza y promesas incumplidas. Esa distancia entre sociedad y autoridad se terminó de plasmar en el regreso de la selección de fútbol, que evitó cualquier postal de contacto con la representación política. Aunque fue celebrada por sectores de la oposición, la escena expresa una descomposición alarmante: muestra la inexistencia de un consenso social mínimo para cualquier autoridad.

Sobre ese pastizal seco de la falta de legitimidad, el Gobierno amenaza después con incumplir un fallo de la Corte Suprema de Justicia. La propia autoridad pública carcome su legitimidad desde su interior y lo celebra.

Hay innumerables ejemplos, pero uno se vincula al mundo del fútbol. Alberto Fernández intentó dos años atrás generarle un contrincante al Chiqui Tapia para desbancarlo de la AFA y quebró el pacto que se había sellado para el reparto de poder en la asociación. Todo se apoyaba en un error de cálculo. Fernández nunca tuvo los votos necesarios para lograr el objetivo que alentaba su entorno con un puñado de instituciones. Tapia construyó su fortaleza con la reunión de decenas de clubes chicos, que juntos se imponen por número a los grandes. Pero el desafío presidencial sirvió para sellar a fuego la enemistad del titular de la AFA. La capacidad futbolística de la selección entregó a la Argentina una nueva copa mundial, con un grupo de jugadores que se referencian como nunca antes en Lionel Messi como su capitán. Y Tapia tuvo el acierto de integrarse al grupo, que lo apoda “el gordo”, y sostener a Lionel Scaloni frente a los ataques. Cuando las invitaciones del Gobierno llegaron para visitar la Casa Rosada, el oficialismo había hecho lo imposible para que fueran rechazadas. Matías Lammens, el ministro de Deportes que tuvo a su cargo parte de las gestiones, estaba asociado a Marcelo Tinelli, una de las caras que desafió el esquema de poder de Tapia. Santiago Carreras, el referente de La Cámpora en Qatar, de diálogo asiduo con Máximo Kirchner, carecía de motivaciones para trabajar para la foto de Alberto Fernández con la selección. Y el oficialismo estaba ahora desprovisto de directores técnicos afines, como había sido en el pasado, cuando Alejandro Sabella y Jorge Sampaoli, quienes mostraban públicamente su sintonía con el kirchnerismo. “La selección es 97 por ciento Messi”, reproduce un conocedor del grupo cuando se le pregunta cuánto puede pesar la opinión de cada jugador. El capitán debía decidir el camino. La decisión final fue celebrar en las calles y apartar a la autoridad.

El Gobierno tenía interlocutores para cambiar el destino, como Marcelo Achile, presidente de la Primera Nacional de la AFA y amigo de Julio Vitobello, secretario General de la Presidencia. El ministro de Economía, Sergio Massa, podía recurrir a su aliado Pablo Toviggino, secretario ejecutivo de la AFA y mano derecha de Tapia, un dirigente de vínculos con el gobernador kirchnerista Gerardo Zamora, de Santiago del Estero. Nadie quiso. O a nadie le interesó. La disolución de la autoridad encuentra sus mayores contribuyentes en el interior del Gobierno. Visionario, el emblemático Toviggino llama a Tapia “comandante” y sube videos de Juan Domingo Perón y el Papa Francisco.

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Los errores de cálculo entre sus objetivos y la capacidad para lograrlos son una característica intrínseca del gobierno de Fernández, desde el anuncio de estatización de Vicentin hasta la quita de fondos a la Ciudad de Buenos Aires. La desgracia se repite siempre con el mismo esquema: nace como un intento por ofrendarle al kirchnerismo un gesto de autoridad, luego se frustra por su propia debilidad y el fracaso termina por dejarlo en una crisis peor a la originaria. Así nació la maniobra para quitarle a la Ciudad de Buenos Aires fondos coparticipables y entregárselos a Axel Kicillof para fortalecer el territorio donde el kirchnerismo proyecta su supervivencia. Fernández incineró en aquella ruptura de la mesa de consenso que lo unía con Kicillof y Horacio Rodríguez Larreta el mayor caudal de popularidad que había logrado en su mandato. Aquella ofrenda tuvo lugar también durante el flagelo de la pandemia, cuando la Fundación Lionel Messi donó a los hospitales de Rosario los equipos para ayudar a la respiración de los pacientes. El Presidente no consiguió ganarse el beneplácito del kirchnerismo, que lo siguió vislumbrando como un adversario y terminó por generar una inédita crisis institucional con la Corte Suprema. Y los aparatos que donó Messi nunca llegaron a los hospitales. Como suele ocurrir en la Argentina, nada terminó como se había imaginado.

 

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