Esta es la reacción de tu cerebro ante las ofertas del Black Friday

Todos hemos comprado alguna vez algo que no necesitamos, pero pocas veces nos paramos a pensar en qué nos ha movido a tomar esa decisión. Este tipo de comportamientos irracionales, a veces inexplicables, también son parte del funcionamiento del cerebro. Nos han ayudado a sobrevivir y a actuar rápidamente. Sin embargo, cuando el ansia de consumir se impone a la razón, podemos acabar pagando un precio demasiado elevado. Algo que suele ocurrir, precisamente, en días como el Black Friday.

Tomamos decisiones en todo momento. Algunas de ellas son triviales, mientras que otras son más trascendentales, pero en todas ellas opera una máquina de extraordinaria precisión: el cerebro. El ser humano es una criatura inteligente, y como tal, no se espera que actúe en su propia contra. Sin embargo, el cerebro también puede inducirnos a comportamientos irracionales. Por ejemplo, muchas veces buscamos el placer a corto plazo a expensas de consecuencias negativas en el largo plazo, o basamos nuestras decisiones en algo tan maleable como las emociones.

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Neurociencia para entender el Black Friday

Las pruebas que nos aportan lapsicología, la neurociencia y otras disciplinas que han profundizado sobre este tema nos dicen que la mayor parte de tiempo decidimos de manera rápida, automática, de manera instintiva, a veces inconscientemente, e influenciados por el contexto. Y precisamente las tiendas son especialistas en aprovechar estos momentos de impulsividad para conseguir aumentar sus ventas.

El cerebro tiene la tarea de reunir información del mundo que nos rodea y de nuestro cuerpo para dirigir nuestra conducta de la manera más apropiada posible, y esto lo puede hacer básicamente de dos maneras: con un análisis deliberado (de una forma lenta, reflexiva y considerando los diversos factores relevantes), o bien de una manera errática e irracional.

Y es ese sistema rápido el que puede llevarnos por el mal camino, por eso lo compensamos con un proceso más lento que nos permite evaluar si nuestra intuición está equivocada o nuestras emociones nos están nublando la vista a la hora de actuar.

“En los procesos de toma de decisiones tenemos la sensación de que nos decidimos por otra opción de forma voluntaria, pero en realidad a veces la decisión no es tan libre. -explica Diego Redolar, profesor de neurociencias de la Universidad Oberta de Catalunya y director de la unidad de neuromodulación y neuroimagen del Instituto BRAIN 360-. Hay factores que nos explican que nos decantemos por una u otra cosa. Son factores que están relacionados con el funcionamiento de distintas regiones del cerebro que están implicadas en distintos procesos cognitivos: el razonamiento, el proceso de información emocional, el refuerzo y el hábito”. Esas estructuras, explica el experto, han ido evolucionando a lo largo de los años, y de su funcionamiento depende nuestro comportamiento.

“A veces tenemos la sensación de que nos decidimos por otra opción de forma voluntaria, pero en realidad a veces la decisión no es tan libre”. Diego Redolar, profesor de neurociencias de la UOC.

En primer lugar, el cerebro se apoya en las denominadas ‘etiquetas emocionales’, para seleccionar la información más importante para la toma de decisiones. Por ello, cuando nos encontramos de nuevo ante una situación o un estímulo determinado ya disponemos de información útil para decidirnos sobre algo en concreto. Ello es especialmente útil cuando realizamos acciones básicas y rutinarias, y nos permite ganar tiempo. El problema es que estos mismos atajos pueden llevarnos a tomar un camino erróneo debido a los sesgos.

Basados en nuestra experiencia, intuición, aprendizaje y emociones, integramos la información en un contexto que cambia constantemente y de manera automática. En este proceso intervienen varias regiones situadas en el lóbulo frontal, responsable, entre otras funciones, de nuestra personalidad.

El curioso caso de Phineas Gage

Phineas Gage era un joven estadounidense que trabajaba como capataz de una compañía de ferrocarril. Era un empleado eficiente, capaz y muy equilibrado, y rara vez tomaba decisiones impulsivas. Pero en 1848 sufrió un aparatoso accidente como consecuencia del cual una barra de hierro atravesó su lóbulo frontal. Se convirtió en una persona impulsiva e irreverente. ¿Qué le había ocurrido? Esencialmente, el deterioro del lóbulo frontal había cambiado completamente su personalidad. De hecho, su caso fue tan paradigmático que se convirtió en una de las pruebas científicas más importantes para la investigación de esta parte del cerebro y para el desarrollo de la neurociencia.

La importancia del contexto

Dentro del lóbulo frontal hay una zona determinante que nos permite tomar esas decisiones en un contexto cambiante: la corteza prefrontal ventromedial. Para entender cómo funciona, el neurocientífico Diego Redolar plantea un ejercicio práctico: imaginémonos que estamos en el cine y queremos comprar palomitas. Al acercarnos al mostrador, tenemos que decidirnos entre dos tamaños s: el individual, de 3€, y el familiar, de 7€. Cuando se traslada esta situación en una investigación, la mayoría de los sujetos de estudio, apunta el experto, opta por comprar el cubo de tamaño individual, argumentando que es suficiente para ellos. Pero imaginemos que se añade un tamaño intermedio, de 6,50€. En este caso, la mayoría de los participantes se declinan por comprar el cubo de tamaño familiar, arguyendo que solo vale 50 céntimos más caro que el de tamaño medio. El mismo sujeto cambia su decisión en función del contexto, aunque sus necesidades no han cambiado.

El responsable de este comportamiento es precisamente la corteza prefrontal ventromedial, que monitoriza el coste de oportunidad (en este caso, el dinero que estamos dispuestos a pagar), en función de un contexto determinado. Del mismo modo en que esta región nos permite sopesar la opción más ventajosa en un determinado contexto, será la que nos determinará si una oferta merece o no la pena. De alguna manera, esta zona del cerebro nos permite anticipar los problemas o beneficios que podemos tener ante una determinada circunstancia, con lo que resulta fundamental en nuestra reacción emocional en función del contexto normativo y ético del momento. Y sirve así, entre otras funciones, para contrarrestar la acción de la amígdala, el núcleo relacionado con la gestión de las emociones. En otras palabras, la corteza prefrontal ventromedial es la que nos impide, entre otras cosas, dar una bofetada a ese compañero de trabajo insoportable, o responder con violencia cuando un vehículo choca accidentalmente contra nuestro flamante último modelo recién salido del concesionario.

Acción y recompensa

Sin embargo, el proceso de decisión depende de múltiples factores, entre los cuales es determinante un aspecto fundamental: ¿qué obtengo a cambio? Uno de los descubrimientos más importantes de la historia de la neurociencia ha sido el estudio de los circuitos de recompensa, esos mecanismos relacionados con la sensación de placer que involucran distintas regiones cerebrales que se comunican entre sí mediante neurotransmisores, entre ellos la dopamina. Esta señal es liberada por unas neuronas situadas en el área segmental ventral, que produce dopamina en una zona llamada núcleo accumbens.

La dopamina es un neurotransmisor que actúa como mensajero químico, y está involucrado en sensaciones como el placer o la motivación, aunque también es crucial en el proceso de aprendizaje. “Es una señal que nos dice que algo es importante para nosotros, y nos dice qué tenemos que hacer para conseguirlo”, explica Redolar. En realidad, nuestro cerebro desarrolló su sistema de recompensa basado en la dopamina con un fin: la propia supervivencia. Se trataba de fomentar comportamientos que nos ayuden a sobrevivir, como comer, procrear o interactuar con nuestros congéneres. Por este motivo, una ‘inyección’ de dopamina es pura adrenalina para nuestro cerebro. Es lo que nos sucede cuando obtenemos éxito, reconocimiento o probamos algo que nos gusta mucho. Pero una dependencia de esa dopamina puede desembocar en ansia, y de ahí a una adicción.

El sistema de recompensa nació a lo largo de la evolución con un fin: garantizar nuestra supervivencia.

Esta se produce porque el sistema de recompensa del cerebro tiene mecanismos para gestionar dos efectos muy distintos provocados por neurotransmisores: el ansia y el placer. El ansia es generada por la dopamina, mientras que el placer es estimulado por otros neurotransmisores. Cuando los circuitos del ansia saturan los centros del placer, se produce la adicción, y la persona que lo padece se ve obligada a llevar a cabo un comportamiento determinado, a comprar un determinado producto o a consumir una determinada sustancia.

Por eso es necesario encontrar un freno a esa explosión de dopamina. Es ahí donde actúa otra región del cerebro: la corteza prefrontal dorsolateral. “Es la que te dice, por ejemplo, ese móvil que tanto quieres comprar es demasiado caro”, señala Redolar.

¿Por qué sucumbimos ante un descuento?

En ciertas fechas señaladas como Black Friday, Cyber Monday o las rebajas, adquirimos un producto soñado a un precio ‘de ganga’. O eso es lo que pensamos. A veces ese descuento no es tan ventajoso y se debe más a nuestra percepción subjetiva, que a una auténtica ganancia. ¿Por qué sucede?

A veces el descuento de una campaña publicitaria no es tan ventajoso como parece.

La psicología conductual plantea diversas explicaciones a este fenómeno. En primer lugar, cuando a un consumidor se le ofrece un descuento, en su mente confluyen dos fuerzas contrapuestas: la atracción que supone un menor sacrificio económico y el recelo ante la compra de un producto barato que nos podría salir caro. En segundo lugar, existen factores relacionados con el riesgo percibido de perder una oportunidad, así como la sensibilidad que cada consumidor tiene ante la bajada de precios. En este último ejemplo cabe mencionar el conflicto que en ocasiones se establece entre el descuento y el valor, cuando el consumidor atribuye la bajada del precio a una razón externa. Los psicólogos llaman a este fenómeno ‘teoría de la atribución’, que explica cómo los individuos perciben y encuentran una explicación concreta para determinados acontecimientos, como pueden ser unas rebajas. Los investigadores descubrieron que cuando los consumidores atribuyen un descuento a una ocasión especial (como puede ser una celebración), es más probable que acaben comprando.

Es por ello que una misma situación puede entenderse como un descuento sin sentido o como una oportunidad que no hay que dejar escapar en función de la percepción del cliente, su experiencia y qué regiones del cerebro se activan en ese proceso de compra: por un lado, las neuronas de la corteza prefrontal ventromedial monitorizan la cantidad de dinero que los consumidores están dispuestos a pagar. El núcleo accumbens nos empujará a comprar aquello que ansiamos, sin importar el coste, mientras que la corteza prefrontal dorsolateral nos instará a tomar una decisión más racional.

La acción combinada de todas estas regiones determinará qué decisión acabamos tomando ante una determinada oferta. Pero existen numerosos factores externos que pueden influenciarnos más de lo que creemos: estímulos visuales o cognitivos bien conocidos por los estrategas de las campañas de marketing.

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Una imagen vale más que mil palabras

Nos encontramos en los pasillos de un gran supermercado, y tenemos ante nuestros ojos un sinfín de productos de distintas marcas, colores y precios. ¿Por cuál de ellos nos decantamos? La decisión final dependerá de un conjunto de factores, desde nuestra capacidad racional hasta nuestra reacción a estímulos externos. Y es que las imágenes, y en particular, los colores, tienen una gran eficacia a la hora de transmitir información que nos resulta fácil de identificar. Sin que seamos conscientes, los colores nos está transmitiendo información subliminal que puede influenciar, o incluso distorsionar, la manera en la que percibimos la realidad.

Los colores nos transmiten información subliminal que puede influenciar, incluso distorsionar, nuestra percepción de la realidad

Esto sucede porque nuestros sentidos envían al cerebro millones de impulsos de información por segundo, pero no somos capaces de procesar una cantidad tan ingente de datos. Por este motivo, la evolución nos dotó de mecanismos que nos permitieran canalizar toda información de manera instantánea.Es sabido que los colores, por ejemplo, pueden afectar a nuestro estado de ánimo y moldear nuestra conducta, mientras que la exposición a la luz tiene un efecto determinado sobre nuestro comportamiento. Incluso se ha demostrado que la luz y el color afectan al estado de alerta, la frecuencia cardíaca y el estado de ánimo.

Emociones al servicio del mercado

Las tácticas de marketing dirigidas al consumo no son nuevas, pero el uso de las nuevas tecnologías y las redes sociales ha multiplicado de manera exponencial los mensajes y los impactos publicitarios.

Tal y como explica Regoder, para desembocar en la decisión de compra es necesario que se produzcan dos condicionantes: que el producto llame la atención del comprador y que active su circuito de recompensa, que le interese. La segunda condición es un refuerzo de la primera. Pero con las nuevas tecnologías existe un refuerzo suplementario. Imaginemos un anuncio de una red social, como Instagram, Twitter o Facebook, que nos muestra algo en lo que ya estamos interesados. “Son anuncios dirigidos a lo que ya le gusta al usuario, con lo que activan nuestro sustrato nervioso de refuerzo”.

La respuesta a los innumerables estímulos que recibimos a través de distintos medios, ya sean físicos o digitales, marcarán las estrategias de venta y determinarán qué productos o servicios tienen más probabilidades de éxito. Seremos nosotros los que determinemos si comprar o no. Aunque, visto lo visto, en última instancia parece que no somos tan libres como pensamos a la hora de tomar esa decisión.

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