María, con 96 años, acaba de quedarse sola en casa. Es 18 de abril de 2003, Viernes Santo. Su hijo, su nuera -con quienes vive- han salido a eso de las doce para ir a recoger a su bisnieta. Será ir y volver. Van a comer todos juntos. No tardan, solo recogerla.
María no ve muy bien, pero se vale por sí misma. Le encanta ir a misa, a por el pan y a dar un paseo. Nunca va sola. Su familia siempre la acompaña. Cerca de la una de la tarde, suena el timbre. María no abre. Le han dicho que no lo haga, todos sus familiares tienen llave. Vuelve a sonar, de forma insistente. La anciana se acerca a la puerta, esa forma de llamar… podía sería su nieta.
“Unidad de Policía, dígame”. A las dos de la tarde el 091 respondió a la llamada. “‘¡Por favor, vengan!” Al otro lado de teléfono, en auténtico shock, habla el hijo de María. Acaba de llegar a casa. Su madre está tumbada, boca arriba, en el suelo de su dormitorio. Tiene algunos golpes, está amordazada. No respira. La han matado en su domicilio, el número 71 de la calle Ayala, en el barrio de Salamanca.
Sería el primero, especialmente cruel, pero le seguirían tres meses de auténtico terror en Madrid: dos asesinatos, tres intentos de homicidio y una veintena de robos. La autora de todos los ataques: una mujer de 39 años, pelo largo, moreno, alta, de etnia gitana, corpulenta. Se llama Encarnación Jiménez, la apodaron la ‘mataviejas’. Actuaba de lunes a viernes, siempre por las mañanas. Está condenada a 152 años de prisión porque acechaba ancianas, las golpeaba, las ataba e, incluso las mataba, en sus casas.
Un vestido de muñeca
Cuando María (96) abrió la puerta, no tuvo tiempo de defenderse. Al otro lado estaba Encarnación. La mujer fue asesinada y robada en menos de una hora. Cuando su familia volvió a casa no pudieron hacer nada por ella. Su hijo, tras abrir con llave, encontró una colilla en el suelo y la entrada revuelta. En el hall, tirada en el suelo, la parte de arriba de la dentadura de la anciana. Se le había caído en el primer golpe.
No había ningún ruido, solo silencio. Le pidió a su mujer y su nieta que no avanzaran. Encontró a su madre amordazada con una camisa. En la boca, metido a presión (le desplazó la prótesis hacia la laringe), un vestido de muñeca. La autopsia dice que murió asfixiada.
Faltaban 300 euros en efectivo y algunas joyas -tasadas en 598 euros, según el atestado policial-, entre otras, el anillo de bodas de la anciana: “M.I. 30.5.30”, rezaba la alianza. Una vecina contó a la policía que minutos antes, una señora con ropa oscura y pelo moreno había estado llamando a las puertas para vender cosas. “Parecía gitana”, apuntaba.
“Por favor, soy diabética”
20 de mayo. Carmen, con 81 años, está limpiando la puerta de su casa en la calle Los Urquiza (Quintana) cuando una mujer morena se le acerca. Dice que no se encuentra bien, ha tenido un desvanecimiento, necesita un vaso de agua. Carmen quiere ayudarla, pero nada más girarse para entrar a su casa a por el vaso, recibe un empujón. En el suelo, es arrastrada por la casa. Le quitan las medias y ve como la atan los pies con ellas. Le dan golpes, uno en la cabeza. En cuestión de minutos, la mujer, su agresora, abandonaría el domicilio con un botín de 1.413 euros (mil en efectivo, el resto en joyas). Carmen lo tenía apartado porque iba a hacer un viaje. Antes de salir, la ladrona, se fuma un cigarro en su casa. Se marchó, y a Carmen la dejó atada.
Unos días más tarde; se repitió la escena en el barrio de Carpetana. Sonó el timbre en casa de otra mujer mayor, 88 años. También se llamaba Carmen. Cuando abrió, débil (pesaba 45 kilos), su agresora no tuvo que inventar nada. La tumbó de un golpe: “esto es un atraco”.
A Mercedes, de 76 años, la Mataviejas la visitó un día después, el 7 de junio. Se presentó en su puerta: “Tengo ropa buena y a muy buen precio”. Un empujón, varios golpes, y de nuevo, su víctima estaba en el suelo. La delincuente encontró poco más de 40 euros, y alguna joya. Mientras rebuscaba, fumaba. Oyó ruidos, y decidió marcharse. Antes, reforzó los nudos con los que había atado a la anciana. “Por favor, soy diabética, tengo que pincharme insulina, no me ates”. La ladrona no pestañeó: “por mi, como si te mueres ahora mismo”. Cuando un vecino la auxilió, era ya de noche, habían pasado más de 12 horas. Mercedes sobrevivió, por suerte.
Falsas identidades
Sin cese, sin tregua. La lista de nombres, de víctimas, es larga. El siguiente asalto acreditado fue tres días más tarde. Ocurrió en plaza Bami (barrio de El Carmen), en casa de Eugenia, 80 años. “Ahí tiene que vivir una mujer sola”. Era un bajo, a pie de calle, por lo que la ladrona ideó una excusa para que le abriera la puerta. Muchas veces aseguraba ser una trabajadora social a la que le tocaba visita; otras decía que era la señora de la limpieza: “mi compañera que viene siempre a su casa no puede venir, tiene a su padre enfermo, y me ha dicho que venga yo hoy, aunque no toque”; también simulaba ser personal de ASISPA, una asociación que ayuda a personas mayores, o que iba a comprobar el contador del agua. A Eugenia le dijo que tenía que entregarle unos papeles.
Cuando la mujer abrió la puerta, de nuevo, empujón, y violencia. “Me arrastró hasta la habitación”, declararía luego a la policía. Consiguió sobrevivir. “Quitó el colchón de la cama, agarró el somier y me lo tiró encima. Luego, se subió encima del somier y empezó a saltar… Yo chillaba mucho, me hizo mucho daño”. Le robó lo que tenía y le fracturó la tibia izquierda. Una semana más tarde, lo repitió en otra casa. Su víctima, de 83 años, sobrevivió a sus golpes, pero después, sufrió un infarto.
Los agentes de policía lanzaron una circular: “especial cuidado con personas mayores, hay una atracadora de ancianas”
Abril, mayo, y junio. En tres meses, decenas de mujeres habían sido robadas y agredidas. Los agentes de la Policía Nacional lanzaron una circular: mayores, especial cuidado. Vecinos, víctimas, porteros de edificios, todos coincidían: minutos antes de los ataques, de los robos, de las agresiones, había merodeado por el edificio, por el barrio, una mujer corpulenta y morena.
Todos con un patrón común, mismo modus operandi: una llamada al timbre, un empujón violento, inesperado, que derribaba a la anciana. Una vez en el suelo, las llevaba a la habitación más lejana de la puerta. Atadas, amordazadas con ropa que encontraba en casa, es cuando la delincuente desvalijaba las estancias. Hacía acopio de todo lo que consideraba de valor, se fumaba un cigarro y se marchaba. A muchas de sus víctimas las agredió brutalmente e, incluso, les llegó a poner un cuchillo en el cuello. Además, les decía frases como: “si te mueves, te mato”, “o me dices dónde está el dinero o te corto el cuello”.
A cara descubierta
Se sucedieron los avisos. No cesaban. Consecutivos, en diferentes puntos de Madrid y, a veces, varios en el mismo día. Los agentes de Policía Nacional se marcaron un único objetivo: darle caza.
Intentaron trazar su ruta: robo, agresión y asesinato en el centro, intento de homicidio en Carabanchel, Ventas, Ciudad Lineal, Quintana, Tetuán… Llegaron a la conclusión de que la mataviejas utilizaba dos líneas de Metro: la verde y la gris, la 5 y la 6.
Con ayuda de las víctimas, consiguieron dibujarla: mujer de raza gitana, aunque no lo parece por su tez clara. Complexión robusta, entre 40 y 45 años; 1,60 m, ojos negros y grandes, caderas anchas; en ocasiones va maquillada, pelo negro, algo ondulado, puede llevarlo suelto o recogido en una coleta. Lleva bolso, también negro, en bandolera. Fuma Fortuna, deja colillas en las casa; no lleva guantes (deja huellas) y actúa a cara descubierta.
Encarna siguió atacando. El 1 de julio actuó en la calle Barquillo, el 3 en la avenida Reina Victoria, el 4 en la calle Pedroñeras, el 7 en la calle García Llamas, el 8 en la calle Camarena, el 9 en vía Lusitana, el 10 en la calle Maldonado… Siempre el mismo procedimiento, siempre la misma violencia.
Viernes negro
Miraba los buzones para saber el nombre de las ancianas. Si se confundía y no era un persona mayor quien abría la puerta, decía que tenía joyas (robadas en anteriores golpes) e intentaba venderlas. Si acertaba, empezaba la farsa: “Dolores, ábreme, soy yo…”. Dolores abría y en pocos segundos estaba atada y amordazada con una media o cualquier trozo de tela.
El viernes, 11 de julio, cometió tres ataques en un solo día. Empezó en Pacífico, siguió en Las Musas. Las dos primeras víctimas venían de la compra y las había encontrado en la puerta. Las tiró al suelo y les arrancó el collar con el dispositivo de teleasistencia. A una de ellas, le puso un almohadón en la cara, la salvó su perrito, diría a los agentes de policía cuando entraron en su casa. Encarna se mostraba cada vez más violenta.
El siguiente fue letal. Los agentes encontraron el cuerpo sin vida de una mujer de 64 años en su casa de Villaverde. Se llamaba Luisa, vivía sola y estaba atada de pies y manos. La casa estaba revuelta. Fue asfixiada con un pijama. Los vecinos confirmaron que una mujer había intentado entrar hasta en diez viviendas pocos minutos antes. Vendía joyas, decía, a quienes le contestaron desde detrás de la puerta.
“La tenemos”
Anunciación (88 años) fue una de sus últimas víctimas. Cuando abrió la puerta, la empujaron con rabia. Dio un grito, en casa estaba su nieta. La asesina huyó, se dirigió a San Blas, y atacó a otra mujer, que pudo describir la ropa que llevaba cuando fue auxiliada: “camiseta rosa, pantalón negro y bolso bandolera”. Fue detenida en Usera, poco después, cuando una patrulla la vio merodeando por diferentes portales.
“La tenemos”, celebraron los agentes. Encarnación Jiménez, nacida en Sevilla el 20 de marzo de 1965. Tenía entonces 38 años y era madre de cinco hijos. Casada con un albañil, ama de casa, pero el dinero lo llevaba ella.
Negó los hechos: “solo estoy vendiendo”. Fue trasladada los calabozos de la comisaría de Tetuán. Las huellas dactilares (en cajones, armarios de los pisos de las víctimas…), el ADN de las colillas, y el sí -sin duda- de cada una de las víctimas que la reconocieron cerraron el caso. Fue condenada a 152 años de prisión por asesinato, tentativas de homicidio, lesiones, robo y allanamiento. Nunca pidió perdón, no se arrepintió de ello.
En su domicilio se hallaron dinero y multitud de objetos robados. En el fondo de un jarrón, envuelto en papel vegetal, estaba la alianza de María, la mujer de 96 años, su primera víctima, a la que mató aquel Viernes Santo.