Hace unos días se publicó en Estados Unidos una noticia en apariencia trivial. Un escritor había vendido a una institución californiana, The Huntington Library, las 48 cajas de sus archivos, que incluyen borradores y mecanuscritos de sus novelas, los apuntes tomados a mano, la correspondencia con sus editores y las variadas investigaciones que requirieron sus libros. Sería apenas una nota informativa al pie, en efecto, si no fuera por un dato: ese autor es Thomas Pynchon (Glen Cove, 1937), famoso por su aversión a sacar a la luz esa clase de intimidades. La historia es conocida: de él circulan apenas unas pocas fotos de principios de la juventud. Solo en 2018, ya octogenario, un paparazzo sin escrúpulos logró “cazarlo” por la calle –como en algún momento ocurrió con J.D. Salinger– en compañía de su hijo adolescente. La cofradía de pynchonianos a lo largo y a lo ancho del mundo le dio la espalda a esa miseria mundana. Al fin de cuentas el escritor había desbaratado esa obsesión por su identidad con algunas históricas intervenciones por delegación. Por ejemplo, la entrega, en 1974, del National Book Award, que recibió por El arco iris de gravedad, su novela más compleja y legendaria. Aquella vez envió en su lugar a un comediante (muchos, dado que no se conocía su rostro, creyeron que era de verdad Pynchon) que terminó agradeciéndoles el galardón disparatadamente “a Brezhnev, Kissinger y Truman Capote”.
Se trate esa prescindencia de una fobia o de una estrategia para no distraer de lo que verdad importa, las novelas, la posibilidad de consultar los archivos –a partir de fines del año próximo– será una vía de acceso extraordinaria para conocer algunos de los meandros más inaccesibles de sus ficciones. ¿La fascinación por la entropía y toda la jerga técnica y científica de aquella novela clave busca revelar algo teóricamente o es una manera más de fabular sobre ese mundo que, a partir de la posguerra, se nos había ido de las manos? Seguramente los papeles de los archivos muestren intereses de Pynchon todavía no tomados en cuenta, tanto de la alta cultura como de la popular, siempre fundidas entre sí en sus libros.
Pynchon –su falta de rostro no significa misantropía ni reclusión– ya había dado algunos indicios de las fuentes de su imaginación desbordada en el extenso prólogo de Un lento aprendizaje, el volumen tardío en que reunió sus primeros relatos. Ahí, además de presentarse como un ingenuo joven de los conservadores años cincuenta, nombra a sus maestros inspiradores, su gusto por la música (el jazz y el rock) y la ruta beatnik, pero sobre todo explica –de manera más decisiva– lo que había aprendido del surrealismo en un curso que le tocó en suerte: “Como aún no tenía prácticamente acceso a mi vida onírica, se me pasó por alto lo esencial del movimiento y, en cambio, me fascinó la sencilla idea de que uno pudiera combinar los mismos elementos estructurales que normalmente no se dan juntos para producir unos efectos ilógicos y sorprendentes”. Pynchon explicado por Pynchon suena a Raymond Roussel.
Para los lectores de estas costas, el archivo seguramente también revelará cuestiones de orden vernáculo: si las dispersas alusiones argentinas en sus libros se deben a la estela residual de algún otro seminario universitario o a un conocimiento privilegiado, obtenido en alguno de esos viajes prolongados a los que –según se dice– siempre fue afecto. En Bleeding Edge (Al límite), al hablar de un psicoanalista lacaniano, llega a nombrar Villa Freud, la hiperinflación alfonsinista y el dúo Menem-Cavallo, pero las páginas más sorprendentes se encuentran en El arco iris…, cuando unos argentinos toman un submarino alemán durante la Segunda Guerra Mundial. El grupo es liderado por un tal Squalidozzi, director de cine que planea filmar el Martín Fierro. Su banda gaucho-anarquista la integran, entre otros, un personaje apodado El Ñato. Pynchon, en tiempos muy anteriores a Google, habla con propiedad: cita los primeros octosílabos del poema de José Hernández, cuenta sobre sus condiciones históricas de producción, incluso le inventa a Borges un verso en español. Solo queda esperar que algún detective literario local vaya pidiendo turno para resolver el enigma.