El Poder Judicial bajo asedio

“En lo que a mí hace, pongo el espíritu de justicia por encima de las demás virtudes ciudadanas. Juzgo que la independencia del Poder Judicial es requisito indispensable para la prosperidad de las naciones, pero entiendo que la justicia además de ser independiente ha de ser eficaz, y no puede ser eficaz si sus ideas y sus conceptos no marchan al compás del sentimiento público”. El párrafo, pronunciado por el Presidente de la Nación ante la Asamblea Legislativa en la apertura del Congreso en 1946, al inaugurar las sesiones de ese año, presagiaba lo que luego se concretó: el juicio político a los integrantes de la Corte Suprema de Justicia.

El primer juicio de responsabilidad política a ministros del Tribunal en la historia argentina, se inició contra cuatro de sus magistrados pero dado que uno de ellos renunció –Roberto Repetto- el Senado de la Nación destituyó a tres de los cinco que entonces integraban la Corte Suprema y al Procurador General. El procedimiento, plagado de irregularidades y de vulneraciones al debido proceso de la defensa, despertó severas críticas en la opinión pública y dio paso a la ruptura de la estabilidad en el máximo tribunal del país. El Presidente pudo nominar, entonces, a cuatro de los jueces de la Corte Suprema, distorsionando el sistema institucional porque pudo constituir una holgada mayoría en el Tribunal. En la organización del poder que establece la Constitución Nacional un Presidente de la Nación puede transcurrir la totalidad de su mandato sin proponer al Senado ni designar a ningún miembro de la Corte Suprema. La posibilidad de conformar la mayoría absoluta del Tribunal, de darse, constituiría una anomalía institucional por dos órdenes de motivos: puede afectar decididamente la independencia judicial y entorpecer el desarrollo de una jurisprudencia que respete los precedentes, incorpore paulatinamente las modificaciones necesarias en su doctrina y resguarde la seguridad jurídica.

La jueza María Eugenia Capuchetti delegó en el fiscal Carlos Rívolo la investigación del atentado contra Cristina

Aunque se adjudicó al Presidente de la Nación el ser el principal impulsor de las destituciones, el estrépito que produjo el enjuiciamiento, las consecuencias que acarrearían las destituciones y se señalaban y hasta la actuación distintiva de uno de los defensores –el socialista Alfredo Palacios- velaron al gran público el sentido de aquellas palabras presidenciales ante la Asamblea Legislativa. Quizás se pasó por alto que en algunas de esas expresiones cuidadas se adelantaban y se sintetizaban las desavenencias futuras entre el poder político emergente de las elecciones populares y el Poder Judicial.

El espíritu de justicia por sobre las demás virtudes ciudadanas parece recoger el objetivo del Preámbulo de la Constitución Nacional de afianzar la justicia. Nada que objetar a esa primacía. La independencia judicial va en línea con la separación de poderes que establece la Ley Suprema al adoptar en el Art. 1º el sistema de la república democrática y federal. Sin embargo, esa independencia está condicionada al decir del titular del Poder Ejecutivo de entonces: debe de “ser eficaz y no puede ser eficaz si sus ideas y sus conceptos no marchan al compás del sentimiento público”. He ahí la cuestión. Las “ideas” y los “conceptos” de la magistratura judicial deben acomodarse no a las reglas de la Constitución Nacional que no se mencionan, sino al “sentimiento público”. ¿Se trata del que surge de las urnas en un momento histórico? ¿Del espíritu del pueblo que emerge del resultado de las elecciones? ¿Variará, entonces, con la alternancia política? ¿O se supone que la eventual alternancia puede afectar el sentimiento público? Y, por otro lado, ¿quién desentraña tal sentimiento?

Cuando esa concepción sobre la justicia y del papel que le cabe al Poder Judicial fue esbozada, las principales autoridades constituidas luego de las elecciones generales habían participado del gobierno de facto de 1943 y a pesar de que la Corte Suprema lo había reconocido por medio de una acordada –idéntica, por otra parte, a la que dictó en 1930 ante el primer golpe de Estado del siglo XX en el país- el Tribunal había enfrentado algunas decisiones del gobierno militar, ejerciendo control de constitucionalidad sobre ellas.

Cuando se dispuso el juicio a la Corte Suprema se fijó además un criterio acerca de que los tribunales de justicia deben de acompañar las políticas públicas del poder político, más allá de que esas políticas coincidan con las reglas constitucionales o no. Se diría que fue una forma temprana de restricción del control de constitucionalidad a fin de acotar el principio de limitación de los otros poderes en el ejercicio de la reglamentación de los derechos y garantías.

En el sistema constitucional argentino, el Judicial es administrador del servicio de justicia en los conflictos entre partes que discuten derechos, reclamando el arbitraje entre intereses encontrados. También es uno de los poderes del Estado, así lo denomina la Constitución. De la Corte Suprema se afirma de es Tribunal de resolución de conflictos en última instancia en el orden nacional y Poder del Estado en el ejercicio del control de constitucionalidad. Esta atribución es trascendente, compleja, controversial y difícil de ejercer, porque mediante ella puede impedir la aplicación de normas emanadas de los otros poderes, siempre en los casos concretos que lleguen al Tribunal.

En el ejercicio del control de constitucionalidad, la Corte Suprema desempeña un papel político institucional, pero no partidario. Esta función le otorga un enorme poder de control, que debe de aplicar con suma prudencia para no retroceder ante eventuales violaciones de derechos y garantías constitucionales y, a la vez, para no invadir atribuciones propias de los otros poderes.

Los jueces de la Corte Suprema con el ministro de Justicia, Martín Soria, durante el único encuentro que mantuvieron

Por eso, el poder político partidario suele tener prevenciones contra los jueces, no en todos los casos, por cierto. Sin embargo, luego de aquel primer juicio político a la Corte Suprema, se sucedieron destituciones, efecto de los golpes de Estado en el siglo pasado, aumento en el número de miembros del Tribunal, presiones de todo tipo sobre sus integrantes que produjeron renuncias, un nuevo enjuiciamiento político a dos de sus magistrados en 2005 y hasta incumplimientos de sentencias judiciales.

¿Por qué ese empeño recurrente en dominar al Poder Judicial y, en especial, a la Corte Suprema? Según lo interpreto, algunas de las causas más relevantes son las controversias no cerradas acerca de las calidades del sistema institucional argentino -cuán republicana o populista es la democracia a la que se aspira-. El debate que permanece sobre el diseño económico y social del país –el papel del Estado y la vigencia de las libertades en esa materia-; las creencia sociales acríticas que rechazan examinar siquiera -ya no suprimir- las consecuencias nocivas del corporativismo, los privilegios cada vez más crecientes, el conflicto redistributivo inalterable.

La reforma constitucional de 1994 procuró remediar, en parte, la excesiva influencia partidaria en las designaciones y remociones de magistrados judiciales, creando el Consejo de la Magistratura y el Jurado de Enjuiciamiento para esos fines. No bastó. La disputa encarnizada del actual oficialismo por controlar el Consejo está a la vista pese a la sentencia de la Corte en el caso “Juez”, en la que el Tribunal apeló al principio de buena fe, cardinal en todo el sistema jurídico.

Con menos cortesía que en aquellas expresiones del Poder Ejecutivo en 1946 –y es una pena que se haya perdido y prevalezca el maltrato institucional- la áspera disputa que planteó el Senado mediante lo que el Tribunal consideró un “ardid” para torcer la representación de una de las minoría en el Consejo de la Magistratura, se mantiene junto a los intentos por ampliar la integración de la Corte Suprema, bajo la sospecha de hacerla amigable o neutra en materia de persecución de la corrupción administrativa.

Ante estos infortunios cabe reflexionar acerca de afirmaciones que suelen circular con ligereza. Los problemas que nos abruman -que no emergen solo de la crisis económica aunque la incluye- no son ajenos al grado de independencia judicial del que se disfrute, a las afrentas que recibe la Corte Suprema ni a la integración del Consejo de la Magistratura, porque un Poder Judicial independiente constituye una de las mayores garantías de los justiciables, de todos nosotros. Por cierto, el Poder Judicial debe construir su propia independencia, con honestidad, mesura y eficacia en la tarea de juzgar y ejercer control constitucional. Porque tal como lo expresó la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la sentencia en el caso “Ríos Ávalos” (2021) “sin independencia judicial no existe Estado de Derecho ni es posible la democracia”.

 

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