El pañuelo blanco, un símbolo que nos incluye a todos

MADRID

Nuestros orgullos y nuestras vergüenzas giran al unísono. Son inseparables, desde que la dictadura militar organizó el Mundial de futbol de 1978 para contrarrestar a los que fuera de la Argentina denunciaban los secuestros y las desapariciones, acalladas en país por el terror.

Las dos emociones de aspecto antagónicas vuelven a ser inseparables en estos días en los que el nacionalismo de la pelota no ha tapado “la verguenza” del Mundial de Qatar, como lo bautizó Amnistía Internacional. Los principales diarios y la televisión de los países democráticos se han llenado de reseñas históricas de las dictaduras que utilizaron el deporte para lavar sus bochornos. Y ahí está como ejemplo la Argentina y la dictadura de Jorge Rafael Videla y el Mundial de 1978, mencionada junto a las Olimpíadas de Hitler en 1936 y el Mundial de Mussolini en 1934, el dictador que –dicen– tan solo había visto un partido de futbol en su vida pero se obsesionó en celebrar en su país el segundo mundial de la historia, luego del primero en Uruguay, en 1930. Esas reseñas narran que Mussolini ordenó al presidente de la Federación Italiana de futbol: “No sé cómo hará, pero Italia debe ganar ese campeonato. Si no me entendió bien, es una orden”. Miedo o dinero, los dos componentes que domestican las rebeldías y compran las voluntades. Ya en esa época, los futbolistas argentinos eran apreciados. A los jugadores de nuestro país que integraron la selección italiana les ofrecieron la entonces fortuna de 5000 dólares, auto y casa, además de nacionalizarlos. Cada partido se iniciaba al grito de “Italia, Duce”, con el saludo del brazo en alto para Mussolini, que en el palco aparecía rodeado de los jerarcas del régimen.

Los argentinos tenemos la experiencia del Mundial 78 para ponerlo bajo la luz democrática y conocer realmente cómo se gestó. ¿Se compró el partido con Perú, como leí en diarios peruanos? ¿Hubo negociados en la construcción de los estadios? ¿Cómo fue el pacto, dinero mediante, entre la cúpula de Montoneros y el almirante Massera para conseguir una tregua? ¿Qué escribían entonces los diarios y que decían los exaltados comentaristas de futbol, henchidos de patriotismo futbolero? En tanto, no es agradable que fuera de las fronteras de nuestro país seamos conocidos por nuestras tragedias o nuestras verguenzas.

Mientras se inauguraba el Mundial de Qatar, las crónicas todavía estaban llenas de testimonios de las violaciones a los derechos humanos en el país árabe. Un tema que apareció también vinculado a nuestro país, a raíz de la muerte de Hebe de Bonafini; “un ícono de los derechos humanos”, titularon los diarios españoles.

Efectivamente, la gesta de los pañuelos blancos tiene para los extranjeros el nombre propio de la presidenta de las Madres de la Plaza de Mayo. Un orgullo, sí , de aquellas mujeres que vencieron su propio miedo, dejaron el protegido espacio del hogar y se lanzaron a la plaza pública para reclamar al poder por sus hijos presos desaparecidos. En silencio, con el paso lento de una procesión y el pañuelo blanco en la cabeza, para identificarse entre ellas por temor a que las secuestraran. Una gesta de mujeres sin antecedentes en el mundo, que debe enorgullecernos.

Confieso que la noticia de la muerte de Hebe de Bonafini me conmovió. La historia de los ultimos cuarenta años se me vino encima. La personal, que se disuelve en la tragedia colectiva de nuestro país, la violencia política, la dictadura, las desapariciones, el terror. A la par, reviví el injusto sufrimiento vivido en democracia por causa de aquellos que tiñeron los pañuelos con consignas políticas, la intolerancia de los dogmas y el oportunismo electoral; los que eludieron la indelegable obligación del Estado y tercerizaron en las organizaciones de derechos humanos la construcción de viviendas y las corrompieron; los que contaminaron con dinero y prebendas lo que nunca debió dejar de ser universal. La función fundamental de las organizaciones de derechos humanos es la pedagogía ciudadana para que los valores humanitarios encarnen como cultura democrática compartida. Ahí radica su autoridad moral. La evolución en relación a los derechos individuales y la libertad es el antídoto que probaron con éxito las sociedades que debieron lidiar con un pasado trágico. Entre nosotros, la apropiación política distorsionó una concepción que pone en el centro a la persona humana para defenderla de los abusos del Estado. La utilización de nuestros muertos para ganar elecciones y obtener poder abrió brechas entre los argentinos. Una parte de la sociedad fue sensible a esa extorsión emocional. Así como, antes, una parte no reconoció la verguenza de haber gritado los goles cuando tantos compatriotas lloraban. El deterioro democrático le da la razón a Hannah Arendt: “Cuando se gobierna sobre cadáveres, desaparecen la categorías políticas”.

Pensé en mi madre y en las otras madres cordobesas que nunca aceptaron la prohibición de Hebe de usar el pañuelo blanco porque ellas pertenecían a otra organización humanitaria, la de Familiares de presos-desaparecidos. El pañuelo blanco me sigue conmoviendo porque tambien pertenece a mi madre. Ella se alejó de la organización que ayudo a fundar. “Porque ahora solo hacen discursos”, fue la sabia reflexión con la que me explicó su alejamiento.

El día de su muerte, quien había sido su compañera y amiga en la búsqueda de sus hijos, y que había quedado del otro lado de la grieta, se quitó su pañuelo y lo depositó sobre el cajón. Un gesto que siempre agradeceré y que deseo para nuestro país herido. El símbolo que nos incluye a todos y del que debemos reapropiarnos. Seamos superiores. Respetemos el duelo por la muerte de Hebe de Bonafini, pero exijamos, también, que no se politicen sus funerales ni se gobierne sobre su cadáver. El día que logremos hacer de nuestro país una sociedad auténticamente democrática, respetuosa de sus leyes, próspera e igualitaria, tendremos derecho al orgullo para enterrar definitivamente nuestras verguenzas.

 

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