El mensaje de la selección: la euforia fue sentir que otra cosa era posible

En su origen, la palabra símbolo significa un objeto partido en dos, destinado a cierta altura a reconocerse y a unirse. Se aplica bien a Messi y a la Copa del Mundo: dos partes que debían probar desde hace años que encajaban de manera perfecta. Todos sentíamos una necesidad profunda de que se consumara el símbolo. Después de ganar la final de Qatar, Folha de S. Paulo tituló: “Messi gana la Copa, la Copa gana a Messi”. Es que la Copa del Mundo era un faltante para Messi, y Messi era un faltante para la Copa del Mundo. Y en la unión de dos cosas divididas, pero destinadas, hay una felicidad suprema. Este Mundial representaba la última, milimétrica y casi perdida oportunidad para que se produjera este acto de justicia. No había la menor garantía, como lo demostró el Dibu al desviar aquella pelota sobre el final. Todo podía haber terminado de otra manera. Por eso, cuando finalmente se acoplaron estas dos piezas del rompecabezas astral, la dicha fue indescriptible. El evento mayor de este Mundial fue que Messi se reunió con lo que le faltaba y que la Copa se reunió con el mejor jugador de la historia del fútbol.

Y del inmenso deseo colectivo de que esto ocurriera provino buena parte del impacto emocional vivido. Luego vino la alegría por el esfuerzo del equipo y por el logro del país. Aunque en ella hubo también algo que excede al fútbol. Porque un país moribundo, sin destino, que acepta resignado su inflación y su pobreza, que prolonga su agonía sin reaccionar, un país convertido además en un paria internacional, de golpe ve una luz, un guiño del más allá, una posibilidad de negar tanta nada. Un país cuya existencia está suspendida desde hace años sintió que le estaba permitido, de golpe, volver a celebrarla. Podía festejar como un pueblo unido, podía salir de los sótanos de la tristeza, podía palparse a sí mismo, volver a sentirse vivo. Un país del que muchos se quieren ir revirtió por momentos su congoja gracias a este equipo. Porque la alegría no solo viene postergada por 36 años, sino por cada día que vivimos, por saber que el país tiene todo para ser de otra manera, pero que no lo es.

Así, la locura desatada en las calles fue alimentada por un ritual de metamorfosis, por la conversión alquímica de la masa de desgracia del país en alegría. El desquite, el desahogo y la rebelión contra la desdicha funcionaron como un combustible que se sumó a las razones primarias para el festejo. El caudal de euforia fue inusitado, superior en volumen al que podría producir una copa mundial de fútbol. Es que en el mar de dicha que inundó las calles del país confluyeron –y se lavaron, por instantes– las aguas estancadas de la angustia, los ríos de frustración, las décadas de postergación y pena. La euforia fue sentir que otra cosa era posible. Ahí viene Julián Alvarez, ahí viene Enzo Fernández, y todos los chicos que exhiben una inocencia previa a la caída, que nadie sabe bien ya cuándo fue. Vienen a decir que no entienden que todo sea lágrimas en este país. Vienen a decir que no entienden que no podamos disfrutar de la vida como les sucede a ellos y a sus sonrisas blancas, a sus sonrisas no escritas como las páginas del futuro. Vienen a decir que nadie tiene que irse a ningún lado, que hay que transformar este lado en un lugar con vida.

Argentina v Francia. Festejos en Mendoza. 18/12/22 (LA NACION/Marcelo Aguilar/)

La gente escuchó ese mensaje y salió a decir que creía en él. Que creía en él más que en todo lo que ofrece la perversión política de nuestro país. Que necesitamos algo que nos conecte de nuevo con los que tenemos al lado, con los que tenemos lejos, con los que nunca hemos visto. No somos solo unas amebas flotantes desligadas de un destino común. No todos los habitantes del país son eslabones perdidos arrojándose de los puentes o simios anárquicos destrozando el espacio público. Sin un sentido en los intersticios, en lo que conecta con los demás, el sentido de nuestras vidas se desvanece. Y así como la mayoría se sintió feliz a causa de la felicidad de Messi, pudimos sentir lo mismo con los que estaban al lado nuestro en el festejo. Esta fragua instantánea es lo que ofreció la selección. Es la fragua de una visión, de una posibilidad olvidada.

Estos jugadores vinieron a decir que estamos sobreadaptados al sufrimiento estéril. Porque nos hemos arreglado en nuestra historia para quedarnos con el sufrimiento y sin sus frutos. Por eso la alegría de esta selección, que sufrió con sentido, pero que no hizo un culto de ello. Eso son Messi y su equipo, la alegría inolvidable de Julián Álvarez llevándose por delante la adversidad, en su mejor gol, con una sonrisa en el rostro, como un niño en un potrero. Es mostrar que otro camino es posible, que no son solo las lágrimas y la sangre lo que revierten un destino, sino también la levedad y la alegría.

Por estar desacostumbrados a la esperanza prendió tanto la canción emblema de este Mundial que reza: “Nos volvimos a ilusionar”. Y para un país acostumbrado a la piedra de Sísifo, la agilidad, el talento para la gambeta, tuvieron un efecto de alegría infinita. Este equipo salió campeón, entre otras cosas, porque ganó ligereza. El esfuerzo alegre, la confianza después de Arabia Saudita en lograr un destino, son las cosas que salió a festejar la gente, junto a la Copa. Estamos hartos del sufrimiento. Es lo que salió a decir mucha gente a las calles, además de festejar el campeonato del Mundo.

Un país autosometido a una fuerza de gravedad sobre su espalda, aplastado por su propia percepción de sí mismo, de golpe siente que se puede salir de donde está. Una voluntad de goce de la vida, una no renuncia a la alegría, es prerequisito para recorrer la distancia que nos separa de un logro. Por eso, el terror es volver con el ánimo hacia atrás, despertar del sueño de liberación, convertir lo vivido en un oasis ocasional. Messi y su equipo cabecearon lejos, por instantes, esa piedra mortal que tenemos encima. Que entre en el arco de la historia, de un destino diferente, o que caiga de nuevo encima nuestro ya no depende de ellos.

 

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