El kirchnerismo se juega en 2023 más que un triunfo o una derrota

Máximo Kirchner tiene una certeza. No la dice en público; la admitió hace unos días, justo en la semana del fallo de la condena a la ex presidenta, delante de operadores políticos de la Patagonia: está convencido de que el próximo gobierno tomará medidas impopulares y, por lo tanto, deberá lidiar con un significativo descontento de la sociedad, probablemente en las calles. En la idea subyace algo que el diputado tampoco expone, pero que casi el 100% del Frente de Todos da por sentado: es altamente posible que en 2023 los espere una derrota.

La dificultad para ganar condiciona los movimientos de todo el peronismo. Explica, por lo pronto, el reciente redireccionamiento del discurso de Cristina Kirchner. Hace un mes y medio, en su aparición en el Estadio Único de La Plata, la expresidenta había hecho esfuerzos por comunicarse con un electorado bastante más abarcador que el que la escuchaba en ese momento. Se refirió, por ejemplo, a la inseguridad, un tópico más propio de la oposición. Y hasta usó, como observaba la periodista Débora Plager, la expresión “vecinos y vecinas”. Retórica de timbreo. Esta semana, en Avellaneda, en cambio, la vicepresidenta volvió a dirigirse principalmente a su electorado.

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La jefa de espacio parece haber entrado en una etapa de introspección. Como si, consciente de que lo que viene es difícil y la sociedad tiene otras urgencias, sólo hubiera tiempo para ocuparse de lo personal, que son sus causas judiciales. Desvelos que determinan finalmente el comportamiento y las energías del resto. Se entiende, desde esa óptica, el furor oficialista por las filtraciones del chat de Marcelo D’Alessandro, pensadas principalmente para instalar sospechas sobre el presidente de la Corte Suprema. Como en la mayor parte de los casos de espionaje sobre conversaciones privadas por escrito, la mayor dificultad residirá ahora en distinguir lo real de lo manipulado en esos textos. “Son falsos”, se defendió ayer el ministro de Horacio Rodríguez Larreta.

Esta versión del kirchnerismo abocado a lo propio, a lo no popular, vino con una novedad que la militancia no consigue digerir: la renuncia de Cristina Kirchner a cualquier candidatura. Es un problemón para el PJ porque ella tracciona votos. E incluyó además un segundo efecto, ya más predecible: con la noticia reaparecieron anhelos de candidaturas no siempre competitivas. Desde gobernadores como Gerardo Zamora o Jorge Capitanich hasta líderes sociales como Juan Grabois. “Es saludable y natural: vos podés tener a los dirigentes atados sólo con el 70% de los votos”, exageró alguien que milita en el kirchnerismo.

Estos proyectos tienen sin embargo dificultades de forma. Por lo pronto, el calendario electoral: hay 21 provincias que adelantarán sus elecciones y no aportarán votos a la presidencial. Además, tampoco hay demasiado tiempo para instalar liderazgos. “Enero es un mes muerto: hay que resolverlo entre febrero y junio, cuando se presenten las listas”, describen en el kirchnerismo.

La limitación envalentona en cambio a quienes, al menos, tienen buen nivel de conocimiento en la sociedad. Principalmente a dos que se necesitan el uno al otro en la aventura: Alberto Fernández, que no abandona en la intimidad su proyecto de reelección, y Sergio Massa, que al menos ya ha dejado de negar en público su condición de aspirante. “Eso se define en abril”, dice últimamente cuando se lo consulta sobre el tema.

Para el Presidente parece más difícil. No tanto porque la sola mención de esta posibilidad provoca risas en el Instituto Patria como por la competencia con su ministro de Economía, seguramente quien estará en mejores condiciones de capitalizar si consigue, por ejemplo, evitar un desastre o una corrida. El tema quedó reducido además a una cuestión de fe: Massa le prometió en privado que no se interpondrá en el camino si él insiste con ser el candidato. ¿Cumplirá? Alberto Fernández se lo cuenta a sus íntimos como hecho consumado.

El kirchnerismo no descarta a Massa, pero le tiene desconfianza. No convencen ni sus preferencias ideológicas ni el modo en que algunas de sus medidas incidirán en la campaña. El ajuste es además difícil de ocultar. Hasta los empresarios de la obra pública, que cobraban en tiempo y forma y a veces por adelantado con Martín Guzmán, lo hacen ahora con no menos de 45 días de retraso.

Pero la necesidad apremia y tampoco sobran referentes capaces de llegar a un nivel de votos aceptable incluso con una derrota. Para el kirchnerismo es decisivo: aunque finalmente no se terminara ganando, un resultado al menos decoroso facilitaría un objetivo menos improbable, que es una victoria en la provincia de Buenos Aires, donde no hay balotaje y Axel Kicillof podría ser reelecto. Estaría entonces no sólo ante la posibilidad de replegarse en el distrito más numeroso del país, sino acaso en condiciones de pelear por un regreso a la Casa Rosada en 2027. Una ironía para Máximo y su gente: el servicio a la causa de quien prometía “meter presos a los ñoquis de La Cámpora”. Por eso también es relevante la presencia de Cristina Kirchner en algún lugar de la boleta, algo que los más entusiastas no descartan. “Elijo creer”, publicó esta semana en Twitter la diputada misionera Cristina Brítez, con la foto de un nuevo grafito callejero: Cristina 2023. “Ella no nos reprime: nos pone cara pícara cuando se lo decimos”, concluyó alguien que no se resigna al retiro de la jefa. Como si hubiera que volver al eslogan de la campaña de 2019: “Con Cristina no alcanza, sin Cristina no se puede”. La Argentina se habituó a giros de 360 grados.

Imagen negativa

El desafío es entonces a quién ungir. Massa debería primero revertir su imagen negativa. Aunque tiene por ahora la ventaja de ser quien mayores respaldos recaba en el peronismo. Pablo Moyano, por ejemplo, ya lo hace explícito en reuniones con empresarios y operadores. A diferencia de los camporistas, al líder del sindicato de Camioneros no le preocupan las afinidades del ministro con la Casa Blanca. Incluso lo defiende: “Sabe más de negocios que de geopolítica”, dice. Y en la CGT tradicional Massa entusiasma incluso más que Cristina Kirchner, a quien le atribuyen un discurso empantanado en el pasado. “Sergio es el más calificado”, definieron en la central de Azopardo.

Son preferencias que coinciden una vez más con las de muchos empresarios. Nada nuevo: Massa ha sido siempre un hombre del establishment, y más desde que está en el Palacio de Hacienda. Ahora le reconocen, por ejemplo, haber conseguido desplazar a los camporistas de las decisiones en ámbitos sensibles a los intereses de Cristina Kirchner, como el de la energía.

El ministro no sólo tiene una buena relación con los siempre cercanos –Marcelo Mindlin, José Luis Manzano, Mauricio Filiberti–, sino con históricos como Paolo Rocca o los Bulgheroni. Incide aquí un elemento psicológico: gran parte del establishment arrastra todavía desilusión y encono con Mauricio Macri, a quien no le perdonan que, como presidente, los haya tratado como quien no pertenece a ese mundo. “Como si no hubiera sido hijo de Franco”, recordó un constructor.

Massa concreta el sueño del hombre de negocios de la Argentina corporativa. Algunos lo expresan de un modo más altruista: el país debe superar la fractura social, algo imposible con liderazgos como el de Macri o Cristina Kirchner. El argumento no pertenece sólo a empresarios; algún sindicalista lo oyó en el transcurso de este año en reuniones en la embajada de los Estados Unidos. La coincidencia inquieta también a Máximo Kirchner. Pero no hay tiempo para preciosismos ideológicos si la alternativa es el llano o la extinción. El kirchnerismo se juega en 2023 bastante más que un triunfo o una derrota

 

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