Durmiendo con el enemigo

De los 8000 millones de personas que habitan el planeta Tierra, más del 10% vive en extrema pobreza, con dificultades para satisfacer las necesidades más básicas, como la salud, la educación, el acceso al agua y al saneamiento, por nombrar algunas. Los más pobres son Burundi, Sudán del Sur y Somalia. En ese ranking de carencias, Haití y Venezuela lideran en el territorio americano, sin contar a Cuba, cuyos datos oficiales se desconocen.

La diferencia entre los países ricos y los pobres no reside en los recursos que la naturaleza les proveyó, sino en las instituciones que los rigen. A su vez, estas son resultado de una educación que permita construir el capital social suficiente para elevar las miras y, levantando los ojos del suelo, pasar a ser naciones proyectadas hacia el largo plazo.

Es un desafío inmenso, pues todas las condiciones se dan en contra del bienestar general: la tendencia natural al desorden y la entropía, las catástrofes y las guerras, la inclinación humana por tomar sin colaborar (free riding); la picardía y el oportunismo; el abuso del poder público y la corrupción en sus múltiples formas. Una sociedad exitosa es fruto de una conjunción bienhechora de factores siempre expuestos a ser destruidos por esas fuerzas poderosas que acechan la vida colectiva. Ignorar el mecanismo de relojería institucional que permite alimentar, educar y curar lleva al abismo regresivo del sálvese quien pueda. Las buenas instituciones son frágiles y pueden demolerse en un santiamén, dejando en el piso las astillas de ese cristal de imposible reparación.

Como se ha señalado una y mil veces, la República Argentina fue un milagro único en América Latina, pues desarrolló esas instituciones a partir de la Constitución nacional de 1853/60 y logró crecer hasta convertirse en el 6º país más rico (ingreso per cápita, en 1910): el doble que en España e Italia de donde vinieron los inmigrantes.

Nada de eso ocurrió por casualidad, sino por decisión política. La Generación de 1837 (Echeverría, Mitre, Alberdi, Sarmiento, entre otros) fue el grupo más lúcido de intelectuales latinoamericanos del siglo XIX. En medio de un país aún no formado, desgarrado por luchas internas y disciplinado por la dictadura de Rosas, discutieron con vehemencia acerca de educación, democracia, justicia, economía y autonomías hasta diseñar las bases del pacto social que aún nos rige. Fue una auténtica política de Estado que se respetó a través del tiempo, salvo las interrupciones que comenzando en 1930, marcaron a fuego el medio siglo subsiguiente.

Este año se cumplen cuatro décadas del restablecimiento de la democracia, pero queda una deuda social que saldar. Se transita una crisis profunda, con grados de pobreza e indigencia imposibles de concebir en 1910 como nuestro futuro del siglo siguiente. La economía se contrajo en 6 de los últimos 12 años y el PBI per cápita es 10% inferior al de 2011. La ausencia de moneda se refleja en una inflación cercana al 100% anual.

En ese contexto, la única forma de cumplir con el preámbulo constitucional que leyó Raúl Alfonsín cuando asumió la Presidencia en 1983 es recreando la confianza en las instituciones para que los argentinos recuperen su capital social, ahorren en su moneda, encuentren trabajo estable, puedan educar a sus hijos y construyan un futuro previsible sin violencia ni sobresaltos. La sociedad está necesitada de buen gobierno, ansiosa de pisar firme y avanzar hacia un horizonte cierto.

Ese es el desafío de la hora. No consiste en gestas extravagantes ni en militancias barriales ni en proyectos de papel. En la Argentina no es necesario reinventar la rueda. Todo ha sido pensado y se encuentra escrito en la Constitución nacional: un protocolo de reglas básicas ya probado y que funciona exitosamente si se lo respeta en forma consistente.

No es un desafío menor, pues llevamos décadas de abandono y olvido constitucional. Ello ha configurado una madeja de intereses creados que se opondrán a ese cambio, aunque implicase recuperar la moneda, encontrar trabajo, educar a los hijos y construir un futuro. Las fuerzas que deberán vencerse para alinear los astros, ordenar las conductas, generar expectativas, entusiasmar al común, interesar a inversores, convencer a desconfiados, persuadir a los escépticos y enamorar a los desamorados, es titánica. Requerirá una invitación de quienes triunfen en las próximas elecciones a un pacto de convivencia sin grieta para dar sustentabilidad a las transformaciones.

Sin embargo, el interés personal de Cristina Kirchner en lograr su impunidad y, en particular, la de su hija Florencia, a quien sus padres involucraron en delitos para lavar dinero malhabido en negocios de hotelería, ahora tuerce y condiciona la gestión pública en pos de ese objetivo perverso. El juicio político a los miembros de la Corte Suprema de Justicia o un eventual DNU para ampliar su número, parecen actos de sabotaje de algún enemigo de la patria para intentar desarticularla y echarla a pique.

Los gobernadores que los apoyan están habituados a recibir fondos federales y a dominar sus provincias con empleo público, pensiones graciables y subsidios. No tienen la menor idea de lo que implica gobernar una Nación, donde el factor confianza en las instituciones y adhesión a la seguridad jurídica son la piedra basal para poder financiar lo que ellos sacan de un barril sin fondo, a cambio de lealtades subalternas.

Si el objetivo de la vicepresidenta y sus acólitos es deslegitimar al Poder Judicial para luego desconocer el resultado eleccionario buscando alianzas con otras dictaduras regionales, estarán creando una grieta aún mayor que impedirá cualquier pacto de convivencia. Un verdadero complot contrario al interés nacional, urdido por quien hoy preside el Senado de la Nación. En su enorme despacho oficial, con los atributos de ese cargo y la enseña patria a su lado, bien podría decirse que nuestro país –mientras sueña con mejorar su destino– duerme con el enemigo.

 

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