Estos son los hechos: el presidente de la Nación habló en cadena nacional porque ha considerado que ciertos medios periodísticos no difundieron como él pretendía conversaciones privadas entre funcionarios judiciales y empresarios.
Lo dijo así, sin más.
Hay que tomar nota de la gravedad de lo ocurrido ayer. Una cadena nacional, de las muy pocas que hizo durante su mandato, solo porque consideraba que conversaciones privadas “chupadas” ilegalmente y difundidas por medios, en su mayoría kirchneristas, eran reprobables o las evaluaba como causal de posibles delitos. Chats y conversaciones personales que no constan en causa judicial alguna ni fueron requeridos por ningún magistrado, sino que simplemente pasaron de un hacker a redes sociales y medios oficialistas. Tampoco sabemos si ese contenido fue distorsionado por los técnicos que hacen posible hasta la construcción de imágenes falsas o si hubo omisiones deliberadas en la manipulación del caso.
Es el mismo Presidente que dijo en su discurso inaugural, y repitió ayer, que su gestión terminaría con la connivencia entre los servicios de inteligencia y ciertos sectores de la Justicia.
¿Qué otra cosa ha hecho Alberto Fernández más que legitimar el accionar de un delincuente informático, es decir, avalar un delito, y meter de narices a todo el país en un intercambio privado entre personas?
Vale ser claros en este punto: lo que hayan vertido en ese chat esos participantes, sea inconveniente, sospechoso o apenas discutible, no es lo que está aquí en cuestión. Tampoco si esos contenidos son de interés público. Será la Justicia la que determine, eventualmente, si existió un delito detrás de los actos a los que alude el contenido de esos supuestos chats.
Lo que está en juego es la privacidad, la intimidad de todos. De todos nosotros, sin excepción. ¿Cuántos comentarios de la más diversa índole compartimos a diario con amistades, colegas o quien sea por nuestros celulares?
¿Cuántas opiniones, bromas de buen o mal gusto, disparates y hasta epítetos irreproducibles lanzamos por diversión o la razón que sea por el solo hecho de estar ante personas que merecen nuestra confianza?
Las garantías están pensadas para todos los ciudadanos, sin excepción. Si existe una garantía a la privacidad de las comunicaciones no es para las comunicaciones que nos gustan solamente. Es también para las que presentan contenidos desagradables, reprobables. Más aún: es para ese tipo de contenidos, que es muy tentador divulgar, que se pensaron las reglas que preservan la privacidad de las comunicaciones.
El Presidente es quien más debe cumplir con esas reglas, porque es uno de sus garantes. Él había prometido terminar con las operaciones de inteligencia. Pero en su presentación hizo suya una de esas operaciones para beneficiarse políticamente. Si se estuvieran divulgando intercambios inconvenientes entre gente de su propio partido, ¿habría hablado por cadena nacional? Es una pena que esta sea una nueva promesa incumplida de Alberto Fernández.
El kirchnerismo recupera de este modo una de sus prácticas más reprobables: el uso de servicios de inteligencia para alcanzar objetivos políticos y perseguir a quienes, supone, son sus rivales. Es raro que lo siga haciendo después de declararse víctima de esos procedimientos por parte de funcionarios del gobierno de Cambiemos, en casos que todavía está investigando la Justicia. Cae de nuevo en la doble moral de sostener que el espionaje clandestino solo merece una condena cuando el que lo lleva adelante es el otro.
El Presidente se queja de que los medios no divulgaran el viaje de un grupo de magistrados amparado en el contenido de una conversación privada obtenida ilegalmente. Supuso que esa reticencia se debía a alguna forma de complicidad con los que mantuvieron esas conversaciones. No se le ocurrió que muchos editores y periodistas se enfrentan a un dilema muy complejo cuando tienen que optar entre violar el derecho a la intimidad de un ciudadano u ofrecer a sus audiencias toda la información disponible, cualquiera sea su procedencia o cuando esa información haya sido obtenida de manera evidentemente ilegal. Lo más lamentable es que el propio Presidente confesó que se hizo cargo de ese contenido y lo divulgó para forzar su publicación.
¿El Presidente está seguro de que la conversación que él está denunciando es verdadera? ¿Está seguro de que no hubo manipulación alguna? Si lo está, ¿cómo lo sabe? ¿Qué conoce que los demás no conocemos? Si no está seguro, ¿cómo utiliza el poder de la Presidencia para denunciar algo todavía incierto?
Por si hiciera falta decirlo, a esta altura el Presidente mal podrá desconocer, en cuanto a LA NACION, que su política editorial establece que no reproducirá informaciones y conversaciones privadas obtenidas ilegalmente aunque estén en boca de todos o estallen en las redes sociales, como sucedió en este caso hasta que las difundió Alberto Fernández.
¿Acaso el Presidente no recuerda que él mismo, cuando era opositor a la entonces presidenta Cristina Kirchner, fue víctima de un hackeo por parte de los servicios de inteligencia, que LA NACION publicó en su tapa, cuando él mismo lo denunció responsabilizando al gobierno de la señora Kirchner?
Varios mensajes deja este grave comportamiento presidencial, más allá de quiénes sean sus destinatarios aparentemente directos. El Presidente ha cruzado una nueva línea: el mensaje principal es que la privacidad de todos los habitantes del país está en peligro.
Ahora lo sabemos: ya ni lo más íntimo nos pertenece. Ahora cualquiera de nuestras opiniones o cualquiera de nuestros sentimientos pueden terminar en boca de todos lanzados alegre e impunemente desde el atril presidencial por cadena nacional para el país entero.