La narrativa que acompaña la rivalidad Messi-Cristiano no ha necesitado nunca de mucho ingenio. El relato se ha construido siempre por un antagonismo más o menos obvio: el aparente perfil bajo de Messi frente al histrionismo de Ronaldo.
Al portugués no le ha bastado nunca con los títulos grupales, su felicidad solo ha sido completa cuando se la considerado el mejor. Ese ha sido el motor de su carrera, y en su empeño por lograrlo, no ha dudado en autoproclamarse el número uno, anteponer sus intereses a los de sus compañeros y construir un relato de agravios.
Su puesta en escena, a pesar de coleccionar éxitos y dinero, ha sido siempre la de que el mundo le debe algo. Sus mayores defectos –ambición desmedida, vanidad y egoísmo- han sido también el gran motor para mantenerse en la élite durante tantos años. Pero su más que probable fichaje por el Al-Nassr subraya el final de una época. La constatación de que ya no está para competir con los mejores.
Su Mundial está siendo una cruda despedida al futbolista que fue pero no del Cristiano que conocimos. El fútbol está exponiendo al portugués a una verdad incómoda. Una verdad, la decadencia de su carrera, a la que trata de rebelarse con la misma desesperación con la que siempre gritó que es el número uno. Para alguien que ha encontrado tanto consuelo en la fama, tiene que ser desolador pasar a ser un actor de reparto.