DOHA (Enviado especial).- Argentina campeón mundial. Se escribe de nuevo: Argentina campeón mundial. ¿Una vez más? Vamos: Argentina campeón mundial. Tanto costó que conviene escribirlo varias veces para que parezca lo que es. Un dato de la realidad, pura y dura. Fue necesario atravesar la mejor final de la historia de los mundiales para que la banda de Lionel Messi se coronara en Qatar. La selección jugó su mejor fútbol de toda la Copa y parecía que iba a disfrutar una goleada, pero nada es fácil en estas alturas. Hubo que soportar la embestida de Francia, un (ex) campeón mundial que no iba a resignar su corona tan mansamente como pareció en los primeros 70 minutos. Y hubo que aceptar llegar a los penales, cuando parecía que ese gol de Messi en el alargue iba a ser el último de la noche. Pero no. Para ganar hay que saber sufrir. Y ahora gozar.
Mira al cielo Ángel Di María, se pierde la mirada de Lionel Messi, cuesta tener los ojos secos. No hay alma que resista. Tiemblan las manos, el corazón late con tanta fuerza que cuesta respirar. Y cómo no va a ser así. Si no importa el resultado, sólo cuenta cómo dejaron el alma adentro del campo, cómo se murieron por cada pelota, cómo fueron uno solo detrás del objetivo, cómo sufrieron hasta el último aliento, cómo se apiñaron para tratar de defender cuando estaba el orgullo herido.
Las lágrimas de Di María se multiplican, se sienten como un grito profundo, ese que viene desde un alma dolida por tanta frustración acumulada. No hay un después, se vive. Casi como un sentir tan argentino que es imposible no saber de qué se trata lo que lo invade al rosarino. Una cita perfecta, para una ejecución a la altura. Una contracción colectiva por un objetivo conmovedora, una inteligencia para entender cómo y cuándo ofrecer músculo, cuándo cabeza y cuándo corazón: la selección argentina estuvo deseando tanto esto que no podía expresarse de otra forma.
Di María llora tras convertir el segundo gol para Argentina (Natacha Pisarenko/)
Es imposible no quedar atrapado por el conjunto albiceleste. Es tan abrazadora su furia que deja sin aire a cualquiera. Se entregan tan genuinos, son tan honestos en la defensa de su idea que no hay forma que no puedan alcanzar lo que se proponen. Porque la producción de este equipo, con Lionel Messi como estandarte, fue la que debía tener un equipo para una empresa de elite como esta, porque enfrente estaba el ahora ex campeón del mundo, porque estaba Kylian Mbappé como amenaza letal. Pero todas esas medallas no estremecieron a este equipo que arrancó los imposibles de su diccionario.
No dejó nada, este equipo argentino es voraz. Se mueve con un hambre que asusta y le metió miedo en la primera parte al equipo francés, que hasta aquí era el cuco. Sin embargo, este grupo que lidera Scaloni desde afuera y Messi desde adentro es una pesadilla para las aspiraciones de su rival. Y un grupo aplicado, porque sabían que el plan estaba en aprovechar la explosión de Di María y por ahí rompió el partido. Penal y Messi, siempre él, sacudiendo la historia, con un pase hermoso hacia la red.
Y para terminar de explicar que este es un equipo con absolutamente todas las letras, dibujó su declaración de principios cuando fue por la segunda perla de la noche. Todo en una jugada, fútbol en su máxima expresión. Una conexión con lo más bello del juego de la pelota, seis toques (Molina, Mac Allister, Messi, Julián Álvarez, Mac Allister y Di María) para llenar de juego el estadio Lusail y para demostrarle al mundo que este grupo de futbolistas tiene todo lo que se debe tener.
Kylian Mbappé corre bajo la presión de Enzo Fernández: el francés exprimió lo mejor de su fútbol y llevó la definición a los penales (Alex Livesey – Danehouse/)
No se trata de pensar que un resultado podía cambiar nada de lo que este grupo construyó en esta Copa del Mundo. Porque llegó hasta esta competencia con el cetro de América, pero con la mirada exigente de que por delante no había mostrado su jerarquía ante equipos poderosos de Europa. Esta noche tuvo la prueba de fuego más grande, la mejor, la que cualquiera podría haber elegido para evacuar cualquier duda y no sólo que lo hizo, sino que lo logró con una autoridad suprema.
Si este fue el último baile de Messi, no había una mejor forma de ofrecerle todas las reverencias. Porque estos jugadores no sólo pretendían la gloria para alimentar sus almas sino que todos, desde el primero hasta el último integrante de la delegación de la selección argentina, quería que esta fuera la Copa del capitán. Lo es. Para siempre.
El dolor profundo, ese que no se explica con palabras también padeció este equipo. Una ráfaga, sólo eso fue Francia, le dejó el alma helada al conjunto argentino. Un error, ese que no había cometido en todo el partido, lo pagó carísimo, porque terminó en penal de Otamendi, justo él, que fue de lo más destacado de toda la competencia. Mbappé cobró la cuenta y el campeón sintió que le volvía a hervir la sangre y no dudó cuando tuvo su oportunidad.
La selección argentina sintió tanto el golpe, inesperado por las formas en las que se había movido el equipo, que no pudo tomar aire, no logró sacarse de encima la niebla que bajó sobre el equipo y perdió la línea, dejó de ser el equipo seguro de sí mismo para transformarse en un grupo lleno de temores. Esos que hacen que sufrir sea un problema. Entonces, en esa tónica resultó hasta lógico que Francia sintiese que era posible encontrar un camino para torcer el rumbo. Y detrás de esa misión se montó Mbappé, que olió sangre y fue por más: tomó una pelota de aire y la puso a dormir contra el palo izquierdo de Dibu Martínez.
Eduardo Camavinga lucha por el balón con Rodrigo De Paul. El argentino tuvo un gran nivel en la final (BSR Agency/)
No se merecía este equipo argentino un golpe semejante. Había hecho todo lo necesario para que no tuviese que llegar a un alargue. Su trabajo más contundente lo había hecho en el arranque y en el segundo acto se había encargado de controlar cualquier intención del rival. No pudo contener sus propias emociones, quizá, de haberse visto tan cerca. De tener resuelto todo de una manera mucho más sencilla de lo que podía imaginarse.
Una agonía así no se merecía este conjunto de soñadores. No podía más con su alma cada uno de los que estaba adentro de la cancha, pero el orgullo siempre estuvo por delante. Con lo que le quedaba soportó a la Francia más entera en el final de los 90 minutos.
Y así, con el corazón en la mano, con el capitán en su mundo, como si no estuviese en Lusail, la selección argentina volvió a creer. Porque no estaba tan lucido el equipo, pero no podía quedarse con esa sensación de vacío, no se merecía algo así. Por eso fue con lo que pudo, como pudo. Con los cambios de Scaloni, también. Porque Paredes y Lautaro Martínez le dieron un poco de aire fresco y ahí asomó el amor propio nuevamente. Y con esa cuota de pasión es que descubrió que había algo más: una combinación entre Lautaro Martínez y Mac Allister le permitieron a Messi tener otra oportunidad, y el 10 no la desaprovechó. Era el gol del 3-2, el definitivo. ¿El definitivo? No…
El tercer gol de Argentina, anotado por Messi (Aníbal Greco/)
Llenó de ilusión el aire, pero le duró poco, muy poco como para poder consolidar el deseo de cerrar el partido. En su desesperado ruego por no sufrir más, la selección se ahogó en el camino porque un pelotazo de Mbappé dio en la mano de Montiel, el penal fue inevitable y lo mismo sucedió cuando el 10 francés -goleador del Mundial- asumió otra vez la responsabilidad. Gol, 3-3, a seguir sufriendo.
Y no le quedó nada. En absoluto, dio hasta la última gota de sudor. Emiliano Martínez se volvió enorme cuando parecía que Francia se quedaba con todo en el final de la noche, en una atajada a Kolo Muani que ingresó en el arcón de las más importantes de la historia de los mundiales. Se desplomaron Enzo Fernández y los demás extenuados por la batalla. Y el seleccionado argentino lo jugó como tal. Como se debe jugar, poniendo su condición de grupo por encima de una definición. Incluso, cuando los penales son la lotería más angustiante.
Entonces, recién entonces, la historia puso las cosas en el lugar que debían estar. Las manos, otras vez, de Dibu Martínez, los pies de Messi y la redención de Montiel, que anotó el gol del 4-2 definitivo, sellaron la victoria. Una de las tres más importantes de la historia del fútbol argentino. De hoy a la eternidad. Argentina campeón mundial. Se escribe de nuevo: Argentina campeón mundial. ¿Una vez más? Vamos: Argentina campeón mundial.
Argentina campeón mundial, un grito para la historia (Robert Michael/)