Se ha muerto uno de los Fernando Sánchez Dragó que hemos conocido. Es imposible que se hayan muerto todos, pues fue ubicuo y generoso, no tan solo ese que, al final de la escapada, parecía suplantarlos a todos los que fue.
Fue un revolucionario comunista, si se quiere, y fue un reaccionario español, que es una manera de ser muy reaccionaria, pues este país, con él también, nunca tuvo medias tintas. Su última hazaña fue una especie de burla del sistema parlamentario, lo cual tiene que ver con la esencia misma de lo que quiso hacer con su sabiduría: regalarla para hacer gracia, o para ponerle límites a la desgracia.
Fue, en la época en que Dionisio Ridruejo ya se hablaba con Jorge Semprún, el que abandonaba toda esperanza de ser, además, el heredero de su padre, y entonces se encargó otros parentescos para participar de guerras a las que no parecía pertenecer.
De todas esas cosas, unas atrabiliarias y otras geniales, hizo autobiografía; era el más autobiográfico de los españoles, porque no quería perderse ninguna esquina de la historia que había vivido, aunque tuviera que inventarla con la gracia (y el atrevimiento) con que se inventó que España era gárgoris y también avidis.
Decidió, pues, ser de todas las guerras, burlándose, además, de aquella por la que, entre otros él, estuvo algún tiempo en una cárcel de la que salió primero de izquierdas para entrar, por el lado más delicado de la realidad, como un saboteador de ese guarismo raro que era el antifranquismo, del que no renegó pero por el que tampoco dio un duro cuando amigos sobrevenidos de la ultraderecha española le propusieron que fuera también, esa es la tercera guerra, de los suyos. Se hizo de Vox. Lo era. ¿Lo era? ¿De Veras Dragó era todas las cosas que fue?
Se hizo, pues, un reaccionario, algo que en otros países no está tan mal visto como aquí, porque ahí se alternan unas ideas con otras con más facilidad. Pero aquí no le perdonaron ni que fuera, y lo fue en grado sumo, un lector extraordinario, un entrevistador bendecido por la curiosidad y un individuo (no pongan esa cara) generoso, siempre pendiente del penúltimo amigo que aun tuviera en la cartera.
Nunca dijo no a un favor, y estaba desde temprano dispuesto a escuchar ofertas de abrazo o de risa, pues también, tomen nota, era un hombre carismático y versátil. Mucho más que el mito (o timo) del que se ha hablado tantas veces. No era Dragó solo el Dragó que van a ver ahora en los pasquines o en las reseñas. El que crea que tan solo era ese es que quiere olvidar lo que fue uno de los agitadores más interesantes, más conspicuos, de un país al que él le quitó (tampoco pongan esa cara) el lado oscuro casi negro de una posguerra que no cesa y a la que él, en los últimos tiempos, no le dio ni la hora.
Y eso no era propio de él, pero es propio de quienes le enseñaron el camino a la burla de lo que significó el pasado común del que venía.