¿Qué son Los incendios de sexta generación? La tormenta de fuego perfecta que amenaza a Asturias

Los incendios forestales han cambiado. Ahora son más violentos, más destructivos, más rápidos, más imprevisibles, casi imposibles de apagar… y capaces de modificar el clima. Es como si tuvieran vida propia. Ya están aquí lo que los expertos llaman “incendios de sexta generación” o “superincendios”. Ni siquiera las zonas con climas húmedos, como Asturias, pueden librarse de ellos, como se ha comprobado esta semana. Hasta al Círculo Polar Ártico han llegado. Contra ellos solo funciona una fórmula: la prevención, que debería pasar por la transformación del paisaje para que sea menos inflamable, adaptando los bosques al cambio climático, según los expertos.

Los científicos llevan ya varios años lanzando voces de alarma: lo peor está por llegar. Si no se actúa con urgencia, en los próximos años asistiremos a un número creciente de incendios, cada vez más severos, explosivos, devastadores. Es un problema planetario, especialmente grave en España, uno de los países más vulnerables a los “superincendios”, donde se registran cerca de 12.000 quemas cada año, que destruyen una superficie equivalente a 100.000 campos de fútbol. La inmensa mayoría son intencionados y, según los últimos estudios, en más del 95 por ciento aparece detrás la acción humana.

El problema va a más. Un estudio internacional con participación asturiana –del Instituto Mixto de Investigación en Biodiversidad de Mieres– advertía hace un año que la duración de la temporada de incendios forestales se ha alargado en los últimos 40 años un 27 por ciento a nivel mundial y hasta un 55 por ciento en la cuenca mediterránea. Los autores del informe reclamaban acciones inmediatas para frenar el calentamiento global, pues en caso contrario el riesgo de incendios aumentará en veinte años “a niveles nunca vistos”. Y la probabilidad de que esto suceda también en Asturias es “muy grande”, alertaban entonces los científicos.

Gabino Parrondo, presidente de la Asociación Empresarial de Selvicultura y Medio Ambiente de Asturias, subraya que hace falta gestionar los montes. “Las empresas forestales somos gran parte de la solución, porque donde hay gestión no hay incendios, pero no nos tienen en cuenta”, señala, a la vez que critica las supuestas “soluciones mágicas” que expone la Administración, entre las que destaca satisfacer la petición de la sociedad de más medios de extinción. Esto es, en su opinión, “el mayor error que se puede cometer”, una “venda en los ojos” que no solucionará el problema: “Seguirán los incendios”.

Insiste en que donde hay que poner el peso es “en la prevención”. Y para ello hay que ir al terreno, escuchar a los vecinos, ver las causas de los incendios y actuar en consecuencia. Porque los fuegos suelen comenzar “casi siempre en los mismos sitios”, destaca. Más desbroces, más quemas controladas y más vigilancia, “para disuadir y para una mejor respuesta en caso de incendio”, son algunas de las medidas a aplicar, según Parrondo.

Pero también hace falta inversión en el sector forestal, porque en Asturias está “en mínimos históricos”. “El sector está totalmente abandonado, se repuebla muy poco y se cuidan muy poco los montes”, denuncia. Claro que también está “la dejadez” y la “falta de organización” de la Administración. Un ejemplo: el Principado presentó a bombo y platillo en 2020 la denominada “Estrategia integral de prevención y lucha contra los incendios forestales” (Eplifa), para el periodo 2020-2025, con casi 60 millones de presupuesto, de los que cerca de 36 millones serían para el programa de prevención y regeneración. “¿Dónde está ese dinero? ¿Qué se ha hecho desde entonces?”, pregunta Parrondo. Él mismo contesta: “El Eplifa es un documento muy bueno, pero no se ha hecho nada”, critica.

También aquí aparece el fantasma de la burocracia. Las empresas forestales firman contratos para la vigilancia y extinción de incendios en Asturias. La región está dividida en este apartado en 35 lotes, y las adjudicatarias deben contar con cuatro peones forestales en cada uno de ellos, 140 en total. “Lo lógico sería que el día que acaba un contrato entrara en vigor el siguiente, pero no es así”, denuncia Parrondo. De hecho, el contrato anterior finalizó en junio de 2022 y desde entonces no hay empresas contratadas. Traducido: “Faltan ahora mismo 140 efectivos para apoyar la extinción de estos incendios”. Las excusas son las de siempre: la falta de la firma de un funcionario, la complejidad de la Ley de Contratos, informes, papeleo…

Volviendo a los incendios de sexta generación, hay que explicar en qué se distingue de las anteriores. El concepto “generación” aplicado a los incendios define cómo se comporta el fuego en relación con el terreno en el que se desarrolla. En el caso de los de la sexta generación la energía liberada es de tal calibre que se generan nuevos focos de forma imparable y se originan auténticas “tormentas de fuego”, con llamas que pueden superar en algunos casos los 30 metros de altura.

El proceso que ha desembocado en esta situación se debe a muchos factores, y uno de los principales, al margen de los incendiarios, es el vaciamiento del medio rural y el consecuente abandono del monte. En la primera mitad del siglo XX, cuando había mucha población en las zonas rurales se recogía leña, se realizaban pequeñas quemas controladas, había ganado e intereses económicos en los montes, que estaban habitualmente limpios, bien gestionados. Se registraban algunos fuegos, sí, pero casi siempre de escasa entidad, y los propios vecinos se encargaban de extinguirlos. Eran los incendios de primera generación.

Los años sesenta y setenta del siglo pasado supusieron la intensificación del fenómeno del despoblamiento del medio rural y, en consecuencia, la reducción de las prácticas agrícolas y ganaderas tradicionales. Más de tres millones de españoles abandonaron el campo y buscaron en las ciudades mejores oportunidades. La población empezó a vivir de espaldas al monte. La vegetación fue recolonizanado las antiguas zonas de cultivo y aparecieron los incendios de segunda generación. Empezaron entonces a aplicarse las primeras medidas preventivas, los cortafuegos, que la Administración con desbroces y los vecinos con quemas controladas se encargaban de mantener en buenas condiciones. Funcionaban. También se profesionalizó la extinción de incendios y se impulsaron campañas de concienciación, como las recordadas “Todos contra el fuego” o “Cuando el monte se quema, algo suyo se quema”.

Los incendios de tercera generación llegan en la década de los ochenta del pasado siglo, cuando la población se concentra en las zonas metropolitanas mientras que el campo se vacía y la biomasa crece de forma incesante. El monte se descapitaliza, salvo para plantar árboles de crecimiento rápido (pinos y eucaliptos principalmente), que favorecen la propagación de los incendios en mucha mayor medida que el arbolado autóctono. Los dispositivos contra el fuego también crecen, pero se abandonan prácticas preventivas como los cortafuegos. Los incendios empiezan a ser cada vez más intensos, voraces y peligrosos.

En los años noventa del siglo pasado se registra un “boom” de la segunda residencia en el campo, incluso en zonas boscosas y junto a espacios naturales. Lo urbano y lo forestal confluyen, lo que provoca que las viviendas sean especialmente vulnerables frente a los incendios forestales. Y, con ellas, las personas. Incluso un pequeño incendio puede provocar graves problemas, con daños personales. Todo ello supone un cambio de paradigma: se pasa de la gestión de los incendios forestales a la gestión de las emergencias provocadas por los incendios forestales.

La quinta generación de incendios forestales se produce cuando, además de todo lo señalado en la cuarta se registra simultaneidad, al desatarse a la vez varios incendios, provocando el colapso de los dispositivos de extinción. Las sequías, los montes sin gestionar y las tormentas eléctricas suponen un combustible añadido que convierte a las quemas en más agresivas y difíciles de sofocar. Los incendios empiezan a producirse cada vez con más frecuencia.

Desde hace unos años se registran los incendios de sexta generación, que surgen a menudo en lugares que el cambio climático ha “precalentado” igual que haría un “horno”, y que son muy difíciles de predecir debido a su imprevisibilidad y complejidad. Queman más rápido, más caliente y más lejos, y han llegado para quedarse, salvo que se registre un cambio radical en el tratamiento y la gestión de las zonas de bosque y las masas forestales.

Generan columnas conectivas (nubes de fuego, humo y pavesas ascendentes) que originan pirocúmulos, temibles aliados de los incendios, porque, al haber mucha circulación de aire, las llamas se retroalimentan constantemente de oxígeno, incrementando exponencialmente la voracidad de las llamas y modificando el clima en la zona afectada. Además, las pavesas incandescentes, movidas por el viento y el humo, pueden generar nuevos focos a cientos de metros de distancia, dando la impresión algunas veces de que alguien va prendiendo fuegos por doquier.

Estos “superincendios” propician, además, un círculo vicioso, porque liberan cantidades ingentes de CO2, que incrementa el efecto invernadero, lo que hace que se eleven las temperaturas, que a su vez incrementan el riesgo de incendio y su magnitud. Provocan, de hecho, efectos duraderos en el clima y los ecosistemas locales. Contra ellos solo se pueden realizar estrategias defensivas, estableciendo prioridades y decidiendo qué se intentará salvar. Porque son incontrolables.

Parrondo, y en general todos los expertos proponen luchar contra los incendios forestales mediante la gestión activa de los bosques, que incluye técnicas como las talas selectivas y las quemas controladas (microquemas) para reducir la cantidad de combustible disponible para el fuego. También abogan por recuperar los cortafuegos, zonas de tierra sin vegetación que funcionan como barreras contra las llamas. La educación, las campañas de concienciación y las nuevas tecnologías, en especial los drones y los sistemas de detección, aparecen también como elementos importantes para luchar contra esta plaga, que se ha convertido en una emergencia social.

El Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) alertaba hace ya dos años de que la combinación de olas de calor prolongadas, sequías y baja humedad, unidas a una vegetación muy seca y al abandono en la gestión de los bosques colocaba a España en un alto riesgo de sufrir “superincendios”. Para evitar más desastres, la ONG propone impulsar una estrategia para transformar el actual paisaje en un “mosaico cortafuegos”, que conjugue el tejido productivo y la conservación de la biodiversidad. “Cada árbol cuenta y es ‘un soldado’ en la lucha contra el cambio climático”, subraya WWF.

Esta organización ambientalista propone siete acciones para adaptar los bosques a las actuales condiciones climáticas y prevenir los incendios. Son: aumentar la diversidad de especies en las masas forestales; apostar por especies más resistentes a la sequía; proteger el suelo y los recursos hídricos; priorizar la conservación de los ecosistemas en vez de a la producción de madera en el manejo de los bosques; poner más énfasis en la prevención y en la gestión forestal activa, en vez de en la lucha por apagar los “superincendios” después de que hayan estallado; recuperar los paisajes tradicionales, el “paisaje mosaico”, que incluye pastos con usos ganaderos extensivos, masas forestales bien gestionadas, cultivos extensivos y bosques autóctonos; y aplicar medidas de autoprotección en las zonas de interfaz urbano-forestal para evitar la pérdida de vidas humanas.

 

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