¿Por qué parpadean las estrellas?

Observar el cielo inundado de estrellas brillantes es, probablemente, uno de los placeres favoritos en las noches despejadas. De diferente luminosidad, color o en diferentes agrupaciones, disfrutar de este paisaje gratuito está al alcance de cualquiera. Sin embargo, al levantar los ojos, hay un detalle que no pasa por alto: las estrellas están parpadeando en el cielo de forma constante. ¿Alguna vez te has preguntado a qué se debe este fenómeno? ¿Las estrellas están emitiendo realmente luz de forma intermitente, o se trata todo un simple efecto óptico?

Parpadeo por dispersión

Para responder esta pregunta hay dos cosas que debemos tener en cuenta: la composición de nuestra atmósfera y la razón de que las estrellas brillen. La primera es sencilla, pues se sabe que la capa que rodea a nuestro planeta es una acumulación de gases y partículas en suspensión, que se encuentran a diferentes temperaturas, concentraciones y presiones dependientemente de la zona de estudio. Para la segunda, quedémonos con que la estrella simula ser un gran reactor nuclear; de forma que es una fusión termonuclear de helio en su interior la que provoca la liberación e irradiación de energía, parte de ella en forma de luz.

Por lo tanto, parece poco posible que el parpadeo tenga su origen en esa reacción constante e intrínseca a la estrella, y a su vez, todo indica que una atmósfera cambiante y poco homogénea pueda ser la que origine el titileo. Y es que, efectivamente, es así: todo se debe a un efecto óptico producido por la propia atmósfera.

De esta forma, la energía y la luz que se genera en la estrella, llega de forma constante a la atmósfera terrestre. Ahora bien, cuando las partículas que forman la luz, los fotones, entran en la capa de gas, pueden chocar con las partículas que hay dispersas, alterando por completo la dirección que llevan. Además, los cambios en las magnitudes de presión y temperatura  a medida que profundizan en ella, también pueden curvar su trayectoria, desviándolos de la linealidad. Estos dos efectos provocan que los fotones desviados no lleguen a los ojos de los observadores, dando lugar a pequeños periodos donde la luz desaparece. Son estos los famosos parpadeos en el brillo de las estrellas.

¿Los planetas y el Sol parpadean?

El efecto de dispersión es más observable, y llamativo, en aquellos objetos astronómicos que se encuentren a mayor distancia. Es decir, cuanto más lejos se encuentra el astro, la cantidad de luz que llega a la atmósfera es menor, pues existen más posibilidades de que se haya perdido energía por el camino, en fenómenos de dispersión y curvación de la trayectoria al entrar en contacto con otros materiales cósmicos. En objetos cercanos, es mucho mayor la cantidad de luz que llega y, aunque sí se dispersa parte de ella en la atmósfera, no afecta a la constancia y no se aprecia ese parpadeo. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, con el Sol: la estrella más cercana al planeta Tierra.

Sin embargo, en el cielo nocturno estrellado, los planetas también se ven como pequeños puntos luminosos fácilmente confundibles con el resto de las estrellas. ¿Parpadean realmente? La respuesta es negativa. Y es que, aunque los planetas realmente no emiten luz, si no que reflejan la que proviene del sol o de estrellas algo más lejanas, esta sigue viniendo de un punto de emisión tan cercano (los planetas de dentro del propio Sistema Solar) que no se llegan a apreciar las consecuencias de esa dispersión atmosférica. De hecho, este puede ser un buen truco para diferenciarlos en la noche: los planetas no parpadean, mientras que las estrellas sí lo hacen.

La importancia del color

Por si el fenómeno de parpadeo fuera poco curioso, a este se le suma que, si el observador se fija, las estrellas presentan diferentes colores, que oscilan desde brillos más azulados a otros más amarillos o rojizos. De hecho, diferenciar el color en el que brilla una estrella en el cielo puede proporcionar mucha información de interés y característica de ese astro, e incluso ayudar a identificarlo del resto.

El color que presente la estrella dependerá de la temperatura a la que esta se encuentre. De esta forma, aquellas que brillen con un tono más azul serán las más calientes, con una temperatura superficial de hasta 25.000 grados Kelvin. Por el otro lado, un color rojizo corresponderá a estrellas menos calientes, con una temperatura de unos 3.000 grados Kelvin sobre la superficie.

Además, puede existir también una relación con la edad de la estrella. Así, las estrellas más jóvenes serían las que veríamos en el cielo con una tonalidad más azulada, es decir, las más calientes según la clasificación anterior. Esto es debido a que, generalmente, las estrellas más jóvenes tienen más calidad de gas para quemar, por lo que pueden generar más energía y alcanzar temperaturas mucho más altas. Por ejemplo, el Sol tiene ahora un tono más amarillento, lo cual nos indica que se encuentra en punto medio de su vida. A medida que vaya envejeciendo, se irá haciendo cada vez mayor, aumentando su tamaño y enfriándose, adoptando un color más rojizo.

Sin embargo, puede haber casos donde esa relación entre edad y temperatura no sea la única, pues el tamaño puede verse involucrado la mayoría de veces. La explicación es breve: las estrellas más grande consumen su combustible mucho más rápido que las más pequeñas, por lo que una estrella de mayor tamaño utilizará sus recursos de forma más rápida y se volverá roja antes, sin necesidad de ser muy antigua.

Las Cefeidas: las estrellas que realmente parpadean

Existen, no obstante, un tipo de estrellas que realmente cambian la intensidad de su brillo de forma periódica: se trata de las cefeidas. Este tipo de astros es capaz de variar su temperatura a raíz de contracciones y expansiones de su propio radio entorno a un valor medio. De esta forma, la contracción de la estrella haría aumentar la temperatura de las regiones centrales de la estrella, consiguiendo aumentar el número de reacciones nucleares en la superficie, y así la energía y luminosidad emitida. Tras la expansión, la estrella se enfría, disminuyendo su luminosidad conjuntamente.

Este proceso ocurriría de forma cíclica  en periodos de 1 a 50 días, por lo que, a contrario del efecto parpadeante debido a la dispersión, no es algo observable con un simple vistazo al cielo: precisa de un seguimiento continuado a lo de un cierto periodo de tiempo.

Aunque el descubrimiento de las cefeidas se atribuye a John Goodricke, en 1784, fueron los estudios de la astrónoma estadounidense Henrietta Swan Leavitt los que dieron fama a estos astros por su importancia para la ciencia. Esta investigadora descubrió hasta 2.400 cefeidas, lo que le permitió establecer una relación entre su luminosidad y los periodos con los que cambian el brillo: cuanto más brillo, más dura su pulsación. Esta ley, conocida como ley de Leavitt, permitió calcular la distancia a la que se encuentran diferentes estrellas y galaxias del planeta, así como observar que esas distancias aumentaba y determinar la actual expansión del universo.

 

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