Ampollas de Lorenzini: el sexto sentido de los tiburones

Matar o morir es una de las reglas inquebrantables de la naturaleza. Así, en todo ecosistema existen una serie de relaciones establecidas entre las especies que lo conforman en las que todas compiten por los recursos disponibles, estableciéndose a lo largo de millones de años una jerarquía, la famosa cadena o pirámide alimentaria, en la que solo unos pocos animales son los elegidos para alzarse en la cúspide: los llamados depredadores del ápice o superdepredadores

Los leones en la sabana africana, los lobos grises en Alaska, los tigres en la Siberia, o los osos polares en el Ártico, todos son superdepredadores. Pero si tuviéramos que elegir al depredador entre los depredadores, ese sin duda sería el dueño y señor de los océanos de este mundo, el ecosistema más vasto de la Tierra. Estamos hablando del tiburón blanco

El grupo evolutivo de los tiburones, los escualos, conforma uno de los linajes de especies más antiguos de nuestro planeta. Según las evidencias, los primeros tiburones ya habitaban la Tierra durante el Devónico, hace unos 450 millones de años. Los tiburones más modernos surgirían en el Cretácico, hace unos 100 millones de años, cuando aún los dinosaurios no se habían extinguido, y muchas de estas especies ya eran muy similares a las que pueblan los océanos hoy en día.

De hecho, en muchos aspectos los tiburones de hoy eran similares a los del Cretácico, y en ocasiones se defiende que estos ya estaban tan bien adaptados a su medio que apenas han cambiado en los últimos 100 millones de años; simplemente no lo han necesitado. 

Entre los rasgos que hacen de los tiburones unos depredadores tan temibles se encuentra su forma de torpedo, que junto a las escamas -llamadas dentículos– que conforman su piel y actúan reduciendo la fricción del agua, le aporta velocidad, maniobrabilidad y hacen de ellos unos eficientes nadadores.

Otra característica común a diversas especies de tiburones es que sus mandíbulas están dotados de varias hileras de dientes. Poco desdeñable es también su sentido del olfato, el cual le permite detectar a sus presas a decenas de kilómetros. Pero si los tiburones cuentan con un arma secreta insuperable, esa es su capacidad para detectar los campos eléctricos debajo del agua, algo que resulta posible gracias a unos órganos sensoriales exclusivos conocidos como ampollas de Lorenzini. 

Hemos de tener en cuenta que cuando hablamos del sexto sentido de los tiburones lo hacemos de forma literal. Como decíamos, las ampollas de Lorenzini permiten a los tiburones detectar los campos eléctricos al igual que una trufa desarrollada permite a los perros detectar olores o un agudo oído permite al fénec del desierto detectar a sus presas bajo tierra. 

De hecho, estos órganos electrosensoriales especializados, los cuales los científicos denominan como electrorreceptores ampulares especializados, y que detectan campos eléctricos débiles, se encuentran localizados en la cabeza de los tiburones y están directamente conectados al sistema nervioso central de los escualos.

Su funcionamiento se basa en la detección de cambios muy sutiles en la concentración de iones de calcio y potasio del agua, gracias a lo cual consiguen detectar variaciones en los campos eléctricos, lo que le permite detectar a sus presas o evitar depredadores, orientarse en sus largas migraciones en el océano abierto, e incluso para comunicarse entre ellos y establecer relaciones sociales. Un sentido único que ha llevado a los tiburones a la cúspide de la cadena alimenticia oceánica. 

 

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