Musa dice que bueno, que es lo que hay, que al final, aunque sea difícil, uno se puede acostumbrar a ello, a los cuerpos enteros, porque se pueden sacar rápido y uno puede seguir entonces con el trabajo.
Son los otros, los cuerpos partidos, los separados, los amputados: estos son a los que Musa, un rescatista voluntario, no se puede acostumbrar. “Cuando sacamos un cuerpo con partes amputadas… Al mediodía hace algo de calor, huele muy fuerte. Aunque intentamos resistir, somos seres humanos. A mí me afecta mucho. No es fácil”, dice Musa, frases entrecortadas, mucho estrés, intentando sacarse de dentro todo lo que ha visto y tocado porque le quema, le corroe: necesita decirlo.
Abrazados
“Llevamos en este edificio tres días. Solo hoy hemos conseguido llegar donde están los cuerpos. Creemos que hay unos 70 dentro, y esta mañana hemos sacado a un hombre de 60 o 65 años con su hija. Estaban abrazados. Él tenía las tripas fuera, el brazo colgando, ha costado. Ha costado mucho sacarlo”, dice Musa, que en su vida anterior, hace una semana, era trabajador de construcción en Estambul.
Pero su vida -y la de todos los turcos, sobre todo los del sureste- cambió el pasado lunes por la madrugada con el terremoto que sacudió el sur del país y el noroeste de Siria. Las cifras, disparadas, asustan: 33.000 muertos entre los dos países.
“Si Dios quiere, de dentro podremos rescatar a alguien con vida. Si Dios quiere, pero a esta hora ya no lo esperamos demasiado”, explica el trabajador mientras se pone la mascarilla. Al subir hacia el lugar de trabajo, el olor va aumentando. Es un olor intenso, de podredumbre, de descomposición, de la muerte tras una semana bajo los escombros. “¡Bájala! ¡Bájala!”, grita un compañero del rescatista. Entonces, la excavadora mete sus garras en los escombros, presiona, los sujeta y tira hacia abajo. Rocas se precipitan por el suelo, que también son escombros. La montaña de restos, así, va bajando lentamente.
“Ya no tenemos ninguna esperanza de que quede nadie con vida”
“Ahora ya lo hacemos así. Ya no tenemos ninguna esperanza de que quede nadie con vida, así que usamos la excavadora. Es un desastre, un desastre. No puedo decir nada. Es en este punto en el que ya no me llegan las palabras. Ya no alcanzan”, se lamenta.
Casi una semana después del terremoto, de las diez provincias turcas afectadas, una parte importante ha terminado con los rescates. Diyarbakir, Sanliurfa, Kilis y Adana ya han finalizado -del todo o casi- con las tareas de rescate.
Antioquía
Hay dos regiones, sin embargo, donde la catástrofe no tiene igual: Adiyaman y Antioquía. En la última, este domingo, el sol aprieta por primera vez este invierno. El centro de la ciudad, antaño uno de los más característicos y famosos de Turquía, se siente fantasmagórico. Hombres, sobre todo hombres, caminan tristes entre los escombros, que han cerrado todas o casi todas las calles.
De las callejuelas características de Antioquía, en las que sinagogas, mezquitas e iglesias convivían pared con pared, ahora no quedan más que piedras tiradas en el suelo, polvo, y fachadas apoyadas contra la acera de enfrente. Antioquía ha sido la ciudad, con diferencia, que más muertes ha sufrido. Antioquía ha dejado de existir.
“Cuando la gente nos viene, de verdad vemos a muchos muy necesitados“, explica Abdullah, un voluntario que reparte comida en lo que antes era el centro de la ciudad y ahora también pero ya qué importa. “Todas sus pertenencias, todas sus cosas han quedado debajo de los escombros”, añade.
“Lo perdimos todo en un segundo. Antioquía está muerta”
Familias que huyen
Mehmet, de unos sesenta, desespera. Corre, suda, grita, pregunta, grita más. “¡Oye! ¡Trae a los niños! ¿Qué hacéis aún ahí sentados? ¡Os dije que vinieseis!”, le grita por teléfono el hombre a su mujer. Él y su familia, de cuatro, van y vienen nerviosos: la estación de autobuses de la ciudad está derruida y es tarea casi imposible saber hacia dónde va ese autobús, en qué dirección irá otro. Mehmet pregunta, se enfada, ruega. Salir de Antioquía no es tarea fácil. “Ayer decidimos que nos íbamos. Aquí ya no nos queda absolutamente nada. Nuestra casa se ha derrumbado”, dice Mehmet con prisas. “No sé, ojalá que no, pero Antioquía ha muerto, ya no está, y mira nuestro equipaje”, afirma enseñando todas las pertenencias de su familia: una bolsa de plástico negra, cuatro botellas de agua de medio litro y varios paquetes de galletas con sabor a limón. Nada más.
“Lo perdimos todo en un segundo. El domingo por la noche nos fuimos a dormir como cada día, en casa. El lunes nos levantamos sin nada. Ahora nos intentaremos mudar a otra ciudad. Es lo único que podemos hacer. En nuestra ciudad ya no tenemos dónde quedarnos, dónde vivir ya. Nuestra casa, nuestro hogar… duele irse. Ya no nos queda nada. Lo único es que nos llevamos de aquí son nuestras vidas”, dice Mehmet.
Al fin, ruegos y algún empujón después, la familia encuentra cuatro billetes en un autocar que se marcha al rato. “¿Qué asientos son, amigo?”, pregunta Mehmet: 11, 12, 14 y 15. Nunca, unos números le han importado tanto: 11, 12, 14 y 15. Nunca, unos números, le han hecho tanto daño.