La bañolense Dialla Diarra sufrió mutilación genital femenina cuando solo tenía una semana de vida en su Mali natal. Pero no lo empezó a intuir hasta que tuvo a su primera hija, ya en Bañolas. “Pensaba que había nacido así, que los genitales de todas las mujeres eran así”, confiesa.
Y es que nunca nadie le había dicho nada. “Es un tema tabú, está totalmente escondido, todo el mundo hace como si no hubiera pasado nada”, asegura Diarra. El día de la “fiesta del bautizo”, articuló por primera vez la palabra envenenada que lo obligaría a reconstruir, pieza por pieza, su pasado: “Le pregunté a mi prima, por inercia y sin saber que quería decir: ¿Qué haremos para mutilar a la niña?”, recuerda. Y hábilmente su prima le cuchicheó al oído: “Si tú no dices nada, nadie sabrá que no está mutilada“. Así que optó por seguir aquel sabio consejo, aún ignorando el significado de la condena: “Callé”, asegura.
Años más tarde, cuando una vecina de su mismo bloque tuvo un hijo, aquella palabra volvió a sacudirle el alma. “La fui a visitar al Hospital Universitari Dr. Josep Trueta de Girona y recuerdo que no se podía levantar de la cama, lo encontré extraño porque yo ya había dado a luz y horas más tarde podía andar”, explica. Pero allí, entre las cuatro paredes estériles de una habitación de hospital, fue testigo de una dura confesión. “Me dijo que le tuvieron que practicar una cesárea y que todo aquel dolor que la obligaba a quedarse en la cama era culpa de la mutilación genital”, recuerda. Aquella sentencia “volvió a salir una vez más”. Al llegar a casa, le preguntó a su marido (la unión había sido fruto de un matrimonio concertado cuando ella tenía 13 años, pero celebra que enseguida se enamoró) qué significaba aquella palabra que, cada vez que la oía, le helaba las entrañas. Y en aquel momento, cuando él le explicó “de pe a pa”, entendió el alcance de una práctica a la que, por cultura o por herencia, había sido sometida sin tener ni voz ni voto.
En 2014 volvió a su localidad natal. Y es que además de visitar a su familia, tenía otra misión: confesarle el descubrimiento a su madre y exigirle una explicación. “Mamá, sé que mis genitales son diferentes a los del resto de mujeres europeas, me gustaría saber por qué”, recuerda que le pidió. “Ah, sí, te cortaron una parte del clítoris una semana después de nacer”, replica Diarra, emulando las palabras de su madre. Pero algo le decía que aquella decisión, que toda una comunidad había tomado por ella, “no estaba bien, sentía que me habían hecho una cosa mal hecha tanto a mí como al resto de mujeres”, asegura. “Pero no me pude enfadar con nadie, no podía hacer nada para cambiarme”, confiesa.
Entonces, una secuencia de imágenes empezaron a asaltarla. “Recordé que, de pequeña, acompañaba a mi abuela a visitar distintas casas, siempre con familias diferentes”, confiesa. Y es que su abuela, asegura, formaba parte del “grupo de mutiladoras” de la localidad. “Ella se encargaba de coger a los bebés y una compañera suya les aplicaba la mutilación”, confiesa. “Siempre había pensado que aquellas visitas eran normales, nunca me habría podido imaginar que estaban haciendo una práctica que tendría unos efectos tan crueles sobre las mujeres”, asegura.
Había reconstruido su historia a trozos, de advertencias a evidencias. Pero no podía dejar que aquella tradición marcara para siempre a sus hijas. Así que en 2006 decidió crear la asociación Legki Yakaru (con epicentro en Banyoles) para poder empoderar las mujeres africanas y defender sus derechos. “A través de la entidad podemos hablar de la mutilación genital femenina, porque es una problemática absolutamente silenciada que nadie quiere ver ni explicar, y precisamente tenemos que hacerle frente y levantar la voz para que nuestras hijas y nuestras nietas no tengan que pasar por lo mismo”, proclama. Además, desde la entidad también trabajan para “eliminar las maldades de nuestra cultura y fomentar los aspectos positivos para que no olvidemos nunca nuestras costumbres”.
Extirparles el placer
La mutilación genital femenina “tiene consecuencias brutales, tanto a nivel físico como moral, que nos acompañan toda la vida”, denuncia Diarra. En este sentido, explica que existen tres tipologías de ablación, cada una con sus motivos. “La mutilación de tipo 1 (que consiste al cortar la punta del clítoris) hace disminuir el deseo sexual de la mujer porque la cultura africana defiende que el poder de la mujer tiene que ser inferior al del hombre”. En la ablación de tipo 2, también extraen el “labio menor” para “eliminar el placer”: “Consideran que la mujer no tiene derecho a experimentar placer, solo el hombre, y de este modo también se aseguran que si el marido tiene que migrar o ir a la guerra, la mujer le esperará los años que haga falta porque no tendrá necesidad de encontrar a otro hombre”. En la mutilación genital de tipo 3, (extirpación “total” del órgano genital femenino “sin anestesia”), asegura que “llenan la vagina con hierbas trituradas, juntan los dos labios durante más de dos horas sin limpiarlo hasta que se cicatriza (y queda totalmente cerrado), y dejan un pequeño agujero para la orina”.