El colectivo, ¿un invento argentino?

Colectivo, va

1. adj. Perteneciente o relativo a una agrupación de individuos.

4. m. Arg., Bol., Ec., Par. y Perú. autobús.

(Diccionario de la Lengua Española)

En el año 2002 el gobierno nacional comenzó a subsidiar el transporte público de pasajeros, especialmente en la zona metropolitana de Buenos Aires. En lugar de otorgarlos a la población necesitada, los subsidios fueron universales. El extraordinario incremento que tuvieron (en 2015 significaban casi el 1% del PIB) magnificó una serie de consecuencias perversas, ya que fueron territorialmente inequitativos, económicamente ineficientes y socialmente injustos. Si subsidiar a la oferta –a las empresas– y no a la demanda –a los usuarios que los precisaban– era de por sí sumamente defectuoso, el diseño imaginado e implementado por el gobierno de entonces agregó, a las distorsiones señaladas, la particularidad de que los recursos transferidos por el Estado se calculaban en función de los kilómetros recorridos por cada vehículo y no de los pasajeros transportados ni de cuántos entre ellos no hubieran podido pagar la tarifa completa. (Aunque en 2011, después de diez años de establecidos, se empezaron a pagar por pasajero transportado, tanto la magnitud como la discriminación territorial se mantuvieron intactos.)

A primera vista, el sistema beneficiaba a cuatro actores, todos ellos comprometidos con la continuidad de ese diseño perverso: los empresarios; los sindicalistas y los trabajadores; los pasajeros; y los funcionarios políticos del Estado, que cimentaban una base electoral y, seguramente, también obtenían retornos.

Pero, en realidad, son muchos más los jugadores que toman ventajas: los proveedores de gasoil y de neumáticos, los fabricantes de carrocerías, los de motores, los mecánicos, los proveedores de aceites y de repuestos. También, quienes no tienen que incluir en el salario de sus empleadas domésticas el costo del transporte desde el conurbano hasta la ciudad de Buenos Aires y los empresarios que no tienen que pagarlo a sus trabajadores.

¿Un invento argentino?

Sea que se compare con los promedios internacionales, con los de América Latina o con los de los países de ingresos medios, el desempeño de la economía argentina ha sido notablemente defectuoso durante el último medio siglo. En efecto, desde principios de los años 70 la imposibilidad de establecer un patrón de desarrollo y sostenerlo a lo largo del tiempo ha provocado crisis recurrentes, un crecimiento del producto bruto por debajo del de países comparables y un incremento de la pobreza y la indigencia que, junto con el deterioro masivo de los bienes públicos –salud, educación, seguridad, justicia– se ha convertido en la marca característica de nuestro país. Si, después de 36 años, se volvió a hablar de la Argentina por su desempeño futbolístico, el resto del tiempo lo destacable fue su pésima performance económica y su capacidad de producir daño social.

Muchas explicaciones se han intentado para dar cuenta de lo que unánimemente se considera un fracaso colectivo y que ha hecho que el nuestro sea un país, en las palabras que Carlos Nino utilizó ya en 1992, “en pronunciadas vías de subdesarrollo”. Pero más allá de las causas que pusieron en marcha esta dinámica de deterioro, una vez que ella se convierte en el modo de ser de la economía es la dinámica misma la que determina la conducta de los actores, dando forma a innumerables arreglos que, como “el colectivo argentino”, consisten en la búsqueda de la ventaja particular –individual o sectorial– de corto plazo, a expensas del deterioro del futuro. Se construye así un equilibrio entre jugadores que depredan el ecosistema en el que viven y del que viven.

El “colectivo” no es sin embargo un invento argentino. En un ensayo publicado a finales de la década de 1960, Garret Hardin denominó “la tragedia de los bienes comunes” a la situación en la cual el interés individual prevalece sobre el interés de la comunidad y provoca un colapso de los recursos. Hardin utiliza el ejemplo de las tierras comunes en las que cada habitante de un pueblo puede llevar a pastar a un número determinado de animales. Sin embargo, los pastores notan que siempre queda una porción de pasto no consumido, por lo que, primero unos y luego otros, comienzan a llevar más ganado. Naturalmente, en algún momento el terreno de pastoreo no puede satisfacer la carga que se le impone, de modo que los animales perecen como consecuencia del agotamiento del recurso, y toda la comunidad se perjudica por no haber sabido cooperar. Esa descripción del modo en que una población actúa guiada por el interés de corto plazo en ausencia de incentivos e instituciones que estimulen la cooperación es útil para analizar el modo de funcionamiento de la sociedad argentina. En efecto, las “tierras comunes” del ejemplo de Hardin son, entre nosotros, los bienes administrados por el Estado. “El deporte nacional –escribió Miguel Bein– es sacarle todos los pesos al Estado y todos los dólares al Banco Central”. Un deporte, como cualquier otro, que algunos practican con más éxito, y que termina arrojando a muchos a la pobreza. Eso es lo que ocurre con los subsidios al transporte, pero también con las prebendas otorgadas a las empresas instaladas en Tierra del Fuego, con los regímenes previsionales especiales, las exenciones del pago de impuesto a las ganancias a los funcionarios y empleados del Poder Judicial, la mayoría de las concesiones otorgadas por el Estado nacional y por los provinciales y municipales, las ventajas sectoriales o regionales entregadas en las promociones industriales o agropecuarias, los beneficios fiscales otorgados a sectores de la economía o a empresas particulares, con la protección de mercados a través de regulaciones que excluyen a la competencia externa o interna, o los subsidios a la energía, a la vez extremadamente inequitativos y generadores de monumentales externalidades negativas… Una inmensa cantidad de actividades que funcionan con la misma lógica del “colectivo argentino”.

Racionales

Tomados individualmente, los actores implicados en la sobreexplotación de los recursos comunes actúan racionalmente. Como en el caso del sobrepastoreo, todos tienen una “buena razón”. Por una parte, porque el intento de maximizar la propia utilidad es el comportamiento a priori de cualquier individuo; pero, por otra parte, porque a ese rasgo universal de la conducta se suma entre nosotros la evidencia de que desde hace medio siglo todo futuro ha resultado peor que su pasado y, por tanto, la mejor respuesta, la más racional, consiste en explotar impiadosamente el presente.

Nuestro país ha resuelto del peor modo el clásico dilema entre eficiencia y equidad, según el cual los acuerdos destinados a alcanzar mayor eficiencia (es decir, a maximizar el producto total elaborado con los recursos disponibles) pueden entrar en tensión con los acuerdos destinados a lograr niveles menores de desigualdad entre los ingresos, los patrimonios o las oportunidades de las personas. La solución argentina consiste en deteriorar simultáneamente la eficiencia y la equidad. Hemos sabido hacer una sociedad que es progresivamente menos productiva y menos justa. Si la polarización política parece estructurarse sobre una falsa antinomia entre el predominio del Estado y el del mercado, lo cierto es que ambos, el Estado y el mercado, han fracasado para introducir justicia y para producir prosperidad, fundamentalmente porque no conseguimos coordinar la acción colectiva de un modo cooperativo.

El tránsito de los comportamientos extractivos y rentísticos hacia la cooperación es posiblemente el desafío más complejo que enfrentan las sociedades, dado que muchas veces la racionalidad individual conduce a resultados colectivos irracionales.

Ese tránsito se realiza por medio de instituciones, la más importante de las cuales es el conjunto de normas diseñadas por una comunidad política. Ellas establecen cómo se debe actuar y determinan el tipo de sanción que sufrirá quien las infringe, y coordinan de ese modo a la sociedad minimizando el éxito de los polizones, de los free riders o de los desertores.

En su ensayo clásico sobre la anomia argentina, Carlos Nino acuñó el concepto de “anomia boba” para indicar un sistema en el que una acción colectiva provoca un resultado “menos eficiente que cualquier otro que se podría dar en la misma situación colectiva en la que se observara una cierta norma”, o bien un resultado más pobre en términos de justicia. La norma es la solución más sofisticada entre las que se han diseñado para resolver los dilemas de acción colectiva. (Debe señalarse, aunque el tema excede el presente trabajo, que para que la cooperación funcione debe realizarse en un entorno en el que la información circule lo más transparentemente posible. Para buena parte de las interacciones sociales que exigen cooperación, el sistema de precios es la fuente más confiable de información, aunque en ciertas situaciones necesite regulaciones y correcciones públicas. La inflación crónica, junto con intervenciones estatales disfuncionales, distorsionan ese sistema facilitando la tarea de quienes se benefician en situaciones de opacidad informacional.)

Sin embargo, a pesar del desorden generalizado y de la extendida conducta de transgresión de las normas en búsqueda de beneficios de corto plazo, la nuestra no es una sociedad anárquica. Como en el “caso del colectivo”, ha desarrollado una serie de dispositivos que permiten la regularidad de la cooperación entre buscadores de rentas, extractivistas y depredadores. Se formulan acuerdos, se respetan y se les da continuidad en el tiempo, con el objetivo de garantizar la capacidad de determinados grupos para explotar los recursos comunes en beneficio propio. Y, como lo explica tanto la biología evolutiva como la teoría de juegos, los actores se observan unos a otros, y aquellos con desempeños pobres tienden a imitar las estrategias de aquellos a quienes les va mejor. Cuando a lo largo del tiempo la estrategia más efectiva consiste en especializarse en obtener recursos públicos o en explotar a los más débiles, todos orientan su energía en esa dirección.

El efecto agregado de esa sumatoria de acciones sectoriales es la devastación de lo común, los campos de pastoreo de Hardin o, entre nosotros, los bienes comunes y las capacidades estatales. Quienes pueden hacen exit: abandonan la escuela y la salud pública, contratan seguridad privada y van desistiendo progresivamente del pago de impuestos. El proceso de desdesarrollo se acelera y se vuelve cada vez más difícil de revertir. Las crisis que coordina cíclicamente este esquema extractivista generan transferencias de ingresos y nuevos saltos en los niveles de pobreza.

¿Y entonces?

Detener el largo ciclo de deterioro exige que la política coordine la acción colectiva estableciendo la cooperación como forma predominante de las interacciones entre los agentes. Para ello, es necesario un liderazgo con una renovada imaginación política y una firme capacidad de terminar con la anomia. Así como el proceso conducido por Raúl Alfonsín significó que nuestro país ascendiera un peldaño en la escalera de la civilización, dejando atrás la violencia política como recurso para la resolución de los conflictos –y es de allí, no de otros aspectos de su gestión, de donde proviene el reconocimiento de la sociedad–, solo será posible cambiar el rumbo si hay una dirigencia dispuesta a ascender otro escalón: el del respeto por la norma y la sanción de los desertores, explotadores, polizones y free riders para cambiar un juego de suma negativa y búsqueda de cuasi rentas por uno de cooperación.

Sin embargo, las coaliciones que dominan la escena política parecen poco dispuestas a llevar adelante la tarea. Una, estatalista, intervencionista, desconfía del mercado y de los agentes económicos y siente repugnancia por todo arreglo institucional no dirigido por el Estado. La otra desprecia toda regulación pública, y confía exclusivamente en el mercado y en los precios como mecanismos de coordinación de las interacciones sociales.

Ambas están condenadas a fracasar, no solamente porque son maximalistas sino porque, para serlo, deben negar cualquier legitimidad a sus adversarios, restar todo valor a las ideas y a los intereses ajenos. No hay, de ese modo, cooperación posible, ni reforma que pueda sostenerse en el tiempo. Las reformas no deben hacerse contra el otro sino con el otro, y deben comenzar afectando los intereses propios para generar confianza.

Ante la falta de alternativas de reforma, el futuro inmediato parece quedar una vez más en manos de una alianza que hace mucho resulta ganadora: una coalición conservadora no formalizada políticamente, transversal a todos los partidos y a todos los sectores económicos y sociales, integrada por quienes se han especializado en maximizar las cuasi rentas que generan los desarbitrajes en un país pendular. En ella confluyen muchos de quienes supuestamente realizan sus proyectos en el mercado y de quienes los realizan en el Estado, de quienes dicen defender la eficiencia y los que aseguran buscar la igualdad. Sus integrantes tienen capacidad de presión y de incidencia tanto sobre los poderes públicos como en la opinión, y están entrenados para la búsqueda de formas de cobertura y para aprovechar las oportunidades que generan las crisis recurrentes. Así, las empresas que participan del juego se han convertido en maximizadoras de flujos –importa lo que es posible sacar de ellas, no el valor que tienen–, y el sistema todo se ha convertido en una inmensa fuente de transferencia de ingresos.

Esta coalición satisface a la vez los intereses de las grandes corporaciones que reciben subsidios o que actúan en mercados cerrados; de las empresas protegidas de la competencia; de muchos proveedores del Estado, de sindicatos que “cuidan” a los trabajadores a expensas de los consumidores o del fisco; de los gobiernos subnacionales menos comprometidos con el desarrollo y la inclusión que con su propia reproducción… Un conjunto inmenso y diverso de actores a los que el Estado transfiere recursos o garantiza ingresos, y que se han especializado en la defensa corporativa de intereses sectoriales ejerciendo su capacidad para bloquear cualquier reforma que afecte esos intereses, en un proceso sistemático de administración del deterioro.

Sin esa renovada imaginación política que proponga un futuro distinto, sin liderazgos que transmitan la convicción de que la cooperación puede producir mejores resultados para todos, y sin la capacidad de imponer el respeto de las normas cuya observancia, como escribió Carlos Nino, es un factor determinante “de la evolución económica y social de una comunidad” nuestro destino seguirá siendo siempre peor que nuestro presente. Tristemente, nada anima a suponer que esa imaginación, ese liderazgo y esa exigencia de legalidad tengan una coalición dispuesta a sustentarlos.

Los autores agradecen las valiosas observaciones de Sebastián Katz

 

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