Hay pocos placeres tan íntimos y exquisitos como acomodarte en tu lugar preferido y abrir un libro que querés leer. Inmediatamente te comprometés a una relación de pareja con otra persona -el autor- que comparte la ilusión de que podés llegar juntas al final.
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Y ahí está: esa primera frase a la que la mayoría de los escritores le dedican más tiempo que a cualquier otra. Muchas de ellas son las líneas más famosas de toda la literatura. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. (Cien años de soledad de Gabriel García Márquez).
Para la primera edición de Cien años de soledad, de 1967, García Márquez quería una obra del pintor Vicente Rojo que no llegó a tiempo –la imagen de las etiquetas, que luego se incorporó a la segunda tirada- por lo que Sudamericana encargó un diseño, que realizó Iris Pagano, con este emblemático gal
“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. (Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra).
“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”. (Historia de dos ciudades de Charles Dickens).
“Las familias felices son todas iguales; las infelices lo son cada una a su manera”. (Anna Karenina, León Tolstoi).
¡Qué ganas de seguir citando más ejemplos brillantes! Pero esos son suficientes para notar que el principio de una historia es un anuncio, una sorpresa, una declaración de intenciones.
En detalle
Si vamos a comenzar por el principio, qué mejor que la primera gran historia de aventuras del canon occidental, La odisea de Homero (aquí en la traducción de Emily Wilson)
Cuéntame acerca de un hombre complicado.
Musa, cuéntame cómo vagó y se perdió luego de destruir la sagrada ciudad de Troya, adónde fue y a quiénes conoció; el dolor que sufrió en la tormenta en los mares y cómo batalló para salvar su vida y guiar a sus hombres a casa.
No logró mantenerlos a salvo.
La primera línea nos advierte que esta no es una historia ordinaria. Es una declaración simple que plantea la pregunta, ¿por qué es este hombre el héroe de la historia? ¿Y cuáles son sus complicaciones?
“Musa, cuéntame cómo vagó y se perdió cuando destruyó la ciudad santa de Troya”.
La audaz apertura invita a más preguntas. ¿Por qué anduvo errante Ulises? ¿Por qué se perdió? ¿Cuándo y cómo destruyó la ciudad santa de Troya? ¿Por qué era santa Troya? ¿Qué lo llevó a destruirla?
Una buena narración depende de plantear no una, sino una serie de preguntas que necesitan respuestas… y, en este caso, no paran. Nos dan ganas de saber a dónde fue y a quién conoció, así como de sus dolores y sus esfuerzos por salvar a sus hombres y llevarlos a su patria.
Homero nos invita a escuchar la historia. Y hasta nos regala un anticipo de lo que ocurrirá: “Fracasó”.
Manuscrito en griego de la Odisea de Homero
Pero, incluso eso genera una pregunta adicional. ¿Cómo falló? Y nos dice que fue por sus propios errores que murieron. Pero ¿cuáles errores?, ¿cómo murieron los hombres de Ulises?
Cada dos o tres palabras, el inicio de La odisea impulsa la narración y provoca un por qué, cómo, cuándo o dónde; interrogantes que solo pueden resolverse leyendo. Eso es la médula de todas las buenas narraciones: se alimentan de la curiosidad. Algo un poco problemático para la galardonada autora Kamilia Shamsie al escribir su novela Sombras quemadas.
Mundos
La historia empezaba en un lugar y un momento que con solo mencionarlos revelaban lo que iba a pasar. Algo así puede ocasionar la caída de “la espada de Damocles” que, según el autor Richard Ford, “pende sobre todas nuestras cabezas: que los lectores encuentren una razón para dejar de leer”. “Para mí, un libro exitoso es uno que lleva al lector desde el principio hasta la última palabra”, le dijo a la BBC el novelista ganador del premio Pulitzer.
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Para conseguirlo, los escritores tienen que lograr que nos internemos en los mundos que inventaron. ¿Cómo ambientan sus novelas en lugares que podemos tocar, oler, oír, hasta saborear? En sus obras, Shamsie nos lleva de Londres a Karachi, y de Nueva York a Nakasaki. Ese último fue el escenario de Sombras quemadas que tanto la atribuló.
Portada del libro “Sombras quemadas”
(Foto: Tematika)
Llegar a la versión final del principio le tomó mucho tiempo. “Escribí cuatro o cinco borradores y ninguno funcionaba”. Decidió tomar el toro por los cachos: se lanzó con el nombre de la ciudad y la fecha precisa consciente de que sus lectores “sabrían que caería una bomba”.
Nagasaki, 9 de agosto de 1945.
Más tarde, quien sobreviva recordará ese día como gris. Pero en la mañana misma del 9 de agosto, tanto el hombre de Berlín, Konrad Weiss, como la maestra de escuela, Hiroko Tanaka, salen de sus casas y notan el azul perfecto del cielo en el que florece el humo blanco de las chimeneas de las fábricas de municiones.
Konrad no puede ver las chimeneas desde su casa en Minamiyamate, pero desde hace meses sus pensamientos han visitado con frecuencia la fábrica donde Hiroko Tanaka pasa sus días midiendo el grosor del acero con micrómetros, con imágenes de aulas abalanzándose sobre sus pensamientos, como los recuerdos del vuelo podrían entrar en las mentes de pájaros con alas rotas
Además de situarnos en ese hito histórico, Shamsie nos dice por adelantado que una de estas personas vivirá, otra no. “Quiero que te involucres con el día mismo, con los personajes y con su propio desconocimiento, porque ese día, en Nagasaki, nadie se despertó pensando en lo que iba a pasar”, le dice a la BBC.
Para crear sus mundos, Shamsie empieza imaginándose a sí misma en ellos. “Por supuesto, nunca estuve en Nagasaki en 1945, así que leí y vi fotografías y todo tipo de cosas para tratar de crear para mí ese sentido de lugar”.
“Al buscar Nagasaki lo que veía era una nube en forma de hongo. Quise restaurar la ciudad en las páginas. Y realzar el contraste. Hiroko está de vacaciones, hay un azul perfecto en el cielo y la ilusión de victoria”. Esa tranquilidad antes de la tormenta es deliberada, pero también, un hecho.
“Ese 9 de agosto realmente empezó como un día soleado, y en algún momento el cielo se llenó de nubes que casi impidieron que lanzaran la bomba”. Sin embargo, subraya, que “la escritura descriptiva nunca se trata puramente de mostrar algo como si fuera una fotografía, debe ir más allá de lo visual. Tiene que haber algo en los detalles particulares que te dan para que se empiece a sembrar la trama de la novela”.
Silencios
Y fue un detalle sobre las mujeres que vestían kimonos blancos con botones oscuros que encontró al leer Hiroshima de John Hersey lo que le dio el nombre de Sombras quemadas y la llevó a “ver una imagen que podría convertirse en una novela”.
“El blanco reflejó el calor de la bomba lejos de su cuerpo, y el negro lo absorbió, por lo que, horriblemente, terminaron con tatuajes en su piel en forma de los botones de sus kimonos”, menciona el libro. “Mientras leía eso, tenía una imagen en mi cabeza de una mujer con un kimono con botones en forma de tres grullas negras en la espalda. Quise que esa mujer se diera la vuelta”, sostuvo.
Hiroko sale a la terraza. Su cuerpo, del cuello para abajo, es una columna de seda, blanco con tres grullas negras que se abalanzan sobre su espalda. Mira hacia las montañas, y todo le parece más hermoso que esa mañana temprano. Nagasaki es más hermosa que nunca. Gira la cabeza y ve las torres de la Catedral de Urakami, que Konrad está mirando cuando nota un espacio abierto entre las nubes. La luz del sol lo atraviesa, separando aún más las nubes.
Hiroko.
Y entonces el mundo se vuelve blanco.
Lo que sigue, en el libro, son dos páginas vacías: “Como escritor, hay momentos en los que reconocés que las palabras se detienen”.
“Hiroshima”, de John Hersey
Conversaciones
Ciertamente, el silencio, así como el subtexto y la inarticulación, son indispensables. “A veces se dice que hay palabras indelebles, pero en realidad, es el silencio después del discurso, el cambio en el silencio, la transformación en el ambiente después de que se conoce algo lo que marca”, le dice a la BBC la novelista ganadora del premio Booker Anne Enright.
Y la tarea del narrador es mostrar cómo sucede, con descripciones pero también conversaciones, en las que siempre cabe la protesta, la interrupción. la frase fuera de lugar, el insulto accidental y el arrebato inarticulado. Esos encuentros impulsan la historia.
Una buena narración depende de la confrontación. Si todos entran en escena pensando lo mismo, no tiene sentido quedarse a ver qué pasa. El drama depende de que los personajes no sepan lo que quieren o esperen cosas diferentes. Y de que el autor nos sorprenda con giros inesperados, como lo hizo Jane Austen en este pasaje de Orgullo y prejuicio:
-¡Oh, señor Bennet! Lo necesitamos urgentemente. Estamos en un aprieto. Es preciso que vayas y convenzas a Elizabeth de que se case con Collins, pues ella ha jurado que no lo hará y si no te dás prisa, Collins cambiará de idea y ya no la querrá.
Al entrar su mujer, el señor Bennet levantó los ojos del libro y los fijó en su rostro con una calmosa indiferencia que la noticia no alteró en absoluto.
-No he tenido el placer de entenderte -dijo cuando ella terminó su perorata-. ¿De qué estás hablando?
-Del señor Collins y Lizzy. Lizzy dice que no se casará con el señor Collins, y el señor Collins empieza a decir que no se casará con Lizzy.
-¿Y qué voy a hacer yo? Me parece que no tiene remedio.
-Háblale vos a Lizzy. Dile que quieres que se case con él.
-Mándale que baje. Oirá mi opinión.
La señora Bennet tocó la campanilla y Elizabeth fue llamada a la biblioteca.
-Ven, hija mía -dijo su padre en cuanto la joven entró-. Te he enviado a buscar para un asunto importante. Dicen que Collins te ha hecho proposiciones de matrimonio, ¿es cierto?
Elizabeth dijo que sí.
-Muy bien; y dicen que las has rechazado.
-Así es, papá.
-Bien. Ahora vamos al grano. Tu madre desea que lo aceptes. ¿No es verdad, señora Bennet?
-Sí, o de lo contrario no la quiero ver más.
-Tienes una triste alternativa ante ti, Elizabeth. Desde hoy en adelante tendrás que renunciar a uno de tus padres. Tu madre no quiere volver a verte si no te casas con Collins, y yo no quiero volver a verte si te casas con él.
El lenguaje es preciso. No se desperdicia ni una palabra aunque haya repetición.
El contrapunto se convierte en una serie de opuestos irreconciliables, que termina con que la hija ya no tiene que elegir un marido, sino que tiene que elegir entre sus padres.
La idea de que se espere algo de una conversación y no ocurra precisamente eso es otro pilar de una narración convincente. Para que suceda es indispensable que los pobladores de ese mundo que el autor creó sean casi de carne y hueso.
Orgullo y prejuicio de Jane Austen
Personajes
¿Cómo se crean personajes de ficción que parezcan reales? Uno de los secretos de la narración es el reconocimiento de que todos podemos abrazar múltiples identidades, como Walt Whitman observó en su Canto a mí mismo.
“¿Qué me contradigo?
Sí, me contradigo. Y ¿qué?
(Yo soy inmenso, y contengo multitudes) “.
Los personajes siempre pueden ser más de una cosa. Nadie es típico.
Ni siquiera necesitan estar atados a los estereotipos de género: el Orlando de Virginia Woolf cambia de sexo en el transcurso de la novela.
“Orlando se había transformado en una mujer -inútil negarlo. Pero, en todo lo demás, Orlando era el mismo. El cambio de sexo modificaba su porvenir, no su identidad”. Las alteraciones en la identidad fueron un tema de narración desde la Metamorfosis de Ovidio; en la actualización de Franz Kafka, el personaje central incluso cambia de especie.
“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”. Es muy dramático, pero en una novela, los personajes tienen que cambiar.
Si no lo hacen, terminan sin futuro, como la señorita Havisham en la novela Grandes esperanzas de Charles Dickens, atrapada en el momento en el que fue abandonada antes de su boda.
En un sillón de brazos y con el codo apoyado en la mesa y la cabeza en la mano correspondiente vi a la dama más extraña que jamás he visto o veré.
Vestía un traje muy rico de satén, de encaje y de seda, todo blanco. Sus zapatos eran del mismo color. De su cabeza colgaba un largo velo, asimismo blanco, y su cabello estaba adornado por flores de desposada, aunque ya era blanco. En su cuello y en sus manos brillaban algunas joyas, y en la mesa se veían otras que centelleaban. Por doquier, y medio doblados, había otros trajes, aunque menos espléndidos que el que llevaba aquella extraña mujer.
En apariencia no había terminado de vestirse, porque tan solo llevaba un zapato y el otro estaba sobre la mesa. En cuanto al velo, estaba arreglado a medias, no se había puesto el reloj y la cadena, y sobre la mesa coronada por el espejo se veían algunos encajes, su pañuelo, sus guantes, algunas flores y un libro de oraciones, todo formando un montón.
Desde luego, no lo vi todo en los primeros momentos, aunque sí pude notar mucho más de lo que se creería, y advertí también que todo lo que debía haber sido blanco, lo fue, tal vez, mucho tiempo atrás, porque había perdido su brillo, tomando tonos amarillentos. Además, noté que la novia, vestida con traje de desposada, había perdido el color, como el traje y las flores, y que en ella no brillaba nada más que sus hundidos ojos.
Al mismo tiempo, observé que aquel traje cubrió un día la redondeada figura de una mujer joven y que ahora se hallaba sobre un cuerpo reducido a la piel y a los huesos.
Si la metamorfosis del personaje es crucial para la trama de una novela, ¿qué hace en una novela de Dickens alguien que no puede o no quiere cambiar?
“Fíjate que, en ese pasaje tan corto, lo que ves es lo que fue y lo que ahora es”, señala el ganador del Premio Nobel Abdulrazak Gurnah.
Hay pocos placeres tan íntimos y exquisitos como acomodarte en tu lugar preferido y abrir un libro que quieres leer (Freepik/)
“Ves el cambio, solo que es muy cuidadoso para mostrarlo, y lo hace de una manera muy dramática. Al mostrar cómo ha cambiado el color del encaje te hace entender el paso del tiempo”.
Así que ni siquiera la señorita Havisham logra evitar el cambio, por más que trate. “No, lo que busca es detener ese momento, pero de hecho, lo que está haciendo es demostrar cómo ha pasado el tiempo para ella”.
Si los personajes cambian, se desarrollan y crecen durante una novela, entonces, tal vez, en el proceso el lector también se transforma. El placer de la ficción radica en ese poder. Nos permite vivir fuera de nosotros mismos, imaginar nuevos personajes, nuevos mundos y nuevas maravillas, de modo que cuando terminemos de leer, reconsideremos quiénes somos, en quién nos hemos convertido y quiénes aún podríamos ser. Quizás ese sea el mayor secreto de la narración de historias.
El fin
Poco a poco, vamos llegando irremediablemente a esa última página, a menudo sin querer que la historia termine, aunque intrigados por saber qué pasa. Parte de una buena narración depende de la capacidad de hacer conexiones entre lo ordinario y lo extraordinario, permitiéndonos a nosotros, los lectores, salir de lo cotidiano, pensar en vidas distintas a la nuestras, encontrar el espacio, considerar el significado y el propósito, la ambición y la futilidad, el amor y la muerte, el humor y la gracia.
Pero, también de la habilidad para mantener el ritmo y llegar al final, que puede ser crucial para moldear nuestra comprensión de lo que acabamos de leer. O no, al menos claramente, como uno de los más impactantes y discutidos finales: el de El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald.
Y mientras estaba ahí, cavilando sobre un viejo y desconocido mundo, pensé en la maravilla de Gatsby cuando vislumbró por primera vez la luz verde en el muelle de Daisy.
Había recorrido un largo camino para llegar a este césped azul, y su sueño debió parecerle tan cercano que casi podía atraparlo. No sabía que ya estaba detrás de él, en algún lugar atrás en esa vasta oscuridad más allá de la ciudad, donde los campos oscuros de la república rodaban bajo la noche.
Gatsby creía en la luz verde, el futuro orgásmico que año tras año se aleja de nosotros. Nos eludió, pero eso no importó: mañana correremos más rápido, estiraremos más los brazos y algún día…
Así, remamos hacia adelante con los botes contra la corriente, arrastrados incesantemente hacia el pasado.
La novela termina ahí, pero la curiosidad no. ¿Por qué mueren Gatsby, Myrtle y George Wilson? ¿Por qué Daisy vuelve con Tom? ¿Por qué nadie viene al funeral de Gatsby?
Parte de una buena narración depende de la capacidad de hacer conexiones entre lo ordinario y lo extraordinario (Freepik/)
El final abrupto y pesimista deja una sensación de vacío y sin sentido que plantea más preguntas que respuestas, lo que genera más interpretaciones que tornan el punto final en puntos suspensivos. Otros cierres no dejan interrogantes sino que son, más bien, reflexiones que los autores parecen querer que nos llevemos, como el de George Eliot en Middlemarch.
“… el bien acumulado del mundo depende en parte de hechos que no constan en la historia.
El que las cosas no estén tan mal para mí y para ti como podrían haber estado se debe, en parte, a aquellos que vivieron fielmente una vida oculta y descansan en tumbas que nadie visita”…
En manos de escritores geniales, los finales a menudo son tan inolvidables y brillantes como los principios. Gabriel García Márquez, El coronel no tiene quien le escriba;
La mujer se desesperó. “Y mientras tanto qué comemos”, preguntó, y agarró al coronel por el cuello de franela. Lo sacudió con energía.
-Dime, qué comemos.
El coronel necesitó setenta y cinco años — los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto — para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:
-Mierda.