El juicio por el asesinato de Fernando Báez me lleva a repensar la crianza de nuestros chicos de modo que no se repitan episodios de patoterismo de ningún tipo entre nuestros jóvenes en el futuro. Cómo favorecer un ambiente donde niños y jóvenes puedan convivir en paz, respetuosos unos de otros y de las diferencias entre ellos, sintiéndose seguros en los lugares en los que se mueven, tranquilos de ser como son, o de hacer lo que hacen, o de cómo se visten o cómo hablan, sin necesidad de estar alertas para ver desde dónde viene el ataque, o la burla, o el maltrato, ni de desperdiciar energía en defenderse, y también sin atacar lo diferente y aparentemente peligroso o amenazador por el solo hecho de ser distinto.
¿Qué tendríamos que reforzar en la crianza para que, cuando crezcan, sepan querer y cuidar a los demás, hacerse cargo de sus acciones, tomar decisiones responsables, no dejarse llevar por el grupo, no hostigar…?
En primer lugar, tienen que crecer desde bebés en un ambiente confiable y seguro, con vínculos con sus cuidadores (padres, madres, abuelos, docentes, etc.) en los que predominen el amor incondicional, la empatía, el respeto, la cooperación y no la competencia, la valoración de las diferencias y el estilo de cada uno.
Hay que garantizar que reciban de nosotros, adultos a cargo:
Amor incondicional, que enseña a nuestros hijos a sentirse amados y amar, incondicionalidad hacia sus personas pero no siempre respecto de sus conductas o palabras. Ellos necesitan nuestra guía para aprender lo que está bien o mal.
Respeto que les enseña a respetarse a sí mismos y a respetar, sin dejar de defenderse cuando corresponda.
Empatía, la habilidad de ponernos en su lugar y entender lo que les pasa y de ayudarlos a conectar con emociones, pensamientos y deseos, y acompañarlos a aprender a regular palabras o acciones. Así logran comprenderse y comprender a otros, lo que no se obtiene con discursos, lecciones de vida, gritos, amenazas o zamarreos. Un niño con dificultades para ponerse en el lugar del otro necesita más empatía y también límites para poder convertirse con el tiempo en un ser empático.
Este modo de acercamiento hacia nuestros chicos, y nuestro modelo de relación tanto con ellos como con otros, permite que hagan propio el viejo axioma de ‘tratá a los demás como te gustaría que te traten a vos’. Los chicos nos miran y nos ven: ya sea el trato dentro de nuestra pareja y hacia ellos, o con la gente en la calle, con nuestros amigos, con un empleado, con un vendedor.
Nos guste o no, cuidamos y nos relacionamos como fuimos cuidados, como aprendimos de chicos en casa. Esos buenos cuidados de hoy van a ayudarlos a reconocer, rechazar, denunciar y no practicar la violencia, el abuso y el maltrato de cualquier tipo, al no haber sido naturalizados en sus vidas de chicos.
Algunas cuestiones muy importantes, más allá de ofrecerles un lugar seguro para crecer y desarrollarse:
Por un lado, tenemos que armar equipo con otros adultos para configurar todos juntos el ‘pueblo’ que acompaña el crecimiento de nuestros hijos. En la sociedad individualista de hoy a muchos padres les cuesta confiar en otros adultos (docentes, padres de amigos); entonces, los chicos solo escuchan y respetan (si es que lo hacen) a sus padres.
Por otro lado, tenemos que ir dejándolos equivocarse y hacerse cargo de las consecuencias de sus acciones, pagar precios por sus errores, reparar el daño hecho, a veces basta con una disculpa, otras hacen falta acciones (como lavar el auto del vecino que embarraron jugando con amigos). Aprenden a hacerse cargo desde chiquitos –cuando los errores son pequeños y las consecuencias también pequeñas–, de modo que lo tengan claro cuando crezcan y no estén tan cerca nuestro y ya sepan, por experiencia personal, que no podemos salvarlos de todas la situaciones.
También las instituciones (colegios, clubes, etc.) tienen que revisar las pautas de competencia: aprender a transmitir el orgullo de la pertenencia con respeto por las otras instituciones. No es lo mismo estar orgulloso de ser parte de algo que menospreciar a los que no lo son. El problema es que en la competencia, como en la guerra, se favorecen esos modos de odiar o denigrar al otro y desplegar la fiera que todos tenemos adentro para defender a nuestra “tribu”. Esa dualidad entre el bien y el mal, entre la alegría y el orgullo, define en gran parte lo que somos, pero el entorno en el que crecemos y los vínculos con los cuidadores van a definir cómo se integran y cuál de ellos crece y predomina en nuestras acciones. No se trata de que no exista el buen enojo, sino de que aprendan a hacer un buen uso de esa energía.
La conciencia moral se disuelve (o puede disolverse) dentro de un grupo. Tenemos que enseñarlo desde que son muy chicos para que no tomen decisiones equivocadas relacionadas con lo social, por miedo a quedar afuera de un grupo o para no ser el único “cobarde” que, por ejemplo, dice que no quiere entrar en una casa vacía.
Algo parecido ocurre como consecuencia de ingerir mucho alcohol; nuestros chicos tienen que llegar a la adolescencia sabiendo que el exceso de alcohol puede impedirles pensar bien y llevarlos a hacer cosas que no harían estando sobrios, no cuidarse bien ni cuidar bien a otros.
Como dice John Lennon en su canción Imagine, desarrollemos desde la infancia en nuestros chicos la hermandad entre los seres humanos, no favorezcamos las diferencias que nos puedan hacer creer que somos mejores, para que podamos “vivir la vida en paz”. Empecemos por nuestras relaciones más cercanas y nuestros chicos chiquitos porque, como termina Lennon “quizás digas que soy un soñador pero no soy el único. Espero que algún día te unas a nosotros, y el mundo será uno solo.”