La Plata, 6 de enero de 1883
A la derecha, el teniente coronel Carlos Keen lidera la primera carga de caballería. El monte está erizado de paraguayos que los esperan. Hay gritos, polvo y cañonazos. Gira sobre la montura y examina a los suyos. Les grita que saldrán al galope en cuanto reciba la señal. «¡Sí, mayor!», es la respuesta que recibe y les sonríe. O eso intenta. Siente seca la garganta y el estómago como una piedra. Acomoda las botas en los estribos. Vuelve la vista hacia la derecha, pero el comandante no está. El caballo galopa desbocado entre los muertos y heridos. «Cayó Keen», comprende. Sable en mano, el resto son retazos de una carga, dos, entre los esteros. Huele a pólvora chamuscada y a miedo. Aullidos. La camisa plena de sudor y de sangre. ¿Propia? Alguien le grita, desencajado, que el batallón se quedó sin cartuchos. Están perdidos. «Acá nos quedamos, Paula», le susurra a la prima que lo espera en Buenos Aires. Ordena otra carga. Cuestión de locura o de vergüenza. Espuelas al monte, sabe que va por última vez. La sangre que le tapa los ojos y él que se estrella contra el suelo, el caballo a un lado, fulminado de un tiro en la cabeza. Se levanta como puede y vocifera…
—Señor gobernador… ¡Don Dardo!
La voz lo extrajo de entre los demonios, por un rato. Aturdido, se demoró en entender dónde estaba. Hasta que fijó la vista en el hombre que lo miraba, inquieto. Era Simone, su cochero, secretario y confidente, enfundado a todas horas en su levita, fuera verano o invierno.
“La ciudad de las ranas” (Planeta; 416 páginas; $ 5600)
—¿Sueños malos otra vez?
Asintió. Le costaba asimilar que no seguía junto al arroyo que los guaraníes llamaron Pehuajó y que habían pasado casi diecisiete años desde aquella masacre que los generalísimos, Bartolomé Mitre el primero, tildaron de «victoria».
—Afuera lo espera…
—Que espere.
Se sentó, despacio, en el borde del camastro. Pasó la mano por el hombro derecho y las costillas, y se cercioró de que las heridas no estaban allí, en su cuerpo. Tampoco los muertos, aunque cargaba con él sus rostros y sus nombres desde que dijo adiós a lo que pretendían reducir con displicencia a «Guerra del Paraguay».
¿Cómo fue la fundación de La Plata?
«Demasiados hombres buenos quedaron allá», se laceró, como cada vez que la mente lo arrastraba a aquellos días de horror con sus noches de espanto. Mil seiscientos marcharon aquel 31 de enero de 1866, junto a unos corrales apestosos. Menos de setecientos volvieron enteros, si eso fue posible, al campamento. El resto quedó malherido, como el comandante Keen, quien nunca volvió a ser el mismo, o pudriéndose… «Demasiados amigos».
—Don Dardo…
—Cinco minutos, Simone.
Al quedar solo, Rocha se restregó la cara y caminó hacia el escritorio que había instalado en el Hotel Bruni de Tolosa. La aldea, pegada a los campos donde fundó La Plata, era minúscula. La había impulsado Martín Iraola con la esperanza de atraer a las familias pudientes de Buenos Aires que huían de la fiebre amarilla, como lo habían hecho el presidente Sarmiento y todos sus ministros. Una década después, sin embargo, apenas sumaba cuarenta casas de mampostería y treinta y cinco ranchos de adobe y paja. La más digna era la vivienda del suizo Edouard Miche, en la esquina que según los nuevos planos de la zona sería la 1 y 528. Pero así y todo, el francés Michel Bruni se las había ingeniado para montar una fonda presentable bajo unas casuarinas, a un paso de las vías del tren y el viejo Camino Real que seguía hasta la localidad de Magdalena.
“Sarmiento hoy se largaría a llorar”
Taimada, la cabeza intentó devolverlo a los esteros. A aquellos días en que a la atrocidad de la batalla seguía lo horrendo de sobrevivirla, cuando debían abocarse a separar heridos de muertos, propios y ajenos, y recolectar trozos de brazos y piernas entre zumbidos de moscas que celebraban la orgía. Las moscas, sabía, eran las primeras; luego seguían las alimañas.
—¡Adelante! —ordenó al escuchar que golpeaban la puerta. En el momento en que el reloj de pie con péndulo de bronce marcó las tres de la tarde, Simone regresó con una bandeja en las manos. La cafetera humeaba entre la azucarera y los dos pocillos de porcelana.
Alconada Mon hace ficción con la historia fundacional de su ciudad, La Plata (Rodrigo Nespolo/)
—Esta tarde tiene una sola audiencia, don Dardo. El señor Stein está aquí.
—Vamos, pues, con el miserable. Hazlo pasar.
Rocha miró retirarse a su asistente. José Simone era más flaco y más alto que él —lo cual resultaba bastante fácil—, aunque la elegancia no era su métier. En eso, se confortó, él era imbatible. «No tendré la pulcritud de Quintana, pero tampoco el desaliño de Adolfo Alsina», se regodeó, y se sirvió el primer café de la tarde, sentado en uno de los dos sillones que había dispuesto Bruni. «Para recibir a las visitas, Monsieur Gobernador», lo había empalagado.
—¿Café, Henry? —le dijo, sin levantarse ni tenderle la mano al hombre que entraba en su despacho.
—¿Ahora nos tuteamos, gobernador?
—Yo a vos, sí; sos mi empleado.
Rocha percibió el disgusto —¿o era odio?— en los ojos de Stein mientras le señalaba el otro sillón y le alcanzaba un pocillo. Iba por mal camino, lo sabía; también sabía que no hay rivales chicos, como de joven le repetía su mentor, Carlos Tejedor.
“El Mosquito”: un vestigio de la prensa satírica del siglo XIX en el acervo de la Fundación Espigas
Pero la tentación era más fuerte que él. Detestaba a esa rata y a su revista, El Mosquito, y todo lo que él representaba.
—¿Azúcar?
—No, gracias, señor gobernador.
—Bien. ¿Ya has cobrado tus treinta monedas de plata, Henry?
Pronunció esa frase y se arrepintió. Tarde. Y, en el fondo, poco le importó. El aroma del café los envolvió.
—No soy ningún Judas —replicó el escriba, despacio, como si tallara cada palabra en piedra—. Solo firmamos un contrato por el que puse mi revista a su disposición por dos años. No lo olvide, señor gobernador.
—Bien, dime qué te trajo hasta Tolosa, Henry querido.
—Vine a mostrarle algunos textos y dibujos. Me gustaría saber si esto era lo que tenía pensado, si nos quedamos cortos o si vamos más lejos de lo que Vuestra Merced pretende…
«Vuestra Merced», absorbió Rocha, al tiempo que manoteaba los papeles. «Buen contraataque, víbora». Eran columnas cargadas de acidez contra sus rivales dentro del Partido Autonomista Nacional y varias caricaturas. Algunas tan bien logradas que no pudo contener una sonrisa.
—Avance contra Pellegrini, Stein, como le dije. Pero no se meta con Roca. Se lo prohíbo. Si quiere, apunte hacia Ataliva y los otros hermanos. Pero no toque al presidente. Confío en que más tarde o más temprano se verá obligado a apoyar mi candidatura, así que evíteme problemas innecesarios, ¿entendió?
—¿Ahora que ve de lo que somos capaces desde El Mosquito no me tutea más, señor gobernador?
—Al contrario, por eso mismo los compré. Porque sé de lo que son capaces.
—Contrató —corrigió Stein—. Por dos años.
Rocha evitó responderle. «Ya cometí un error con esta rata. Es hora de callar», se obligó, antes de incorporarse.
La litografía que ilustra el acto fundacional de La Plata; fueron incluidos Roca y Sarmiento, aunque no estuvieron
—Muchas gracias por venir, señor Stein.
Cuando el editor se marchó, Rocha apoyó ambas manos contra el marco de la puerta. Lidiaba con escorias desde hacía años y se consideraba un experto en la práctica del «recibo». Había perdido la cuenta de los viernes que había dedicado a recibir a docenas de indeseables en el caserón de Buenos Aires, con el apoyo —o la tolerancia— de Paula. Desde ministros hasta correligionarios, y de «hombres del pueblo» a los atorrantes más indignos. Pero esto era distinto. Ganar la gobernación y apuntar de inmediato a la presidencia conllevaba otro esfuerzo y muchísimo más dinero. Requería comprar cientos de periodistas en todo el país. Ahí estaba esa rata de apellido Gazzano que en la misma carta le pasaba información sobre reuniones de opositores y le pedía 2000 pesos para el diario La Correspondencia. O la otra rata que quería lanzar un vespertino, La Idea, y le exigía un aporte para tenerlo entre «sus más nobles partidarios».
«Hablando de eso», se dijo mientras se acercaba a la chimenea, vacía y limpia, «no me tengo que olvidar de la reunión pendiente con el directorio del Banco Provincia. Necesitaremos más fondos».
Sus pensamientos lo transportaron a la construcción de la ciudad. El plano fundacional era genial, debía admitirlo. Abrevaba ideas de las retículas de Filadelfia y Chicago, de las reformas de ciudades antiguas como Génova y Turín, y hasta tomaba prestadas las diagonales de la alemana Karlsruhe. Él había intentado aportar lo propio —y para eso compró y estudió el Atlas Universel que editó Arthème Fayard en París—. Pero lo que habían hecho Benoit, un tal Juan Manuel Burgos y algunos más rozaba la excelencia. Un cuadriculado de calles anchas que se cortarían en ángulo recto, con ochavas en las esquinas, combinadas con avenidas más anchas, plazas y parques cada seis cuadras, en todas direcciones. Y sobre ese esquema habría diagonales y bulevares que acortarían las distancias y facilitarían el tránsito y la aireación general, reforzada con el verdor del Parque Buenos Aires. Una ciudad modelo.
«Tengo que preguntarle por la escuadra y el compás», recordó. Benoit podría responderle si había volcado adrede los símbolos de la masonería en el plano como mensaje cifrado al mundo, como sospechaba, o eran fruto de la casualidad o la imaginación.
Pensar en Benoit lo llevó a recordar el misterio que lo rodeaba. Tenían sus diferencias políticas y personales, pero también momentos de distensión. «¿Será verdad eso que dicen sobre su padre y la corona de Francia?», se preguntó. Semanas antes, lo había sondeado, sin éxito…
—Sé que usted está trabajando en los planos de La Plata para darle un estilo, digamos… francés. ¿O debo decir de los Borbones?
—Está equivocado, Dardo. No es así.
—¿Cómo que estoy equivocado?
Rocha notó que Benoit meditó un instante antes de responderle.
—Digamos que uso mi inspiración familiar para darle una impronta al estilo de Versalles, sí.