En las noches de insomnio, todavía imagina una reelección posible para él. En otros momentos, ya de día, aparta la cabeza de un milagro improbable y vuelve a la vieja ambición: ser un expresidente. Alberto Fernández está entrando en el último año de su mandato con las peores encuestas que haya tenido un presidente desde 1983. Las encuestas no son lo peor que le sucede; la sociedad no reconoce en él a una referencia de poder ni a la última instancia en las decisiones de la política argentina. En el trienio de sus menesteres presidenciales, fue dejando caer cada una de las convicciones que alguna vez dijo tener. Tal vez el punto más bajo de su gobierno sea la reciente denuncia de la oposición según la cual ha vuelto a reinar en la política el pútrido espionaje ilegal desde el propio servicio estatal de informaciones. Alberto Fernández es, por lo demás, lo que parece. Un funcionario cuyo poder se diluyó entre los poderes de Cristina Kirchner y de Sergio Massa. “Es el queso del sándwich”, dicen en la provincia de Buenos Aires, donde descartan el jamón como metáfora. “Sería mucho”, ironizan. Un presidente que no tiene ministro del Interior, porque el titular de esa cartera, Eduardo de Pedro, es en los hechos un ministro de Cristina Kirchner. De Pedro era la cara supuestamente amable del cristinismo hasta que se sacó el disfraz. La prensa, los editoriales y las columnas son culpables del intento de atentado a la vicepresidenta, según él. O compara al Poder Judicial con los cuarteles en tiempos ya viejos, cuando existía un partido militar hace más de 40 años. El Presidente tampoco tiene jefe de Gabinete porque quien funge ese cargo, Juan Manzur, no sabe si será candidato a vicegobernador de Tucumán o a presidente de la Nación. Cualquier colectivo lo deja bien. Tampoco tiene ministro de Economía, porque Sergio Massa no le tiene respeto y solo imagina, como siempre, si él saldrá bien o mal de la ratonera en la que está. Cree que su triunfo consistirá en que la inflación anual sea del 98 por ciento y no del 100 por ciento o que el mes próximo pueda prorrogar el vencimiento por montos astronómicos de bonos del Estado. Cosas que no le importan a la mayoría de la sociedad. La inflación es la inflación que advierte en los supermercados y los bonos es un problema de muy pocos. Un presidente que, en fin, perdió el gobierno hace mucho tiempo. Un presidente que no fue, para recordar el título del libro de Miguel Bonasso sobre Héctor Cámpora, aunque este fue presidente solo un mes y medio y tenía encima de él el peso enorme de Perón. Alberto Fernández lleva tres años rodeado solo por los ornamentos presidenciales y la que lo controla es Cristina Kirchner, no Perón.
Un hombre sin rebelión aparente y sin nostalgia de lo que pudo ser. Un profesional del derecho que acaba de decir que la Corte Suprema no le puede exigir cuánto debe entregarle de coparticipación a la Capital. ¿No puede? La Corte le ordenó a Cristina Kirchner, en sus días agónicos en el poder, cómo debía liquidarles la coparticipación a Santa Fe, Córdoba y San Luis. Generosa con el bolsillo ajeno, la entonces presidenta extendió el beneficio a todas las provincias. El gobierno de Macri terminó pagando esa deuda monumental. Un político que empezó proponiendo el diálogo con la oposición (y sigue haciéndolo) mientras pide que la Justicia investigue a Macri por causas inexistentes o baladíes y, si es posible, que lo meta preso. El instante en que torció su destino fue cuando creyó que podía volver a ser amigo de Cristina Kirchner, que no perdona ni olvida. La ilusión es a veces un error. Alberto Fernández fue una necesidad desesperada de la expresidenta, pero nunca hubo reconciliación. Al principio de la pandemia, el Presidente llegó a tener el 80 por ciento de aceptación popular (una cima inalcanzable para cualquier presidente), pero perdió casi todo poco después. Se encolumnó detrás de Cristina Kirchner en la idea de expropiar Vicentin, le robó parte de la coparticipación a la Capital y, encima, permitió que Cristina despidiera a Marcela Losardo del Ministerio de Justicia. Losardo es una vieja amiga y socia en el estudio jurídico de Alberto Fernández. Nadie más de su confianza que ella. Con Losardo, el Presidente entregó el Gobierno. Todo lo que vino después fue decadencia y crepúsculo.
Ahora se sabe, además, que su administración de la pandemia fue una de las peores del mundo. La Argentina figura entre los 12 países con más muertos por coronavirus. Es el cuarto país en el ranking de naciones con mayor caída de su producto bruto interno durante el flagelo. Aquí se vivió la cuarentena más larga del mundo (232 días), con los argentinos obligados al encierro mientras el Presidente organizaba o autorizaba fiestas privadas en la casona de Olivos. Un reciente informe demoledor de la Auditoría General de la Nación señaló también que aquí es donde se violaron más normas de administración y transparencia en la compra de instrumental médico. El presidente de la Auditoría, el radical Jesús Rodríguez (ese cargo pertenece a la oposición por mandato constitucional), insistió en hacer esa investigación para cumplir con la organización mundial que nuclea a las agencias que auditan la transparencia y las rendiciones de cuentas. Pagos indebidos. Empresarios vinculados al Estado que fueron beneficiados con adjudicaciones directas, sin licitaciones. Compra de productos médicos no autorizados por la Anmat, el organismo que debe aprobar todos los medicamentos e instrumentales médicos que se consumen o usan en el país. El informe fue firmado por los representantes del peronismo en la Auditoría, que son tres. Uno es amigo de Máximo Kirchner; la otra responde al gobernador de Formosa, Gildo Insfrán (que es Cristina), y el tercero es Javier Fernández, que es de todos y no es de nadie. O es de él mismo. Nadie le anticipó al Presidente que ese informe estaba en marcha cuando, hace menos de un mes, le hizo un homenaje en la Casa de Gobierno a Ginés González García, el exministro de Salud responsable directo o indirecto de aquellos manejos deshonestos de los recursos sanitarios en medio de la enfermedad, la muerte y el miedo de la sociedad. Es la prueba de la conmovedora soledad presidencial.
¿Nadie le informó tampoco que el jefe de sus servicios de inteligencia, Agustín Rossi, creó una “mesa militar” en la AFI (ex-SIDE) para pinchar teléfonos y obtener ilegalmente conversaciones privadas? La información se desprende de un pedido de informes de la oposición a la comisión parlamentaria bicameral de control de los servicios de inteligencia. El pedido fue firmado por los diputados Cristián Ritondo y Miguel Ángel Bazze y por los senadores Ignacio Torres, Daniel Kroneberger y Alfredo Cornejo. El informe nombra a un militar, el coronel Marcelo Granitto, y a dos civiles: Ramiro Gómez Riera y Roberto Adrián Román, que tuvieron importantes funciones en la inteligencia militar cuando Rossi fue ministro de Defensa. Son lo que en la estructura militar se llama PCI (personal civil de inteligencia). El pedido opositor recalca que se le informe si dentro de la estructura de la AFI “se desempeña orgánica o inorgánicamente personal militar en actividad o en retiro”. Una novedad significativa es que el documento pide que se informe si el general retirado César Santos del Corazón de Jesús Milani cumple funciones como colaborador o “inorgánico” de los servicios de inteligencia del gobierno de Alberto Fernández. “Inorgánico” es, en la jerga de los servicios, el que hace trabajos para la inteligencia estatal sin ser un empleado formal. Milani, un militar experto en inteligencia, fue jefe del Ejército en tiempos de Cristina Kirchner, controló buena parte de los servicios de inteligencia oficiales en aquella época y ahora aspira, dicen, a reemplazar al sobrio Jorge Taiana en el Ministerio de Defensa.
El pedido opositor también reclama que se informe si esa “mesa militar” es el enlace con las empresas de telefonía celular Movistar, Personal y Claro para obtener información de clientes de esas compañías. Y también exige que se sepa si la agencia oficial de inteligencia ha detectado una “sustitución operativa de la tarjeta SIM de teléfonos celulares para acceder a la información del teléfono de un usuario”. En verdad, la oposición supone que detrás de esa “mesa militar” está la pinchadura ilegal de teléfonos y la filtración de conversaciones privadas difundidas en los últimos tiempos, incluidas las del llamado “caso Lago Escondido” y las que ahora intentan manchar al presidente de la Corte Suprema, Horacio Rosatti. “Nunca me preocupé por esas cosas. Mi deber consiste en que la Justicia cumpla con sus obligaciones”, suele decir Rosatti. Recordemos que fue la Policía Aeroportuaria (PSA) la que difundió viajes privados de argentinos, y violó, así, todas las leyes vigentes. Esa policía cuenta también con un importante servicio de inteligencia. La novedad de ahora consiste en que en la propia AFI (el servicio oficial de inteligencia que depende directamente del Presidente) funcionaría una “mesa militar” para rastrear las conversaciones privadas de los argentinos. Si todo es como parece, el gobierno de Alberto Fernández está violando las leyes de seguridad interior y de defensa nacional, que prohíben a los militares hacer inteligencia interna. Nadie sabe si Rossi le informó a Alberto Fernández de esta creación suya o si el jefe de los servicios de inteligencia volvió a su vieja devoción por la jefa del peronismo, Cristina Kirchner. Sea como fuere, el Presidente tiene responsabilidad política en semejante violación del derecho a la intimidad de los argentinos y de la libertad personal. Justo él, que prometió que limpiaría los “sótanos de la democracia”. También había esperanzado a gobernadores e intendentes peronistas con que se haría cargo del liderazgo del peronismo en lugar de Cristina. Nunca se animó a tanto. Una decepción de la historia.