WASHINGTON
Hace algunos años recibí una lección rápida sobre lo fácil que es convertirse en una persona detestable. Era un orador invitado en una conferencia en San Pablo, Brasil, y mi vuelo de llegada se retrasó mucho. Los organizadores, preocupados de que no llegara a la hora de mi ponencia debido al tristemente célebre tráfico de la ciudad, hicieron arreglos para recogerme en el aeropuerto y llevarme directamente al techo del hotel en helicóptero.
Luego, cuando terminó la conferencia, había un automóvil esperando para llevarme de regreso al aeropuerto. Por un minuto me sorprendí pensando: “¿Qué? ¿Tengo que irme en coche?”. Por cierto, en la vida real suelo desplazarme casi a todos lados en metro.
En fin, la lección que aprendí de mi momento de mezquindad fue que los privilegios corrompen y generan una sensación de que se tiene derecho a ellos. Y, con toda seguridad, parafraseando a Lord Acton, los enormes privilegios corrompen enormemente, en parte porque los muy privilegiados por lo general están rodeados de personas que jamás se atreverían a decirles que se están comportando mal.
Por eso no sorprende el espectáculo de autoinmolación de la reputación de Elon Musk. Cuando un hombre inmensamente rico acostumbrado a obtener lo que quiere y a ser un ícono venerado descubre que no solo está perdiendo su aura, sino que además se está convirtiendo en objeto de burlas masivas, por supuesto que reacciona fustigando de manera errática y, en el proceso, empeora sus problemas.
La pregunta más interesante es por qué en la actualidad estamos regidos por ese tipo de personas. Claramente estamos viviendo en la era del oligarca engreído.
Como señaló Kevin Roose en el Times, Musk todavía tiene muchos admiradores en el mundo de la tecnología. No lo ven como alguien malcriado que tiene pataletas, sino como alguien que entiende cómo se debe manejar el mundo, una ideología que el escritor John Ganz llama bossism, la creencia de que la gente poderosa no debería tener que dar explicaciones a la gente común y corriente, ni siquiera enfrentar sus críticas. Los adeptos de esa ideología obviamente tienen mucho poder, aun si ese poder todavía no protege a personas como Musk de ser abucheadas en público.
Pero ¿cómo es posible esto?
En realidad, no es una sorpresa que el progreso tecnológico y el creciente producto interno bruto no hayan creado una sociedad feliz e igualitaria. Desde que tengo memoria, tanto el análisis serio como la cultura popular han generado visiones pesimistas del futuro. Pero los críticos sociales, como John Kenneth Galbraith, y los escritores especulativos, como William Gibson, generalmente imaginaban distopías corporativistas que suprimían la individualidad, no sociedades dominadas por plutócratas ególatras y susceptibles que exhibían sus inseguridades a la vista del público.
Entonces, ¿qué sucedió?
Sin duda, parte de la respuesta es la gran concentración de la riqueza entre los más ricos. Más allá de eso, muchos de los supermillonarios, que como clase solían ser en su mayoría reservados, ahora se han vuelto celebridades. El arquetipo del innovador que se enriquece mientras cambia el mundo no es nuevo; se remonta al menos hasta Thomas Edison. Pero las grandes fortunas construidas en el sector de la tecnología de la información convirtieron este relato en un culto en toda regla, repleto de tipos aspirantes a Steve Jobs o parecidos a él.
Sin duda, el culto al genio emprendedor ha jugado un papel importante en la debacle gradual de las criptomonedas. Sam Bankman-Fried, de FTX, no estaba vendiendo un producto real, ni tampoco se sabe que lo estén haciendo sus antiguos competidores que todavía no se han declarado en bancarrota. Más bien, lo que Bankman-Fried vendía era una imagen: la del visionario con cabello desprolijo y vestimenta desaliñada que entiende el futuro como la gente normal no puede hacerlo.
Sam Bankman-Fried (AFP/)
Musk no está exactamente en la misma categoría. Sus compañías producen automóviles que en verdad se desplazan y cohetes que en verdad viajan. Pero las ventas y en especial el valor de mercado de sus empresas dependen, al menos en parte, de la fuerza de su marca personal, a la cual parece que no puede dejar de destrozar cada día.
Al final, Musk y Bankman-Fried podrían terminar haciendo un gran servicio público al empañar el mito del genio emprendedor, que tanto daño ha hecho. Pero, por ahora, las gracias de Musk en Twitter están degradando lo que se había convertido en un recurso útil. Y parece cada vez más improbable que esta historia vaya a tener un final feliz.
¡Ah!, y si esta columna hace que me suspendan de Twitter –o si el sitio simplemente muere por la mala gestión–, pueden seguir en Mastodon algunas de las cosas en las que pienso, al igual que las opiniones de un número cada vez mayor de refugiados de Twitter.