La Argentina ha sido dotada con abundantes recursos naturales y, como si fuera poco, tiene todavía una población bastante educada, sin problemas étnicos, ni conflictos religiosos. Este mes podríamos agregar que tiene un seleccionado de fútbol campeón del mundo. Debería bastar eso para asegurar un bienestar duradero, además de la alegría circunstancial. Sin embargo, el 50% de pobreza y el 30% de indigencia, sumados a los preocupantes índices de retrocesos educativos, son luces rojas que advierten una grave falla en el panel de control. Sergio Massa lo intuye y su viceministro, Gabriel Rubinstein, lo sabe. Faltan seguridad jurídica, instituciones sólidas y gobiernos creíbles para que esos recursos fructifiquen, se multipliquen y se distribuyan con equidad.
Los jóvenes talentosos, los operarios expertos, los obreros esforzados, los campesinos laboriosos y los empleados cumplidores esperan algo más de su país. Las reservas de agua dulce, los yacimientos minerales, el gas de esquisto, la pampa húmeda, los valles fértiles, los salares de litio, las costas inmensas, los mares con pesca, los bosques naturales, las bellezas turísticas, el potencial eólico, hidroeléctrico y solar no producen riqueza si no se administran adecuadamente.
Las reservas y los yacimientos, los salares y los mares no alcanzarán su potencial deseado a menos que se gestionen con talento, reciban inversiones y se impulsen con tecnología, transformando páramos de empleo público y desocupación encubierta en fraguas de trabajo genuino y productos competitivos.
China, las 15 repúblicas de la antigua Unión Soviética, el bloque del Este y las naciones del sudeste asiático lo advirtieron hace décadas con éxito. En la Argentina, todavía se cree que el gasto público financiado con emisión, impuestos o deuda puede ser sustituto eficaz de un mercado pujante, basado en la propiedad privada y la sacralidad de los contratos. Y que las instituciones no son reglas para consolidar la nación en el largo plazo, sino herramientas flexibles al servicio de quienes detentan ocasionalmente el poder.
La coalición gobernante evade el problema, a costa de aumentar el número de pobres, indigentes y excluidos con discursos populistas. No solamente lo ignora, sino que supedita su gestión al único interés de Cristina Kirchner, que es deslegitimar al Poder Judicial para lograr a cualquier precio su impunidad. Nada más alejado del bienestar de la gente que los temas de tribunales. Massa lo sabe mejor que su viceministro.
Para lograr los objetivos que se propuso el tigrense, todo el Gobierno debería adoptar la única, exclusiva y prioritaria consigna de generar confianza para abatir la inflación y recuperar el crédito público. Un solo discurso y un solo mensaje, pues en ello se va la vida de muchísimos argentinos.
En la reciente crisis por el fallo de la Corte Suprema sobre la coparticipación, el límite que detuvo al presidente Alberto Fernández y que evitó un zafarrancho mayor fue la visión del precipicio económico. Con una deuda monumental, inflación del 100% y carencia de crédito, el vértigo de asomarse a otro default y el recuerdo de antiguas “híper” fueron más convincentes que las lábiles opiniones del profesor universitario. En forma tardía, pretende aferrarse al tablón de la seguridad jurídica, para intentar flotar luego del naufragio provocado por la sumisión a su mentora.
En sentido opuesto, Axel Kicillof, el gobernador del distrito más importante y eventual candidato presidencial, hace una década proclamó ante el Senado que seguridad jurídica y clima de negocios eran “palabras horribles”. Este año, en ocasión de la condena a la vicepresidenta, llamó “manga de corruptos” a los jueces y ahora calificó de “inmundo” el fallo de la Corte que ordenó devolverle a la ciudad de Buenos Aires los fondos que se le habían sacado. En diez años no supo o “no pudió” pulir su lenguaje ni tampoco ordenar sus ideas. Eso Massa lo sabe, pero no puede decirlo. Y su viceministro, menos.
La coalición oficialista y 14 gobernadores han jugado de forma insensata con el destino colectivo al alzarse contra la sentencia del más alto tribunal, priorizando el control de sus feudos sobre la reducción de la pobreza. Quizás piensen que la seguridad jurídica no es cuestión que les atañe, ni que incida sobre la holgura de los pueblos que deben gobernar.
A diferencia de ellos, el presidente de la Nación debería tener una visión de conjunto, no parcelada por pujas locales o apetitos barriales. Su rol es “administrar expectativas” en todo el país para que las conductas de 47 millones se coordinen en sentido productivo. Si ello ocurriese, los capitales nacionales regresarían sin necesidad de “buchones” para amedrentarlos y los inversores extranjeros se agolparían en busca de oportunidades para asumir, sin temores infundados, al celebérrimo riesgo argentino.
Pero eso no ocurrirá mientras el kirchnerismo pisotee la división de poderes, el Estado de Derecho y la seguridad jurídica, indispensables para lograr la estabilidad económica. Entretanto, Massa y su viceministro cortarán clavos mientras predican las virtudes del respeto a la ley como antídoto frente a los exabruptos del dólar, las presiones de los precios y la ampliación de la “brecha” cambiaria.
Y también para proteger la carrera política del primero y la trayectoria profesional del segundo, puestas en riesgo en una jugada con pocas chances de éxito. Ambos lo saben, pero el frente que integran es ciego, sordo y mudo ante las prédicas sensatas, si no coinciden con los objetivos judiciales de su lideresa.