Desvelada. Los días de las langostas

“Contame de las langostas”, le pido a mi abuela paterna, que me tiene a upa en el sillón que usaba para mirar televisión, uno de esos con tapizados en gobelinos que han perdido un poco el color. Mi abuela tiene las manos tremendamente ásperas y sufre con su piel seca como nos pasa a todo los Gil, aunque en su caso a veces es tan grave que se pone guantes blancos de tela para aguantar la picazón. Me acaricia la cara y siempre me sorprende que esas manos vengan de una persona tan dulce. Me agarra de los cachetes y me pregunta cómo se hace para ser tan pero tan pero tan preciosa. Sonrío y vuelvo a pedir el cuento de las langostas.

Despacito y con una voz que ahora por momentos me cuesta recordar, pero que vuelve si cierro los ojos, me lleva a los tiempos en los que había invasiones de langostas en Buenos Aires. Me cuenta del terror que les tenía y de los esfuerzos que hacía porque mi papá, mi tío y mi tía no se dieran cuenta. Entonces, vamos a la cocina y me pone una cacerola en la cabeza y me da dos tapas y hace que las golpee como platillos en una orquesta. Ella, por su lado, agarra otra olla y la bate con un cucharón. Hacemos un ruido ensordecedor que me da mucha gracia.

Así mandaba a sus tres hijos a la vereda para ahuyentarlas, a puro bochinche y con las cabezas tapadas para que los bichos no se les enganchen en el pelo, sobre todo en los frondosos rulos de mi tío Hugo. Desde la ventana de la casa y un poco escondida por la cortina ella espiaba a su orquesta de diminutos valientes, aliviada al notar que no habían heredado sus miedos.

Yo, sin embargo, veo una langosta o un tatadiós y salgo como rata por tirante. La posibilidad de un salto que termine sobre mi cuerpo, no importa cuán remota sea, me hace correr en cuanto las veo. El pánico ha saltado una generación.

Uno de los motivos que por los que el gran naturalista y paisajista Carlos Thays trajo a las tipas desde la zona de las yungas en Tucumán, Salta, Jujuy y el sur de Bolivia para poblar las calles y avenidas de Buenos Aires, fue que eran resistentes a las langostas Schitocerca cancellata. Estos famélicos insectos que podían devorar cualquier cosa que encontraran a su paso, por alguna razón, no se comían sus hojas que, sin embargo, en tiempos de seca sí eran favoritas del ganado. Así lo explica en su tesis de 1900, “Fitografía de varios árboles indígenas cultivados en el Jardín Botánico Municipal”, otro destacado paisajista argentino, Benito Javier Carrasco.

Esta mañana de diciembre el barrio amaneció alfombrado de amarillo. Son las últimas flores de las tipas que se cayeron de los árboles por la tormenta de la noche anterior y se acumularon en el suelo haciendo casi imposible reconocer el pavimento que hay debajo. Aunque sería poético decir que, además, estas especies lloran, la verdad es que eso que cae no son las lágrimas de un árbol triste. Se trata del excremento de una chicharra que se alimenta de su savia y cae en forma de un goteo pegajoso que se acumula en el piso o sobre todo lo que quede a sus pies. Los que siempre vivimos en calles con tipas lo sabemos e intentamos no dejar el auto debajo. Cuando no lo logramos optamos por quejarnos de esa lluvia melosa.

Cuando me recuerdo a upa de mi abuela sonrío imaginándome la improvisada orquesta de tres niños percusionistas ahuyentando las langostas que vienen como una sombra enorme a arrasar con los jardines de Olivos. Mi papá valiente con su cacerola y cucharón como única arma contra las langostas y el coraje de mi abuela al exponer a los hijos a los miedos propios. ¿Qué otros miedos habremos heredado sin saberlo? ¿Por qué no habremos conseguido las armas tan rudimentarias como una olla y un cucharón para vencerlos?

¿Cómo es posible tanta preciosura? Mi abuela me mira y me siento la más linda del mundo. Con los años descubro que tiene ese talento de hacer sentir a todos sus nietos como sus preferidos. También descubro que nunca nadie nos volverá a ver tan lindos y sin defectos como algunas abuelas. Otro talento oculto.

 

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