Andy Grove. El sobreviviente que llegó sin nada a Estados Unidos y se convirtió en el CEO más admirado del Silicon Valley

Andy Grove llegó mal vestido y sin un centavo al puerto de Nueva York en 1957. Cuarenta años después, fue Persona del Año de la revista Time cuando se retiró como director ejecutivo de una de las corporaciones más importantes y estratégicamente significativas de Estados Unidos, Intel.

Andy Grove, persona del año para la revista Time en 1997; al año siguiente se retiraría como CEO de Intel (Intel FreePress/)

Andy había emigrado a Estados Unidos a instancias de su tía Manci, para huir de las redadas y los fusilamientos soviéticos, que habían seguido a una infancia signada por las persecuciones nazis en su Hungría natal. Había llegado con 21 años y ahora, en 1998, se retiraba a los 61, con varias glorias bien ganadas. Había llevado a Intel a la cima. Se había ganado el respeto de sus pares. Y había creado una cultura corporativa que sellaría el futuro del Silicon Valley.

Falleció en 2016, a los 79 años, 16 años después de que se le diagnosticara Mal de Parkinson; a su lado estaba Eva Kastan, también inmigrante húngara, a quien había conocido un año después de llegar a Nueva York, cuando él limpiaba las mesas en un restaurante y ella era allí camarera.

En el medio, Grove se convirtió en el único personaje de la escena tecno que fue inmune al mal que con mayor frecuencia padecen sus protagonistas: la arrogancia blasfema, la hybris (suele verse esta palabra como hubris, pero en realidad la u suena como una u griega, “iu”), creértela, dormirte en los laureles, bajar la guardia, sentirte intocable. No porque sí, su libro más conocido se titula Solo los paranoicos sobreviven. Escribió varios, pero por lejos el más conmovedor es Swimming Across, de 2001, unas memorias de la abrumadora vida que le tocó vivir de niño y que redactó cuando ya sabía que tenía Parkinson y que era hora de hacerse entender. O de entenderse él mismo.

Fantasmas de lo nuevo

Tuvo dos hijas con Eva, y mantuvo en secreto siempre el nombre de las dos. Este dato es suficiente para comprender el genoma de lucha pura por la supervivencia que introdujo Grove al ambiente competitivo, pero con frecuencia auto complaciente, del Silicon Valley. Fue un visitante extraño y extranjero, proveniente de un mundo ajeno y por completo desconocido, inaceptable en las democracias occidentales, y ese ADN fue tan necesario como definitorio, aunque su legado poco a poco empieza a perderse en una nueva ola de ejecutivos cada vez más sometidos a los vaivenes de la vanidad.

Un dato, para nada menor. La partida de Grove marca el final de la era de oro de Intel. La cultura que le había impuesto a la compañía (y que puede leerse en detalle The Intel Trinity, un libro fundamental para comprender a Intel, al valle y a esta época fundacional de la revolución digital) había echado raíces fuertes, pero no podía perdurar sin su presencia.

Steve Jobs anuncia el primer iPhone, el 9 de enero de 2007

Menos de una década después de su partida, la compañía iba a cometer el traspié más infame de su historia, uno del que nunca llegó a recuperarse del todo. En 2006, cuando Steve Jobs estaba diseñando el iPhone, la primera compañía en la que pensó para diseñar y fabricar el cerebro electrónico del teléfono que lo cambiaría todo fue Intel. Lógico. Intel les hacía los chips para sus computadoras en ese momento (hoy Apple fabrica su propios circuitos) y la empresa se encontraba en la cima, tras el explosivo crecimiento que le trajo su asociación con Microsoft para la PC (se llamó a esa plataforma Wintel, por Windows+Intel) más la no menos arrasadora expansión de Internet cuando se popularizó entre los usuarios particulares, a principios de este siglo.

Andy Grove, creador de Intel, junto a Bill Gates en el Museo de la Innovación Tecnológica de California

Pero Intel declinó la oferta de Apple argumentando que diseñar y fabricar chips para teléfonos no le traería ganancias. Con Andy nunca habría ocurrido algo así. No solo porque estaba de los detalles y posiblemente habría revisado él mismo si en realidad el iPhone no les dejaría ganancia, sino porque su filosofía, aprendida a los golpes desde pequeño, cuando su madre lo llevaba, cada noche, de un refugio a otro para huir de los nazis, era nunca quedarse quieto. Fue un burócrata el que declinó la oferta de Apple; Grove era todo lo contrario. Era un luchador.

Había nacido como András István Gróf (Grove es la forma más simple de escribir en inglés la forma en que se pronuncia su apellido en húngaro), en Budapest, en el seno de una familia judía de clase media, y había nacido cuando el mundo enloqueció de populismos mesiánicos que lo llevarían a una guerra abominable. Nació, vaya, en 1936, cuando Hitler empleó los Juegos Olímpicos de Verano para promover ideas tan aberrantes como la supremacía de la raza aria.

Sabemos cómo siguió y como terminó esa insania. Millones de vidas fueron borradas de la existencia y otros tantos millones sobrevivieron tras experiencias horrorosas. Una de esas vidas fue la de Andy Grove.

Con esos fantasmas llegó el joven, pero fogueado András a América; consiguió trabajo, se puso a estudiar química; se mudó a California, y un buen día estaba trabajando en Fairchild, el gigante de los semiconductores estadounidense de la década del ‘50. Lo reclutó nada menos que Gordon Moore, el creador de la ley de Moore, que se convirtió también en su mentor.

Moore y Robert Noyce se irían de Fairchild para fundar Intel en 1968. Grove pidió ser de la partida. No quería separarse de Moore, por quien sentía una profunda admiración. Tanto como encontraba insoportable al genial Noyce, cuyo aspecto de empresario atractivo, atlético, exitoso y ganador le resultaba totalmente inadecuado para la conducción de una compañía. Pero Noyce no solo había pergeñado el circuito integrado, que llevaría al invento revolucionario del microprocesador en 1971, sino que además ocultaba un carácter que nada tenía que ver con la apariencia que mostraba al mundo. El primer gran recorte de personal que Intel fue un golpe demoledor para el seductor Noyce, que secretamente se había jurado que nunca despediría a un empleado de Intel. Falleció de un infarto fulminante en 1990, a los 62 años.

Para quienes no han experimentado condiciones más o menos extremas es difícil entender la filosofía de Grove. Otros la captarán de inmediato. Para él –y suscribo esta visión– la vida era lucha. Ser el mejor no podía jamás convertirse en la excusa para quedarse quieto, dejar de aprender o disfrutar de las mieles del éxito. Es muy probable que alguien entienda que entonces el triunfo no significa nada para un hombre así. Sí, es probable. Es probable también que el único triunfo que en realidad cuente para las personas que tempranamente se enfrentaron a la muerte o a la persecución sea el de sobrevivir. Cuando todo progreso, cuando todo lo que entendemos por civilización yace en ruinas a tu alrededor (pienso en el pequeño András corriendo de noche por las calles arrasadas de Hungría), y moverte y ser más astuto y, por supuesto, un poco paranoico, marcan la diferencia entre vivir o morir, entonces eso se graba en tu psiquis como el mayor de los disfrutes. El título de su cuarto libre lo resume implacablemente.

Abordo de un F-16

Si Grove hubiera atendido a Jobs habría preferido salir de la zona de confort en la que Intel se encontraba en ese momento y que terminó por poner a la compañía en jaque. Esto es ucronía, por supuesto. Andy en 2006 ya no estaba en Intel. Pero sabemos qué hizo en otro momento histórico, uno que convirtió a Intel en un coloso que no solo dominaría el cómputo en el nivel planetario, sino que sería incluso una pieza clave en la maquinaria de defensa estadounidense. ¿Para tanto?

Oh, claro que sí. Un breve desvío aquí, para entender hasta qué punto Intel creció de los cuatro primeros empleados (Grove fue el número 3, aunque, por error, en su badge figuraba el 4; el 3 le quedó a Leslie Vadász, que Grove llevó a Intel) hasta transformarse en una potencia con ramificaciones en la industria bélica.

Andy Grove, Robert Noyce y Gordon Moore; según la Web de Intel, la foto es de 1978, pero sobre la mesa se ve el plano de un 8080, un microprocesador de 1974. Michael Malone aclara el punto en su libro The Intel Trinity: la foto fue tomada en realidad en 1975

En la década del ‘90, cuando la compañía presentó el Pentium en Chile, viajé a cubrir el evento para una revista. Por algún motivo –nunca supe cuál–, me ofrecieron almorzar, junto a un periodista chileno, con Craig Barret. Barret era el sucesor de Grove, y era casi su opuesto: graduado en Stanford, se casó con Barbara McConnell, embajadora de Estados Unidos en Finlandia. Barret emanaba una confianza en sí mismo muy diferente de la que expresaba la mirada profunda, intensa y algo triste de Andy.

Los seis primeros directores ejecutivos de Intel en el sitio de la historia que la compañía tiene en la Web (GENTILEZA/)

Barbara estaba también en ese almuerzo, treinta años atrás, y sin saber lo mucho que me gustan los aviones, contó con incalificable candidez cómo se sentía cuando el piloto de un F-16 activa los postquemadores. “Se siente como si te dieran una patada ya sabes donde”, comentó. Así que Barbara había volado en un F-16, pero ignoraba que el periodista argentino sabía que solo una muy selecta élite se subía a uno de estos cazas. Eso me dio la pauta de lo cerca que Intel estaba de la industria militar estadounidense; no es ninguna casualidad que Barbara terminara siendo Secretaria de la Fuerza Aérea durante el gobierno de Trump.

Barrett no fue un mal CEO. No brilló, como Grove, pero piloteó con destreza una de las tormentas más violentas que conoció esta industria, la implosión catastrófica de la burbuja puntocom.

Imposible

Pocos saben esto hoy, pero Intel no empezó fabricando cerebros electrónicos, sino chips de memoria. La transición fue una revolución corporativa a la que Grove se opuso con la fría ferocidad que lo caracterizaba. Pero, al revés que otros directores ejecutivos no menos sanguíneos (Jobs, típicamente), Grove no debatía para ganar. Debatía para alcanzar la verdad. Y cuando le demostraron que había una variable que nadie estaba a atendiendo y que iba a ser el motor el futuro, Grove cambió de idea. Esa variable era el poder de cómputo. Medio siglo después, el mundo sigue hambreado de poder de cómputo y ya estamos pensando en la (poco conocida, mal comprendida y peor divulgada) computación cuántica. Si mágicamente pudiéramos obtener mil millones de veces más poder de cómputo, enseguida encontraríamos en qué gastárnoslo. La predicción del clima, la creación de nuevos materiales, el doblado de moléculas, tratamientos médicos revolucionarios y hasta el dichoso metaverso de Zuckerberg.

Gordon Moore, Craig Barrett, Andy Grove y Paul Otellini, cuatro CEO clave en la historia de Intel (Intel FreePress/)

Cuando vio que ese era el camino, hizo rotar la compañía entera, algo que es por definición la movida más riesgosa que puede enfrenar una organización de este tipo. Lo hizo maravillosamente, a pesar de que era un campo minado. Cuando asumió como CEO, en 1979, la compañía facturaba 1900 millones de dólares al año. Cuando se retiró, 11 años después, facturaba 26.000 millones.

Grove fue el más austero de los directores ejecutivos de que tenga noticia esta industria (incluido el austero Jobs). Enigmático, severo, frontal y pragmático, despreciaba los privilegios (ya había visto bastante de eso en la política soviética) y no solo se opuso a tener un estacionamiento especial, sino que su propio box era uno más entre los de los otros empleados de Intel.

Sobre todo, y este es su rasgo menos conocido, tal vez porque en las fotos aparece siempre sonriente, era el tipo más frío en los momentos de mayor crisis. Es un rasgo casi imposible de entrenar en la adultez, por mucho coaching que te hagan. Este atributo del carácter se templa en la más tierna infancia, cuando tu mamá, María, te lleva de la mano, de noche, a la lechería que la familia tiene a 150 kilómetros de Budapest o a la casa de unos amigos o a algún otro refugio incierto, por calles sembradas de cráteres y flanqueadas de ruinas. Para cuando llegó a Nueva York a los 21 años, Andy ya lo había visto todo, literalmente, y tenía el alma blindada frente a cualquier cosa que al resto de nosotros nos pondría los pelos de punta. Así manejó al gigante, con la calma frialdad de los sobrevivientes.

Con todo, una cosa más debe decirse aquí. La adversidad no siempre siembra virtudes; a veces infecta el alma con resentimiento y odio. No fue el caso de Andy, que, pese a los horrores que le tocó vivir (su abuela murió en Auschwitz, por ejemplo), fue un ejecutivo querido, que predicaba con el ejemplo y que se puso al hombro una tarea titánica, y se convirtió en uno de los directores ejecutivos más admirados de la industria. Algo por completo inesperado, cuando lo recibieron con lo puesto y poco más en Estados Unidos, donde se convertiría en pionero de la tecnología desde un lugar diferente de los otros integrantes de esta serie. No inventó nada. No descubrió nada. Pero como dijo Brian Krzanich, que fue CEO de Intel entre 2013 y 2018, “Andy Grove hizo posible lo imposible”.

 

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