Al Gobierno se le acabó la suerte

Cuando se analiza la performance de un trader de mercado es difícil distinguir la suerte de la pericia. A los votantes les ocurre lo mismo cuando evalúan a los presidentes. ¿Fueron los Kirchner buenos gobernantes o solo tuvieron suerte al contar con los precios de las exportaciones más elevados de la historia y heredar un mega ajuste fiscal implementado por Eduardo Duhalde? ¿Fue Fernando de la Rúa un mal gobernante o simplemente le tocó el período de menores precios de las exportaciones de nuestra historia moderna?

En el mercado, los mismos traders suelen reconocer que es más importante la suerte que la pericia (better lucky than smart). Pero en la política ocurre lo contrario. La gran mayoría de la población, esa que no está politizada, solo sabe si tiene empleo, si llega a fin de mes y si está segura al salir a la calle. Mira su metro cuadrado, porque no entiende o no le interesa entender la conexión entre la suerte y la pericia de sus gobernantes y el efecto en su vida diaria. Esta es la gran ventaja que tuvo Juan Domingo Perón, cuyos años iniciales coincidieron con un boom del precio de las exportaciones, y que tuvieron los Kirchner. Esto no implica minimizar su destreza política para aprovechar dichas circunstancias y consolidar su poder en base a políticas y relatos populistas. Pudieron disfrazar a la suerte de pericia frente a su electorado. Cristina Kirchner recuerda frecuentemente sus años dorados, como si no hubiesen sido fruto de la casualidad sino de sus políticas; “no fue magia” es la típica muletilla kirchnerista.

Pero Alberto Fernández, que carece de pericia, solo está sujeto a la suerte. El inicio de la pandemia, con el efecto rally around the flag que generó, catapultó su popularidad a la estratósfera: en abril de 2020 disfrutó del segundo pico más alto con la que contó cualquier presidente en este siglo. Luego, su funesto manejo de la cuarentena, de la campaña de vacunación y las múltiples muestras de que en el Gobierno hay hijos y entenados hundieron su popularidad. El aumento de la inflación generado por su desastroso manejo de la economía terminó de llevar su reputación a mínimos no vistos desde 2002 o desde los que gozó Cristina Kirchner durante la crisis del campo (2008-2009).

A partir de 2024 la suerte puede cambiar para quien esté en el gobierno. El fin de La Niña puede dar lugar a una gran cosecha y la construcción de un oleoducto y de un gasoducto desde Vaca Muerta pueden permitir dar vuelta la balanza energética.

Pero fue la suerte la que impidió que la monumental impericia de este Gobierno sea del todo percibida por la población. Un dato impactante resume acabadamente el argumento. Los cobros por exportaciones pasaron de US$50.357 millones en 2020 a un estimado de cerca de US$91.000 millones en 2022. No hay, desde 1995, un aumento tan fuerte en el nivel de exportaciones en el lapso de dos años como este. Este nivel de exportaciones, récord histórico y un 61% más elevado que las exportaciones cobradas en promedio durante el gobierno de Mauricio Macri, no es resultado de la pericia. Es más, podríamos decir que se logró a pesar de la política tan adversa hacia nuestro principal sector exportador, el campo, con retenciones elevadas y un tipo de cambio desdoblado. Fue producto de la tremenda suba de los precios de las exportaciones que se dio a la salida de la pandemia y como consecuencia de la invasión rusa a Ucrania.

Esto es la que le permitió, hasta ahora, dilatar la devaluación del peso en el mercado oficial. Pero, para evitarla, el Gobierno recurre a restricciones cuantitativas cada vez más brutales a las importaciones, a impuestos varios y a desdoblamientos para algunos sectores. Es decir, a este Gobierno ni le alcanzan exportaciones récord para tener paz cambiaria. Y la razón es que el peso está sobrevaluado. Mientras que la moneda argentina se encuentra un 26% apreciada contra su promedio histórico, en una medición que incluye a todas las divisas de los países contra los que comercia y se ajusta por inflación, el peso chileno está casi un 15% depreciado contra su promedio histórico, y el colombiano, casi un 25%. Es que el tipo de cambio debería actuar como un amortiguador: cuando hay crisis o las condiciones externas no son favorables, la moneda se deprecia para favorecer a los exportadores y proteger a quienes compiten con las importaciones, atenuando el impacto en la actividad doméstica.

En la Argentina populista las cosas funcionan de otra manera. Los gobiernos populistas intentan entregar el poder con un peso fuerte en términos reales. Que los exportadores revienten. A los que compiten con importaciones los protegen con aranceles y cuotas. Pero que la devaluación la haga el que sigue. Cristina Kirchner alaba reiteradamente a Axel Kicillof justamente porque logró entregar el poder con el tipo de cambio oficial más apreciado desde 2001, y que la bomba le explote a Cambiemos. Su pericia consistió en dilatar el desenlace, tan inevitable en 2015 como hoy, de una devaluación.

El inicio de la pandemia, con el efecto rally around the flag que generó, catapultó la popularidad de Alberto Fernández a la estratósfera: en abril de 2020 disfrutó del segundo pico más alto con la que contó cualquier presidente en este siglo.

Pero la suerte se le acabó al Gobierno, aunque no termina de darse cuenta. Según un reporte reciente de la Bolsa de Comercio de Rosario, la liquidación de divisas del campo podría caer hasta US$15.842 millones en 2023, a US$29.487 millones, en un escenario pesimista con respecto a la cosecha. En el escenario “realista”, la caída sería muy importante de todas maneras: unos US$12.586 millones menos que en 2022. Es decir, solo contando los cereales y oleaginosas las exportaciones totales de la Argentina caerán cerca de un 14% en 2023. Pero otros sectores también enfrentan problemas para exportar, debido a un tipo de cambio atrasado, a las retenciones y a una economía global que se desacelera.

Si la sequía fuese un fenómeno más globalizado, mayores precios compensarían parcialmente la caída de la producción. Pero, por el momento, no es así. El Departamento de Agricultura de los Estados Unidos (USDA) estima que la producción global de trigo subirá levemente, la de maíz caerá un 4% y la de soja subirá un 10% en 2023. En el caso de Brasil, se espera una suba de la producción de 22%, de 8,6% y de 19,7%, respectivamente. Es por ello que los precios de estos productos están entre un 15% y un 38% más bajos que su pico de 2022, aunque todavía se mantienen elevados en el contexto histórico.

Aprovechando la mención de Brasil, vale la pena abrir un paréntesis: en los últimos 10 años, su producción de soja subió un 88%, o un 6,5% anual promedio, comparado con una caída de más del 10% en el caso de la Argentina. Esta diferencia es la consecuencia de las políticas anti-campo de la Argentina (y de prácticas al menos debatibles de uso de tierras en Brasil).

El otro problema es que convencer a los productores de vender sus granos en 2023 va a ser mucho más difícil que en 2022. La devaluación del peso es inevitable, ya que está demasiado apreciado, y solo estamos debatiendo si la hace este Gobierno o el que sigue. Entonces, dejando de lado las ventas mínimas para pagar insumos y deudas, es probable que quieran retener granos. Si algo podemos predecir para 2023 es una disputa entre el campo y el ala radicalizada del Gobierno.

Es decir, no es difícil pensar que las exportaciones totales podrían caer debajo de los US$80.000 millones y hasta acercarse a los US$70.000 millones. A esto se le agrega el problema de la financiación de importaciones. Los importadores fueron forzados a asumir una deuda comercial de cerca de US$10.000 millones en 2022. Puesto de otra forma, las importaciones reales fueron US$10.000 millones superiores a las efectivamente pagadas este año. Ese aumento de deuda es imposible de replicar en 2023, lo que hace más difícil el ajuste del pago de importaciones el año que viene.

Así, para evitar devaluar, lo cual pondría al desnudo toda su incapacidad frente a la población, el Gobierno intentará aguantar con su política de monetización del déficit y mayores controles de capitales y a las importaciones. La combinación de un tipo de cambio atrasadísimo y controles de importaciones están causando estragos tanto en los exportadores como en los productores que venden en el mercado doméstico. Estas políticas son muy parecidas a las que implementó Nicolás Maduro en sus primeros años de gobierno en Venezuela. Según el economista venezolano Francisco Rodríguez, en su libro Tierra arrasada (Scorched Earth), este cortoplacismo es típico de los regímenes en los que hay demasiado en juego cuando se tiene o se pierde el poder, y cuando las elecciones son demasiado frecuentes. Maduro, al quedarse en el gobierno, terminó de desnudar su incompetencia. Tuvo que convertir a Venezuela en una autocracia para mantenerse.

Esperemos que no sea el plan kirchnerista. Porque a partir de 2024 la suerte puede cambiar para quien esté en el gobierno. El fin de La Niña puede dar lugar a una gran cosecha y la construcción de un oleoducto y de un gasoducto desde Vaca Muerta pueden permitir dar vuelta la balanza energética. Podría ser la primera vez que el no Peronismo tenga suerte. Veremos si tiene pericia.

 

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