DOHA (enviado especial).- Tal vez no haya sido el Messi más brillante de la selección argentina. Fue un Messi diez puntos. Pero un jugador genial ha tenido demasiados partidos memorables. Este, en las funciones que parecen ser de despedida de su carrera, no tiene la capacidad de desequilibrar en velocidad de otros tiempos. Pero hay que permitirse la reflexión, aunque las emociones puedan llevar el tono a la exageración: fue su partido más inteligente. Más que eso: el más sabio. Y el encuentro en el que más bravura demostró en toda su vida con la camiseta celeste y blanca.
En todo este desborde de sentimientos que vivió el equipo argentino en la noche en el estadio Ahmad Bin Alí, pasaron tantas cosas que es mejor resumirlas en un párrafo para sacarse de encima los datos. Quienes todavía hablan de él con malicia (ya se preguntó, ¿aún los hay?), le señalaban esa estadística. ¡Justo a él, que es el dueño de todos los números! Nunca había hecho un gol en un partido de eliminación directa de un Mundial. Ya está. Se terminó. En su partido 1000. Y para quedar, con 9 tantos, a sólo un gol de Gabriel Batistuta, que es el máximo artillero argentino en la historia de los Mundiales. Lo que se dice una noche perfecta.
Y aquí se acaban las referencias numéricas. Porque limitarían el enorme partido de Messi. En un equipo que tuvo muchos puntos altos, tal vez ninguno haya llegado tan alto en la incidencia del desenlace de este juego como él. Los que vieron ese despliegue descomunal de Julián Álvarez, que también fue un diez, no tienen que molestarse. Al menos no hasta escuchar todos los argumentos.
Messi grita, De Paul lo señala, la selección estalla (Aníbal Greco/)
Pese al dominio casi permanente, el partido, en ese primer tiempo, era aburrido. No jugaba mal la Argentina, pero tampoco demasiado bien. Y entonces… Messi. Otra vez, como tantas otras, Messi. Siempre Messi.
El capitán, que en más de 30 minutos había observado el partido bastante más de lo que lo había jugado, sintió que era necesario hacer algo diferente para romper el paisaje monocromático. Observó que Aziz Behich, el lateral izquierdo, llegaba exigido a la pelota. Se lanzó contra él. Le puso hombro, después el cuerpo entero. Lo sacó de la cancha por la fuerza. Lo obligó a perder la pelota contra el lateral. Molesto, el australiano lo agarró de la camiseta. Él levantó los brazos, como no queriendo meterse en una pelea, pero al mismo tiempo sin retroceder ni un solo centímetro, como incitándolo a algo más. El público argentino bramó por la demostración de su ídolo. Por un gesto de bravura que suele ser poco habitual en él. La mayoría de las veces no lo necesita.
Hay gestos que reencauzan el destino. De ese lateral llegó la falta a Papu Gómez. El tiro libre ejecutado por Messi, el despeje y el ingreso de arrebato para meter el gol después de un “rebote” en Otamendi. El primero en una etapa de eliminación directa para él. Otra cuenta pendiente saldada.
Después fue otro partido. Uno muy divertido hasta los 32 minutos del segundo tiempo. En ese segmento, fue un lanzador inteligente, un conductor muy ordenado y capaz de marcar los ritmos de toda la cancha sin correr demasiado. Una actuación inolvidable de toques, gambetas, cambios de ritmo. Una maravilla.
Messi domina la pelota en medio de los australianos (Aníbal Greco/)
Hasta esa jugada desafortunada, la del desvío de Enzo Fernández que descolocó a Emiliano Martínez, cuando los australianos no habían hecho nada para preocupar. Entonces el partido se volvió angustiante. Y de todas las distintas etapas que transitó Lionel Messi en 90 minutos contra Australia, esos último quince o veinte (por el tiempo adicionado), fueron lo mejor.
Se acomodó en un rincón. Pidió todas las pelotas. Su cuerpo diminuto y cada vez menos resistente, aguantó todo contra zagueros de más de 1,95 metro. Porque esta vez no los soportaba con los músculos o con los huesos. Los frenó con el corazón. Pero al mismo tiempo tuvo la lucidez para hilvanar acciones estupendas, con slaloms de su juventud, con una lectura de juego suprema. Dejó dos veces mano a mano a Lautaro Martínez, que desperdició oportunidades increíbles, que hubieran significado el desahogo.
Pero el equipo creció en su temperamento gracias a Messi. Y aunque no estuvo ahí en el área cuando Garang Kuol metió ese remate a quemarropa, seguro que Emiliano Martínez volvió a pensar en Messi. No podía dejar que semejante actuación tuviera que irse al tiempo suplementario. Porque la Argentina no lo merecía, pero fundamentalmente Messi no lo merecía. En una noche, Messi cubrió todos los huecos: los de la selección, los de su carrera. Fue el que siempre se esperó. Y aunque esto sólo significa entrar entre los ocho mejores y el objetivo todavía está muy lejos, esta será una noche para siempre.
Lionel Messi festeja al final del partido en el estadio Ahmed bin Ali (Aníbal Greco/)