La seguridad es la prioridad absoluta de un Estado, porque atañe a su vida o a su muerte pero, cuando se trata de la seguridad mundial, la primacía es global, porque implica la subsistencia de la humanidad.
Nada menos que de eso tratan las esforzadas negociaciones que han estado llevando a cabo diversos actores, tendientes a que Rusia no emplee armas de destrucción masiva ni se produzca un ataque intencional o accidental a una instalación nuclear en Ucrania, lo que podría desatar catástrofes mundiales de incalculables consecuencias para todo el globo.
Uno de esos actores principales es, precisamente, un diplomático de carrera argentino, Rafael Grossi, quien desde su puesto como director del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), el principal órgano mundial responsable de asegurar el uso pacífico de la energía nuclear, lleva a cabo en tal sentido conversaciones fundamentales con Putin, como se ha difundido en imágenes y despachos alrededor del mundo.
La capacidad para ejercer semejante responsabilidad acerca del futuro de la seguridad del planeta que recae sobre este argentino se explica por la influencia que la política de seguridad externa que inició el presidente Alfonsín en 1983 ejerció en la formación del embajador Grossi, quien se incorporó entonces a estas cuestiones, a las que ha dedicado los casi cuarenta años de su carrera diplomática.
Ello remite a una página gloriosa de la historia de la diplomacia argentina, poco conocida y valorada, que sintoniza con la actual revalorización del espíritu de la presidencia de Alfonsín, de quien se recuerda su contribución ética como político íntegro, padre de la democracia argentina moderna y paladín mundial de los derechos humanos, aunque poco se conoce de otro aporte de escala internacional: sus denodados esfuerzos para que la Argentina conjugase los notables avances tecnológicos sensibles previos a 1983 con un nuevo y potente compromiso por la paz, el desarme y la seguridad mundial.
Para 1983, la incipiente democracia argentina había heredado de la dictadura militar importantes desarrollos tecnológicos “sensibles” o duales en el campo nuclear (la exclusiva tecnología del enriquecimiento de uranio) y espacial (el vector de largo alcance “Cóndor”), que aunque eran desarrollos pacíficos, su secreta gestión y bajo la tutela de las FF.AA., generaban suspicacias mutuas con Brasil, y del mundo, que temía una carrera bélica y nos consideraba injustamente entre los países “proliferantes” que amenazaban la seguridad regional y mundial.
Frente a ello, el flamante presidente Alfonsín, amalgamando sus convicciones en favor de la paz y el desarme (de inspiración krausista y kantiana) con la de la tecnología como llave esencial para el desarrollo (inspirada en su admirado amigo, Jorge A. Sabato), se persuadió de que la democracia, la reputación y la seguridad del país exigían una política distinta, y decidió someterla a un control civil y democrático, articulándola con la política exterior, pues, paradójicamente, aunque la seguridad es un tema diplomático prioritario, la Cancillería intervenía tangencialmente en estos asuntos. Así, el canciller Caputo y su vicecanciller Jorge F. Sabato (primo del tecnólogo), crearon en la Cancillería una nueva oficina –la Dirección de Asuntos Nucleares y Desarme (Digan)–, con el desafío de continuar aquellos desarrollos, su pujante política exportadora y la resistencia al inicuo régimen del “desarme de los desarmados”, pero atendiendo el contexto internacional y balanceándolo con el fortalecimiento del rol de la Argentina como líder en la promoción de la paz y el desarme, conforme a su mejor tradición. Desde esa nueva oficina, tal decisión política fue implementada por jóvenes diplomáticos formados ad hoc y liderados por el embajador Adolfo Saracho, entre los que se contaba el joven Grossi, de entonces 23 años, y yo, iniciando una de las dependencias de mayor prestigio técnico actual en nuestra Cancillería y una de las pocas políticas de Estado con que cuenta la Argentina.
En el marco de aquella estrategia general, Alfonsín ideó una política acorde con Brasil, consistente en lanzar un audaz proceso de fomento de la confianza mutua (compuesto de numerosos acuerdos, mecanismos, inspecciones mutuas, coordinación de políticas, intercambio de expertos, etc.), considerado el “embrión del Mercosur”, un proceso tan arduo y espinoso que los diplomáticos negociadores fuimos tildados de “vendepatrias” en ambos países.
El más simbólico y trascendente paso dado por Alfonsín fue su invitación al presidente Sarney a visitar la ultrasecreta planta de enriquecimiento de uranio en Pilcaniyeu (16/6/87), quien lo recordó así durante sus exequias: “Alfonsín es un hombre de Estado de estatura mundial. El problema nuclear entre nuestros países era grave. Nuestros militares se preocupaban por quién llegaría primero a la bomba atómica. El presidente me llevó a Pilcaniyeu […] Queríamos, de este modo, terminar con la barrera nuclear que comprometía nuestras relaciones. No fue preciso que recurriéramos a las NU o a la Agencia Internacional de Energía Atómica. Fue un ejemplo único en el mundo de una solución personal para un problema tan profundo”. Dicha visita y aquel proceso de acercamiento nuclear, que constituye un modelo sin parangón a escala mundial, fruto de la visión estratégica de Alfonsín y del que los argentinos debemos sentirnos especialmente orgullosos, fue condición sine qua non para la creación del Mercosur, que jamás hubiese prosperado en aquel clima de desconfianza, y consolidó la seguridad del continente.
Esa política de Alfonsín incluyó también una muy activa promoción del desarme nuclear mundial a través de la prestigiosa iniciativa del Grupo de los Seis para el Desarme Mundial, integrado por los líderes de la India, Suecia, México, Grecia, Tanzania y la Argentina, así como una incesante prédica personal del presidente en todo foro mundial en favor de la equidad económica y el desarrollo como condiciones indispensables para la paz.
Aquella política y este notable papel del embajador Grossi señalan a la Argentina cuál debería ser el rumbo de su política exterior: la coherencia entre los valores y lo que se dice y lo que se hace, el consecuente celo en construir confiabilidad internacional, y el recurso constante a la idoneidad, la experiencia y el profesionalismo para atender cuestiones tan delicadas como la seguridad de nuestro país y del mundo.
Diplomático de carrera y autor de Una épica de la paz. La política de seguridad externa de Alfonsín