Según datos de la Fundación Observatorio Pyme, la cantidad de empresas con menos de 50 empleados, que era de 520.000 en 2011, se redujo a 467.000 en 2020. Esta tendencia decreciente surge por factores que, lejos de modificarse, se han acentuado en los últimos dos años. El costo financiero ha sido asfixiante con ventas afectadas por la cuarentena y limitación de producción por el control de importaciones. La inflación se ha acelerado y el Gobierno intenta reducirla mediante el control de precios. El Banco Central enfrenta una deuda impagable originada en la colocación de letras con elevado interés para absorber excesos de emisión monetaria. Esto, a su vez, es consecuencia de un crónico déficit fiscal.
Cualquier proyección de un negocio en la Argentina es incierta, un escenario inconveniente también para las grandes empresas. Entre 2011 y 2020, el número de las compañías de más de 200 empleados tuvo una leve evolución: de 3364 a 3491. Desde 2020, los casos de decisiones empresarias de dejar el país se multiplicaron. El más reciente es el de la italiana Enel, controlante de la eléctrica Edesur.
El cierre de empresas no es un hecho negativo per se. Ocurre en países de economías sólidas. El economista austríaco Joseph Schumpeter lo bautizó la “destrucción creativa”, apoyado en la comprobación de que las empresas que desaparecían eran reemplazadas con creces por otras con mejor tecnología y más competitividad.
La necesidad de ganar mercado era el motor de creación de nuevas empresas. Pero no es este el caso argentino. Por ahora, no hay mayormente reemplazos ni reequipamientos.
Una empresa combina capital y trabajo. La forma en que lo hace es determinante de la productividad y competitividad. Pueden cooperar entre sí o bien, como es más común en la Argentina, enfrentarse. Desde hace más de 70 años los trabajadores simpatizantes de un partido político que dice representarlos entonan la marcha que los aúna “combatiendo el capital”. Esto podría considerarse anecdótico si no tomara realismo en una legislación laboral que traba la obtención de productividad y genera rigidez y alto riesgo en la contratación de un trabajador.
Se dice que tomar un nuevo empleado en la Argentina es como tener un hijo. O tal vez implique aún mayor compromiso. Si por alguna razón no prevista, una empresa debe despedir un empleado, se ve obligada a pagar una onerosa indemnización, defendida por una justicia laboral usualmente parcial. En estas condiciones es difícil imaginar la creación de empresas que postulaba Schumpeter.
Hay otro detalle en la legislación laboral que perjudica particularmente a las pymes. Es el privilegio que se otorga a los acuerdos a nivel sectorial sobre los que se logren a nivel de empresa. Esto les da enorme poder a los dirigentes sindicales y determina salarios y condiciones laborales adaptadas a las grandes empresas, pero que suelen ser difíciles para las pymes. Debería invertirse ese orden de privilegio dando preferencia a los acuerdos por empresa y simultáneamente requerir la unificación de la representación de los trabajadores. Lograrlo aseguraría acuerdos entre intereses más fácilmente convergentes y accesibles para ambas partes. Serían muchas más las empresas que entonces podrían subsistir o crearse, aun frente a otros factores adversos. La creación de empleo privado dependerá principalmente de las pymes antes que de las grandes empresas. Este es un hecho comprobado en el mundo y la Argentina no tiene por qué ser la excepción. Para reducir el asfixiante gasto público será imperioso achicar la planta de empleados estatales. Esto no será social ni políticamente factible si no hay demanda de empleo privado, algo que definitivamente no ocurrirá mientras mueran más empresas que las que nacen.