Arturo Pérez-Reverte: “El mundo occidental está perdiendo las bases culturales de las cuales proviene”

MADRID.– “Siento curiosidad, nunca he visto una revolución”, dice Martín Garret Ortiz en 1911 en México y se lanza a esta experiencia transformadora. Pólvora y polvo, cartuchos, sombreros charros, huaraches yaquis –una forma de tortura que consiste en rebanar las plantas de los pies al enemigo– y cigarros recorren la última aventura de Arturo Pérez-Reverte (España, 1951). Revolución (Alfaguara) es una novela de formación, la historia de un joven un ingeniero de minas español que se suma al estado mayor de Pancho Villa. “La guerra, había aprendido, se componía de partes iguales de espera e ignorancia. Ibas de acá para allá privado de una visión de conjunto, obedeciendo órdenes sin saber realmente qué ocurría, hasta que tocaba entrar en fuego; y aun entonces solo era posible percibir lo que estaba a la vista”, dice el narrador de Revolución, próximo a las experiencias que el propio Pérez-Reverte vivió en carne y hueso, curtido corresponsal de guerra en una treintena de conflictos bélicos.

Existe un fiel y vibrante romance entre el mundo audiovisual y las narraciones de Pérez-Reverte. El italiano, su novela anterior, se convertirá en serie de TV y se estrenó en España la adaptación de La piel del tambor, convertida en película. Además, la saga del capitán Alatriste (llevada al cine y a la TV), La novena puerta, con Johnny Depp, La tabla de Flandes, El maestro de esgrima y La reina del sur son también algunas de las adaptaciones audiovisuales de historias de Pérez-Reverte, quien no teme pensar ni decir –la cultura de la ultracorrección lo ha tenido siempre sin cuidado–que el futuro de la narración se encuentra en los videojuegos y en la TV.

–Martín Garret, un extranjero, se suma a un proyecto que es la Revolución mexicana. Lo hace por curiosidad, mientras es testigo de la lucha de este sector, pero también de su crueldad. ¿Cuándo decidió crear este personaje desde esta perspectiva?

–Esta historia me acompaña desde niño por razones familiares, pero nunca había escrito sobre ella. Un día lo tuve más claro: vi una historia de aprendizaje sobre un hombre joven, un técnico, no un romántico, por eso elegí que fuera ingeniero, un hombre frío, un testigo ecuánime que descubre que la violencia, la guerra y la revolución tienen lecciones de vida muy importantes. Es un hombre que mira. Le traspasé cierta forma mía de mirar el mundo cuando tenía esa edad. La novela es un artefacto narrativo y en este caso presiento que sí le di algunas dosis de memoria personal.

–¿Cuál es su vínculo familiar con la Revolución mexicana?

–Uno de mis bisabuelos era ingeniero de minas. Su mejor amigo fue a México a trabajar en la época de la Revolución y le mandaba cartas a mi bisabuelo donde le contaba de Pancho Villa, de Zapata. Esas referencias fueron continuas y me quedó un interés durante mi vida que fui engrosando con libros.

–“Pocos revolucionarios siguen siéndolo cundo alcanzan el poder”, dice un personaje. Si la revolución se prolonga en el tiempo, una vez que ha conquistado el poder, ¿piensa que sigue siendo revolución o pierde su esencia?

–No es que lo piense, es que tengo la autoridad del testigo. He visto varias revoluciones en las que participé como testigo de primera fila, soy lector de historia y he visto que todas terminan igual. Pueden pasar dos cosas: cuando termina la revolución, el que no la ha hecho dice: “Vale, bien, de acuerdo, ahora apártate para que pueda yo gestionarlo”, esto es lo más frecuente; o también sucede que el que consigue llegar arriba se olvide de los que están abajo. La guerra en Nicaragua fue una revolución muy dura, conocí a los sandinistas, vi morir y luchar a muchos chicos, vi el horror… para que ahora Daniel Ortega mantenga su poder en Nicaragua. Otro ejemplo es el de Cuba. Me quedó un cierto saludable escepticismo respecto a las revoluciones o a su final, pero eso no significa que no piense que las revoluciones son necesarias, que el hombre debe luchar aunque sepa que va a fracasar.

Un joven ingeniero español es el protagonista de “Revolución”, la última aventura de Arturo Pérez-Reverte

–En la novela aparece la figura del cacique o del caudillo. Cambian sus rostros, pero este rol persiste en distintas partes y sociedades. ¿Por qué?

–En todos los lugares y momentos del mundo hay líderes, personalidades que la vida o ellos mismos se ponen ellos a la cabeza de movimientos determinados porque no todos tienen el mismo nivel de imaginación, ni creatividad, ni el mismo coraje, ni inteligencia o la misma suerte. He visto a gente con este carisma lograr que otros hicieran cosas inauditas porque se los admiraba o se los respetaba. Una novela mía, Sidi [inspirada en el Cid Campeador], intenta explicar cómo un hombre logra que otros lo sigan en el destierro, en la guerra y en la muerte. Esa novela se utiliza en las escuelas de negocios porque dicen que es una lección sobre liderazgo. Había dos personalidades atrayentes para mí, narrativamente, en esta novela: Pancho Villa y Emiliano Zapata. Quería que uno de ellos fuese amigo de mi personaje. La disyuntiva era que Zapata era el indio del sur, triste, sombrío, desconfiado y culto. Era muy raro y poco creíble que Martín Garret se hiciese amigo de él, pero Pancho Villa, era el norteño violento, fanfarrón, mujeriego, generoso, pasional. He tenido amigos como él. Lo elegí, pero no oculto su parte oscura.

–Aparece en Revolución un personaje poco mencionado –es cierto que Elena Poniatowska escribió Las soldaderas– de la historia de la Revolución mexicana: las mujeres de los soldados que se encargaban tanto de cocinar como de combatir. ¿Cuán importante fue la labor de estas mujeres?

–Sí, he leído el libro de Poniatowska. La figura de la soldadera ha sido romantizada por las canciones y el folklore. Hay dos películas muy interesantes con visiones opuestas: una es Enamorada, protagonizada por María Félix, en la cual una joven de buena familia, por amor, acompaña a su hombre a la guerra. La película, bellísima, es una verdadera gilipollez, porque no tiene nada que ver con la realidad. La otra se llama La soldadera, con Silvia Pinal, que sí muestra lo oscuro, triste y sombrío. Las mujeres fueron víctimas: eran mulas de carga que iban siguiendo a los hombres con los niños, con la comida, maltratadas y cuando al hombre lo mataban quedaban indefensas. Fue una verdadera pesadilla.

–Hay en la novela una corresponsal de guerra, Diana Palmer, que enfrenta todas las complicaciones de esta labor a principios del siglo XX. ¿Ha seguido alguna cobertura o labor periodística en la guerra en Ucrania? ¿En qué ha cambiado esta tarea desde su época como corresponsal?

–Cubría guerras de otra manera, y eso no significa que fuera ni mejor ni peor, sin el despliegue tecnológico que hoy permite ver las imágenes de una guerra casi en directo. El conflicto de Ucrania actual no se parece a los que yo cubrí en cuanto a cobertura; sí se parece en cuanto a reglas generales: el ser humano es siempre el mismo animal peligroso, desde Troya hasta Kiev.

–Revolución es una novela cinematográfica y no lo digo solo por la acción y el viaje que emprendemos junto a Martín Garret, sino también por la cantidad de diálogos con la que construye la trama, casi un guion.

–El diálogo era importante por muchas razones. No soy un creador exquisito, soy un tipo que cuenta historias con la mayor eficacia que puede. Mi misión es que el lector vea la novela desde dentro y no desde fuera. He decidido con el tiempo describir cada vez menos el estado de ánimo y hacer que el lector lo recoja en el diálogo porque agiliza a la novela, le da más vida y en este caso quería que el lector oyese hablar en mexicano porque es muy español muy potente.

–Imanol Arias, quien protagonizó Territorio comanche, donde interpreta a su propio alter ego durante la cobertura de la guerra en Bosnia, es la voz del audiolibro Revolución. ¿Qué opinión le merece este formato? ¿Suma –no sé si llamarlos así– lectores?

–Sí, son lectores. Como escritor, para mí lo ideal es el libro en papel, pero también es verdad que comprendo que los formatos cambian. Hay situaciones en las cuales el libro no llega o no es posible manejarlo y entonces el audiolibro o incluso el cine o la televisión son maneras de llegar a públicos a los que el libro no llegaría. Lo que importa es la historia; el formato es secundario.

–Las series o las plataformas de streaming han ingresado en nuestras vidas. No tiene prurito en decir que es un gran espectador de series. ¿Reemplazaron las series al antiguo folletín?

–Sí, las series de televisión hoy son los folletines del siglo XXI. No es bueno ese concepto elitista de la narración que debe ser únicamente para gente culta y exquisita. Le pongo un ejemplo: si doña María que tiene cuatro hijos y por la mañana tiene que llevar los hijos al colegio, trabajar, hacer la comida, limpiar la casa porque su marido es un hijo de puta que pasa completamente de las labores domésticas… ¿Qué va a hacer doña María a la noche? ¿Leer a Proust? Eso es una gilipollez. ¡Bendito sea Dios que existe una teleserie que se llama Amor en verano o Luz del amanecer donde ella se puede imaginar, soñar o vivir vidas que no vivirá! Si yo fuera un joven escritor, me dedicaría más a escribir para la televisión o para videojuegos que para novelas. Allí está el futuro.

–¿Cuál es entonces el futuro de la novela?

–El mundo occidental, desde Chile hasta el Mediterráneo oriental, está perdiendo las bases culturales de las cuales provienen. Cada vez es más difícil que un joven interprete un comentario de Dante o un guiño de Cervantes porque les estamos privando a las jóvenes generaciones de la gran cultura. Esta gran educación siempre ha sido el arma moral, social y humanista de Occidente. El problema está en que no estamos educando a los que escribirán en el futuro para que mantengan el vínculo con Homero, Dante, Platón, Aristóteles, Cervantes, Montesquieu o Voltaire. Les estamos privando de argumentos. Los narradores del futuro lo harán sin el bagaje intelectual que sus antepasados tenían. Mi miedo es que el empobrecimiento de la educación actual genere narraciones más pobres y que el público tampoco sea capaz de reconocerlas. En este sentido sí soy un poco apocalíptico.

–Tiene una presencia destacada en Twitter y sus comentarios suelen generar polémica. ¿Cómo se lleva con esa repercusión?

–¡Qué divertido! Las redes son una herramienta muy interesante. Me la paso muy bien. Yo meto un tuit y me quedo mirando. No debato ni discuto con la gente. A veces voy provocando, es verdad, y aprendo mucho viendo cómo la gente reacciona. Es una herramienta muy potente muy interesante por el ritmo de difusión y porque permite para observar la condición humana. Pero ni mi vida, ni mis sentimientos, ni mi tranquilidad dependen de Twitter.

–Pareciera no temer a la cancelación. Hay un caso reciente de dos escritoras [Mariana Enriquez y Carolina Sanin] que fueron insultadas y canceladas en Twitter.

–Muchos amigos se han ido de Twitter por este motivo, pero yo digo, “¿Qué más te da?”. Que un analfabeto o analfabeta que firma “Nick Pérez” o “Morgana de Noche” te quite el sueño o vida, no te lo tomes como cosa personal. Lo que le importa a un autor son sus lectores, que se lo conozca por sus libros o artículos. ¿Usted piensa que a mis 71 años me va quitar el sueño lo que escriban en Twitter? Mis lectores me conocen de sobra y eso me da una tranquilidad, una libertad, una independencia que a lo mejor otros con menos suerte no tienen. Entiendo que a un joven escritor le afecte porque pueden hacerle políticas de acoso que sí le perjudicarían.

–¿Cómo analiza este momento de la llamada era la ultracorrección potenciada por las redes sociales?

–El problema no es Twitter, sino la gente que actúa en Twitter. El estúpido puritanismo anglosajón norteamericano que hemos importado en todo el mundo sin cuestionar, esa maniquea forma de mirar el mundo, estúpida y simplona como son ellos, hace que hayamos sustituido en la sociedad occidental, antaño culta e inteligente, la palabra humanismo por humanitarismo. Ahora no tenemos razones; tenemos sentimientos. Nos realizamos sintiendo: “Siento que los animales son buenos”, “Siento que a las focas hay que salvarlas”, “Siento que la mujer tal”… Lo que usted siente me importa un carajo. Lo que me importa es que usted me lo razone, que usted se apoye en Aristóteles, en Platón, en Dante, en Homero y lo razone. Ahora, basta con un clic para sentirme que ya he cumplido con la humanidad, que formo parte de la gran nación de la gente buena. Eso es muy peligroso porque excluye la razón y los sentimientos no valen para estas cosas. Twitter es una exposición de sentimientos, no de razones.

Quisiera preguntarle por su amigo Javier Marías, recientemente fallecido. ¿Debería existir el Nobel póstumo?

–El Premio Nobel se ha convertido más en un ritual snob que en un premio real. Ya no se premia el mérito, sino el efecto social internacional. Pero es cierto que Javier Marías sí tendría que haber tenido el Premio Nobel, cuando aún era un premio prestigioso. Que Javier Marías haya muerto sin el Nobel es una vergüenza para el Nobel. Como amigo que soy, porque yo lo quería mucho y él a mí, pienso que es una vergüenza. Tampoco lo tuvo Borges.

–¿Cómo le gustaría que se la literatura recordara a Javier Marías?

–No se lo recordará y tampoco me recordarán a mí. El mundo corre demasiado de prisa. Le pongo un ejemplo: Osvaldo Soriano. Yo entendí la Argentina a través de Soriano. Nunca lo conocí en persona, hablábamos por teléfono. Recuerdo su tristeza porque lo ninguneaban, los que no eran los nombres más destacados por los suplementos literarios, esos que no vendían un puto libro, lo despreciaban. No era reconocido por la élite literaria cultural argentina. Se ha hundido en la bruma del olvido. Cosa graciosa, algunos que lo despreciaban, después prologaron su obra completa. Cuando un autor muere, sus libros van poco a poco desapareciendo de las librerías. Ojalá no sea así con Javier, el último de los grandes clásicos. Soy muy escéptico de los recuerdos póstumos y ojalá me equivoque.

 

Generated by Feedzy